miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cuánto duelen los hijos.

Hay ocasiones en que en la vida, todo se vuelve dolor. Cuando nuesros niños sufren, nosotras sufrimos. Y cuando, por azares del destino, nos encontramos acompañándoles en malos momentos, es como si el corazón se desgarrase por dentro.

Por eso hoy, quiero dedicarle unas palabras a una amiga, compañera y comadre virtual que pasa por momentos difíciles con su pequeña. Ella, que es energía en movimiento, se enfrenta al mayor reto que ha tenido que superar. Siempre ha sido un ejemplo de madre, entregada, consciente, reflexiva. Ha disfrutado como nadie de la maternidad, saboreando cada momento, atesorando cada logro. Y ahora, le toca luchar en un batalla injusta y cruel.

No queda otra que aguantar el embite y presentar batalla. Si alguien puede conseguir estar a la altura en este reto, eres tú. Desde aquí, cada vez que una de nosotras lea este post, pensará un momento en vosotras y os enviará toda la energía positiva de la solidaridad y el cariño.

Animo, amiga. Mi corazón está con vosotras.

La memoria del alma.

Pasa el tiempo. Los días se convierten en semanas, las semanas en meses y los meses, sorprendentemente en años. Y los niños, nuestros pequeños personajes que recorren la casa llenándolo todo de huellas de chocolate, balbuceando en su idioma privado, con sus chupetes y sus baberos, un día se nos aparecen como personas completas. Pequeñitas, inmaduras, tiernas, inocentes...pero completas. Me refiero a ese momento en que nuestros pequeños comienzan a participar en las conversaciones que tienen lugar alrededor de la mesa, aportando sus ideas, habitualmente originales y sorprendentes, dando su opinión...Es un momento precioso. El bebé deja de serlo y empezamos a conocer a nuestros hijos desde otra perspectiva.

En este momento ocurren cosas bastante graciosas. Aún su capacidad les mantiene en un nivel de comunicación algo surrealista lo que propicia situaciones como la que vivimos el otro día en casa. Era el cumpleaños de la pequeña y lo celebrábamos con varios amiguitos sentados a la mesa. Los más pequeños eran ella y otro niño aún más pequeño, de dos años y medio. Todos los pasticipantes contaban chistes por turnos, explotando en esas carcajadas llenas de luz que solo los niños tienen. Y de pronto, ella, quiso su minuto de protagonismo. Con la atención de todos puesta sobre su personita, comenzó a contar una historia, que se desinflaba por minutos y acabó siendo un galimatías ininteligible y curioso. Ininteligible, para la mayoría porque, lo divertido fue que cuando ella terminó, el otro pequeño de la mesa Se quitó el chupete y estalló en carcajadas incontenibles, como si solo él hubiera sido capaz de entender el chiste. Su risa, claro, se contagió y la niña seguramente, se sentiría como la persona más graciosa del mundo. Está claro que existe un lenguaje común que ellos comparten.

Pero lo que realmente quería comentar hoy va más allá de los aspectos superficiales y encantadores de esta edad.

Cuando nuestros niños comienzan a hablar, todo un mundo aparece ante nosotros, los padres y madres. Comenzamos a entender de verdad qué les gusta y qué no. Cómo perciben a los demás, y qué rasgos les disgustan en otras personas o cuáles les agradan. Empiezna a soñar, a tener deseos aplazados, a esperar que ocurran cosas y compartirlas en voz alta. Y, sobre todo, a analizar la realidad que les rodea y ponerle palabras a estos descubrimientos.

Y es en esta etapa, cuando muchos niños adoptados desde muy pequeños, nos sorprenden con comentarios muy tempranos, que aún no esperábamos escuchar.

Hay niños que comienzan a construir su historia pasada, preguntándose en voz alta cómo llegaron a casa, de qué barriga salieron, o "dónde les nacieron". Es un proceso normal, aunque a nosotros siempre nos parezca que empieza demasiado pronto.

Pero hay algo bastante común, que es más sorprendente.

"Sus primeros dibujos (esos que sólo ella sabía interpretar) eran de los 4; los del cole ahora, de los 4; cuando decimos de hacer algo, parque, excursión, ludoteca, su pregunta es...¿toda la familia, verdad?; si alguien le dice que viene con nosotros en el coche, su respuesta es "no cabes, pero papá,mamá, y nosotras sí. Tú coge otro coche, que este es el de mi familia".
¿Es normal? no lo sé, a mí desde luego me sorprende, porque es una constante, incluso cuando nos íbamos de vacaciones solas, recien cumplidos los 2 años, todos los días cogía el tfno para hablar con su padre, y la pregunta era, ¿cuándo vendrás con nosotros?, cuando estábamos ingresadas en el hospital, y por la tarde llegaba su padre, se emocionaba, sentimiento demasiado elaborado para una nena de menos de 2 años, lloraba y cuando preguntábamos porqué decía que porque estábamos juntos...buff, a mí me da miedo a veces pensar si estas reacciones están todas en el subconsciente, y además...cuando dejarán de estarlo. "

"Mi hija acaba de entrar en esa fase en que se vuelven participativos en las conversaciones, aunque a media lengua aún. Y es curioso, porque ella, que llegó tan pequeña, nos desvela a veces, unos procesos que me resultan curiosos. Cuando estamos reunidos, compartiendo un momento agradable con otras personas, suele comentar una misma frase: "este es mi papá, ¿verdad mamá?, es es MI papá. Y esta es Mi mamá, ¿verdad mamá?, y este, mi hermanito. Es MIO ¿verdad mamá?" Y después continua con lo que estuviera haciendo, tan tranquila. Valora muchísimo el hecho de pertenecer a la familia, o más bien que la familia le pertenezca a ella. Mucho más de lo que mi hijo biológico lo ha hecho nunca, o quizás, de una forma diferente en la que necesita reafirmar este estado más de lo habitual. Llegó a casa con catorce meses así que...¿qué recuerda exactamente? Conscientemente nada, pero..."

Probablemente ese sea el quid de la cuestión. Los seres humanos vivimos, percibimos y experimentamos nuestro entorno desde el momento en que nacemos, quizá mucho antes. ¿Qué ocurre con los recuerdos que se crean en esas fases? No podría explicarlo a nivel neurológico, ni de desarrollo cognitivo. Sin embargo, creo que debe existir un almacenamiento de todo lo vivido en algún lugar de nuestro cerebro. Sabemos que las relaciones que se produzcan desde el momento del nacimiento son determinantes en el desarrollo de una persona. El contacto humano amoroso y protector en los primeros minutos, meses, años de la vida es la primera piedra sobre la que se edificará el desarrollo emocional de un niño.

Los niños que no han vivido un recibimiento al mundo como el que todos los recién nacidos se merecen, que no han tenido unos brazos cálidos esperando, que no han sido mecidos y confortados en sus primeros tiempos, tienen una herida que, con el tiempo se convertirá en una cicatriz más o menos grande, más o menos evidente.

Muchas veces pensamos que el hecho de adoptar niños muy pequeños evita o reduce al máximo las posibles dificultades que el abandono puede producir. Pero, la realidad, es que estas cicatrices están ahí aunque los niños sean muy pequeños. En otras ocasiones hemos hablado de los diferentes problemas que podemos encontrarnos y que se derivan de la institucionalización y el abandono. Pero en esta ocasión me refiero a otro aspecto de este tema, más curioso para mi, por lo inesperado.

¿Porqué un niño pequeño, carente de recuerdos conscientes de su etapa de abandono, presenta con cierta frecuencia esta sobrevaloración de su entorno familiar? Son los pequeños que se enorgullecen desde muy temprano de sus padres, madres y hermanos y se lo hacen saber a todo el que conocen; esos enanitos que te preguntan recurrentemente si eres Su Mamá, y te recuerdan cuánto les quieres y te quieren. Los que explican a todo el que quiera escucharlo que Su Familia es un universo único y privado del que ellos forman parte especial.

Creo que, dentro de todas esas capacidades inutilizadas de que disponemos en nuestro cerebro, debe estar la de almacenar experiencias para adaptar un comportamiento de supervivencia, de alguna manera. Como un backup al que no podemos acceder voluntariamente, pero que define nuestras acciones inconscientes. Es lo que yo llamo, la memoria del alma.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Esperando al amor.

Al fin habían culminado las tareas del día. REcogida la loza, preparados los uniformes, la ropa sucia en el cesto, los juguetes ordenados, la nintendo apagada...Había pasado el momento mágico del cuento compartido, las protestas inevitables a la hora de ponerse a dormir, la nana especial de cada uno, los vasitos de agua que apagan esa dulce sed de sorbito que aparece por las noches. Y los besos; los millones de besos que siempre se quedan sin poner y hay que entrar una y otra vez a repartir al dormitorio.

El sofá estaba fresquito, mullido y, sorprendentemente, limpio sin migas de galletas, cuentos o juguetes. El mando, solitario, esperando el momento de sintonizar quizás, un programa sin colorines o músicas de tiovivo.

Increiblemente, había llegado el primer momento adulto del día. Con un suspiro, me recosté en el sofá, disfrutando del silencio. Encendí la tele, recogí las piernas bajo mi cuerpo, buscando la postura perfecta...Y de pronto, rebotando contra las paredes del pasillo, tan vibrante que parecía emitir luz, llegó un grito hasta el salón:

"mamáaaaa" Y enseguida, el llando desconsolado de la pequeña, que estaba teniendo una pesadilla.

Un poco de consuelo más tarde, estaba de nuevo sentada en el sofá, tratando de descifrar qué siginificaba ese muestrario de basura televisiva que me atacaba desde la pantalla. Pero mi investigación no llegó muy lejos. En seguida, arrasando con el silencio que apenas se acababa de instalar, se escuchó de nuevo a mi hija pequeña:

"mamáaaa..." Y un torrente de llantos y gritos que rebotaban contra los cristales del dormitorio.

Por segunda vez, acudí al rescate de mi pequeña, que luchaba contra otra pesadilla.

Pero la batalla se presentaba dura esa noche. La niña, que había tenía un día difícil con analítica incluída, revivía, seguramente transformando en terribles monstruos amenazantes, lo vivido durante la mañana.

En fin. Que el sofá no llegó a calentarse nunca. Los viajes del salón al dormitorio se sucedían con intervalos que hacían inútil esperar en la habitación, pero que tampoco permitían disponerse para alguna otra cosa vanal, como pongamos...descansar.

Arrastrando los pies, acudí una vez más al dormitorio. Mi niña lloraba con los ojitos cerrados y los puños apretados, luchando contra sus miedos. La cogí en brazos nuevamente, y la acurruqué en mi regazo, meciéndola con suaves movimientos mientras, en voz muy baja, con mis labios en su suave mejilla, cantaba su nana favorita. La que ella y yo tenemos para nosotras solas. El llanto se esfumó, sus manitas se abrieron y se dejó mecer, tranquila olvidada de todo temor.

En ese momento, me ví allí sentada, en la penumbra de la habitación, con mi hija en los brazos, sintiéndose segura y protegida a mi lado. La ví encajada en el hueco de mis brazos, perfectamente acoplada al espacio en mi regazo, cómoda y confortable. Y me di cuenta de que así era como, al fin, estaba ella en mi corazón. Y así, es como, después de dos años, se siente ella en el mío.

El amor es un ente caprichoso. Se nutre de detalles nimios y de grandes gestos. De presencias y de ausencias. De constancia y de humildad. DE respeto y de esperanza. DE paciencia y de entrega.

Pero sobre todas las cosas, el amor, se alimenta de amor.

Nunca se sabe cuándo se encontrará el amor. El amor, es una emoción incontrolable, inevitable, improgramable. No se consigue ni se crea a voluntad. El amor a los hijos, se abre camino sin embargo, de una manera poderosa, rompiendo prejuicios y allanando dificultades. Cada relación llevará su propio camino. Y tendrá su propio tempo. Hay madres adoptivas que han sentido el flechazo que la atará a sus hijos para siempre, desde el primer momento en que los vieron. Otras, han tardado un poco más, quizá hasta el momento en que realmente los han sentido suyos. En otros casos, el sentimiento necesita más tiempo para aflorar. Cuando los niños son mayores, ellos también deben recorrer ese camino y tardarán también el tiempo que necesite su corazón. Este periodo puede ser difícil. Sobre todo si se prolonga en el tiempo.

Esperarse mutuamente es el único secreto. La garantía de que, tarde o temprano los dos corazones se encontrarán en alguna parte del camino. Y cuando lo hagan, será para siempre.

jueves, 6 de octubre de 2011

De llantinas, berrinches y otros momentos intensos.

Hace tiempo me escribía Rocío, una compañera para contarme su experiencia acerca de las rabietas y las llantinas con su hija pequeña. Y aunque ya habíamos hablado de este tema, es un asunto que suele presentarse cíclicamente en algunos niños. Así que, cíclicamente también, vale la pena pensar de nuevo en ello. Y sobre todo, cuando se trata de ofrecer nuevas maneras de reorientar la situación.

No cabe duda de que las rabietas son un difícil momento que pone a prueba la paciencia hasta de los padres más curtidos. Sobre todo, porque suelen tener la mala costumbre de aparecer en su mayor virulencia, en espacios públicos.

Rocío lo cuenta muy bien. Ella encontró la forma de enfrentarse a las rabietas de su hija pequeña. Y consiguió transformar un estado de frustración y decepción en momento perfecto para reafirmar la relación con su hija. Esta es la historia:

" He de decir que durante los primeros meses sus rabietas me hacían gracia, pensaba que era muy listilla, que estaba aprendiendo rápidamente, ya que antes en el orfanato no mostraba este comportamiento, pues sabía de antemano que no le serviría de nada actuar de esta manera.
Tras un tiempo sus rabietas me causaban, he de confesarlo, un sentimiento muy extraño hacia ella. Era como si tuviera la seguridad de que lo estaba haciendo para fastidiarme A MÍ. era como si comprobase con cada grito y aullido que ésto SÓLO lo hacía conmigo, y me preguntaba inconscientemente porqué se portaba MAL conmigo, con su madre, si antes no lo había hecho con sus cuidadoras... Y la verdad es que me hacía sentir mal, hasta llegué a pensar que no la quería lo suficiente, ya que con esta actitud yo no podía...

En fin, tras un año de comportamiento más o menos normalizado, hace unos meses empeoró, y mucho. Hasta un punto en el que cada día, a cada hora, y no exagero, TODO lo pedía llorando y gritando. Hemos pasado unos dos meses terribles. Yo me preguntaba a diario porqué Elena se comportaba de esta forma. Obviamente estaba intentando transmitirnos algo, quería algo de nosotros, pero ¿Qué?

He estado acudiendo a una escuela de padres (mejor dicho, madres) en el colegio de mis hijos mayores durante este curso. Nunca antes me había atraído esta actividad, pero parece que los problemitas con los hijos se acumulan y me de decidí a buscar la ayuda y opiniones de otros, de lo cual no me arrepiento, pues se aprende mucho no sólo de la pisicóloga sino de las demás madres. La consulta de qué hacer ante una rabieta la planteé sabiendo la respuesta de antemano: tratar de ignorarlas, no escuchar y hacerle saber que mientras llore, grite o patalee no conseguirá nuestra atención. Y eso es lo que hacíamos, además de esperar a que dejara de comportarse de ese modo para decirle que muy bien, que estábamos muy contentos de que hubiera dejado de gritar, y que le escuchábamos y le queríamos mucho. Pero nada. Más y más veces lo repetía.

La situación se estaba volviendo insufrible. El camino de vuelta desde la guardería a casa lo hacía llorando y gritando, bien porque quería que alguno de sus hermanos le diera lo que tenía en la mano, o bien porque quería parar en el kiosco a comprar chuches, cualquier razón era válida. Eso unido al cansancio, el hambre, el calor, me hacían replantear sus horarios, habrá que recogerla del COLE más temprano, pobrecilla, o habrá que acostarla antes la siesta...

Los gritos y llantos de Elena tienen un tono tan elevado que parece que te van a romper el tímpano cuando la escuchas, es desesperante, comienza con tres gritos que van aumentando su volumen hasta que llega el estallido final, y sigue, y sigue... El vecindario ya la conoce muy bien, se ha hecho oír de lo lindo. Cuando no la recogía yo del COLE la escuchaba llegar desde mi mesa de trabajo, inconfundible.

Un día le comenté mi frustración a una gran amiga, psicóloga y madre, para ver si me recomendaba algo diferente, alguna estrategia de libro en la que no hubiéramos caído. Ella me repitió lo mismo de siempre, ignorar las rabietas y esperar a que se le pase, e incluso ponerse tapones en los oídos como símbolo de que no la escuchamos. Y después, cuando deje de hacerlo, volver a hablarle, escucharle. Pero si eso es lo que hacíamos, ¿por qué no funcionaba? si ella sabía que llorando NUNCA conseguía nada de mí ni de su padre, ¿por qué continuaba con este comportamiento? Será que sus hermanos, para no escucharla, a veces, y desoyendo mis instrucciones, le dan lo que les pide llorando, pensaba yo, o será la chica que la cuida en casa, que también lo hace...
Al día siguiente me llamó mi amiga a casa. He estado pensando en lo de Elena, me dijo, y creo que puedes intentar algo que te va a funcionar. Verás, es muy importante que en cuanto deje de llorar y gritar, en ese mismo momento, no sólo le DIGÁIS que la queréis mucho, que estáis contentos con ella, sino que se lo DEMOSTREIS. Es decir, tras su mal comportamiento, abrazadla, besadla, haced con ella lo que más le guste, para que ese momento le resulte lo más placentero que haya tenido, y desee estar siempre así, y por tanto, dejar de llorar. me dijo que era una actitud a cambiar de nuestra parte, y que no funcionaría a corto plazo, que al menos necesitaríamos un par de semanas o más, pero que veríamos sus frutos.

Tras escucharla y prometerme que lo intentaría me dí cuenta de que cuando Elena dejaba de llorar, tras habernos hecho sufrir esa angustia, y haber creado, al menos en mí, ansiedad, rabia y enfado, lo que menos me apetecía era abrazarla. Es duro pero es así. Es complicado, estás tirándote de los pelos, te sientes frustrada, pensando que que no sabes cómo afrontar esa situación ni hacer reaccionar a tu hija, estás agotada psicológicamente, y muy muy enfadada, con la situación, y con ella por comportarse así.

Bueno, he de decir que tras hablar con mi marido y acordar la estrategia, fuí yo la que empecé a aplicarla, y después de tan sólo UN DÍA, Elena cambió, se transformó. A principio me miraba con incredulidad, como diciendo esta no es mi madre, no me está riñendo, y se quedaba expectante a ver mi reacción. Y entonces yo le hacía una broma, la distraía con cualquier cosa, jugábamos un poco, y ella me abrazaba, me daba besos, reía. Y no lloraba, no gritaba. Y así el día siguiente, y el otro...

Como me comentó mi amiga cuando se lo comenté: EL AMOR TODO LO PUEDE.

Y así es, posiblemente Elena necesitaba saber que le queríamos incluso comportándose mal, o simplemente estaba llamando nuestra atención porque le reñíamos demasiado, y necesitaba más cariño, no más atención. Y nosotros estábamos tan enfadados con ella y tan desesperados que no podíamos dárselo.
Ahora la tengo tendida a mi lado, mientras se toma su biberón y me acaricia viéndome escribir.
Y estoy contentísima.
Estos días cuando vuelve del COLE de verano, yo la espero trabajando desde casa, y entra riéndose a darme un beso mientras me dice: "mami, ma portado mu bien". Y es verdad, se ha portado muy bien."

Adoptando niños mayores/ recogiendo información

Hace poco me escribía una antigua compañera de penurias preadoptivas. Una amiga virtual que caminó conmigo por el arduo camino de la espera y que, hace tiempo, colmó su deseo de ser madre. Y me pedía que ofreciese un espacio a un tipo diferente de adopción: el de los niños mayores. Una forma diferente de abordar la maternidad que se convierte en una segunda oportunidad para muchas personas, a ambos lados del proceso.

Cuando hablo de adopción de niños mayores quisiera comenzar aclarando muy bien a qué me refiero. Cuando se habla de adopción, es común escuchar de propios y extraños el deseo: "a ver si te lo dan pequeñito, que traen menos problemas": Y con "pequeñitos" se refieren a bebés de poquitos meses. Desde ese punto de vista, un niño de dos años o tres es "muy grande". Pero, sin embargo, no lo son. Continúan siendo niños muy pequeños, más aún teniendo en cuenta que habitualmente, su edad mental, emocional, intelectual y social está por debajo de la que les correspondería.

La gran diferencia, que es la que quisiera recoger aquí, es la que marca desde mi punto de vista, una frontera invisible entre los dos tipos de adopción: la consciencia que tienen los niños mayores del proceso adoptivo.

Este es un tema fundamental. Crear una familia, en este caso en concreto, se basa en un consenso emocional, logístico e intelectual. Las dos partes tienen que aprender a latir en sintonía. Y no siempre será sencillo. Hay un largo camino a las espaldas que los niños ya han recorrido sin sus padres recientes y que han forjado lo que será una parte importante de su experiencia vital y de su personalidad.

Sin embargo hoy, no me detendré más en este tema. Una vez más, os pediré que compartais conmigo vuestra experiencia para poder hacer de ella un elemento de apoyo para otras familias. Os doy las gracias de antemano y espero poder compartir pronto con todas esta información.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Educar en pareja

Cuando llegan los hijos a una pareja todo el mundo la felicita. Los niños, dicen, llegan "con un pan bajo el brazo". Es decir, que traen prosperidad y buenos tiempos a la casa. Los niños son la alegría, la vida, la ilusión...Pero entonces ¿porqué en tantas ocasiones son el detonante de los fracasos de pareja?.

"Luisa y Carlos emprendieron la adopción como un emocionante reto de pareja. Un nuevo paso en su vida en común que transformaría su pareja en una familia. Juntos pasaron las numerosas pruebas a que les sometió la administración. Y más tarde, las que la adopción internacional trajo añadidas. Juntos sufrieron los desvelos, y lal ilusión, los vaivenes y la impaciencia que el proceso lleva consigo. Se sostuvieron y se alentaron el uno al otro en los malos momentos...y finalmente llegaron a él. Un bebé de nueve meses, sano y sociable. El sueño de su vida. Una personita que llegaba, como decían todos a su alrededor, a completar su vida.

Sin embargo, cuatro meses después de la llegada del bebé, todo se desmoronó. La ilusión dejó paso a la decepción. La sintonía con la que latían se transformó en dos melodías disonantes, que no componían ya ninguna melodía. Cada uno vivió la llegada del pequeño de una forma diferente. Poco más tarde, de la pareja sólo quedaba unos papeles que dividían por la mitad aquella que fue una vida compartida. Y un hijo en común que, paradójicamente, les mantendría vinculados el resto de su vida. "

Este no es un caso excepcional. Todos conocemos situaciones similares, más o menos dramáticas, más o menos sorprendentes, pero todas igualmente dolorosas.

La realidad es que la llegada de los hijos a la pareja supone una serie de cambios vitales de suma importancia. Dejando aparte los más evidentes, relacionados con el cambio de rutinas, el abandono de la libertad social, la modificación del ocio e incluso de las relaciones personales y tantas otras cosas, la paternidad se revela como el reto más importante al que una pareja se puede someter en su desarrollo.

En la educación y el cuidado de los hijos se ponen en juego muchas de las facetas personales más complicadas. La paciencia, la capacidad de entrega, la capacidad de sacrificio, la necesidad de empezar a cada momento una página en blanco...y muchas otras. Muchas veces, la ausencia de estas características personales pasa desapercibida incluso para los propios interesados. Pero la maternidad o la paternidad, las ponen de relevancia con mucha facilidad.

Cuando dos adultos deciden compartir la vida, están dispuestos a sobrellevar las características poco deseadas que a veces se descubren en la otra persona. O al revés, asumen las incapacidades que algunos aspectos tendrá nuestra pareja. Es algo humano, es un tributo natural que se concede a la vida en pareja. Es, lo que todos reconocemos con aceptación del otro y que se mueve, por supuesto, en un marco de normalidad. No hablamos de grandes carencias que harían la convivencia imposible. Un adulto puede convivir con otro aparentemente incompatible, consiguiendo una forma de coexistir armoniosa si no existen grandes retos en los que la cooperación profunda y fluida sea imprescindible: o sea, cuando de educar a los hijos se trata.

En ese momento entrarán en juego las capacidades personales de cada progenitor de forma independiente y las habilidades que como pareja hayan adquirido los dos juntos.

En el caso de la maternidad-paternidad biológica, el recién nacido llega a la casa con un puñado de necesidades bastante claras y precisas: alimentación, higiene y afecto. Parece sencillo a priori. Pero sin embargo, en la realidad las cosas suelen ser algo más complicadas. Si es el primero, al menos no habrá que atender además al resto de los hijos, pero tampoco se dispondrá del bagaje de la experiencia. En cualquier caso, durante los primeros meses, la necesidad constante de atención, las tomas nocturnas, los frecuentes cólicos del lactante, la dentición y otros muchos aspectos de la crianza pasan factura. Y la vida de pareja pasa, por decirlo así, a otro nivel. A veces, uno muy parecido a la hibernación emocional.

Este momento requiere de un esfuerzo de paciencia y optimismo por parte de la pareja para convertirlo en una anécdota que pasará a la memoria de una vida compartida. Cuando los nevios de la nueva situación, el cansancio de los exigentes horarios del principio, y las tensiones de la nueva configuración familiar dan paso a la rutina, la vida comenzará a fluir por nuevos cauces.

Es ahí cuando la pareja debe encontrar otros momentos de encuentro distintos a los que tenían, otras formas de ocio, otras maneras de ser dos, en el conjunto de tres.

En la maternidad-paternidad adoptiva concurren además otro tipo de factores que lo hacen, si cabe, aún más complicado. Cuando la adopción se culmina, en muchas ocasiones, los padres y madres se encuentran en un estado emocional de desgaste. Además de la larga espera y los vaivenes que ello conlleva, en adopción hay que afrontar largos y a veces, atemorizantes viajes que ponen a prueba los recursos personales de los padres y madres. Los nervios de los participantes no suelen estar en su mejor momento cuando el hijo soñado llega por fin.

Al volver a casa, la realidad se impone. Ahora, no tendremos que abordar la necesidades logísticas que un recién nacido trae consigo. Sin embargo, tendremos que tratar de descifrar y atender las que una persona con entidad propia y definida nos presentará, a veces, de forma inesperada. Hay que reconocer en el desconocido que llega, a nuestro hijo, el que lo será para siempre. Hay que conciliar el sueño con lo real. Todo un desarrollo que hay que vivir individualmente como padre y como madre. Pero que además, hay que vivir también en pareja, como progenitores y responsables de ese hijo desconocido.

Aquí pueden aparecer emociones de todo tipo. Se habla de la depresión post-adopción, igual que se habla de la depresión post-parto. En ambas situaciones, hay una dificultad para conciliar lo que tenemos con lo que deseábamos. Se produce una ruptura entre lo que imaginábamos que tendríamos al conseguir nuestro objetivo de ser madres, y lo que finalmente tenemos. No cabe duda de que, en el caso de la maternidad biológica, hay una serie de cambios hormonales que colaboran de forma importante a los vaivenes emocionales de la madre. Pero en ambos casos, la tensión, la fatiga mental y el estrés pueden ser igualmente responsables de esta situación.

Sin embargo, al contrario que en la biológica, la depresión post-adopción puede afectar a los dos progenitores. Es decir, la sensación de desmotivación, de desilusión, de decepción o de desolación puede invadir a cualquiera de los dos padres.

Este puede ser el primer escollo que, como padres, tenga que enfrentar la pareja adoptante.

Y aquí aparecerán de forma reveladora, los elementos de sustentación que la pareja haya creado hasta ese momento: el diálogo, la comprensión, la empatía, la capacidad de perdonar, la aceptación de los límites del otro y sobre todo, el amor. Todos estos, son los ladrillos con los que se cimenta el edificio familiar. Unos cimientos sobre los que debe apoyarse la vida en común de todos los miembros de la familia.

He mencionado de forma somera, el tema de una posible depresión post, simplemente para ilustrar cómo la paternidad puede partir de un difícil momento. Pero en realidad, durante toda la vida, ser madre o padre, nos enfrentará a la necesidad de construir juntos, en pareja. Cada fase de la infancia nos hará redefinir nuestras estrategias, nos obligará a buscar nuevos caminos, nos impulsará a tender nuevos puentes. Y no siempre será fácil.

Antes de tener hijos, es bastante normal, considerarse un padre capacitado y tranquilo. DEspués de tener hijos, es bastante común, descubrirse a veces, hablando igual que lo hicieron nuestras madres o abuelas. ¡Horror! Quién nos iba a decir que acabaríamos con un "porque yo lo digo", en la boca, por ejemplo. Y si ya nos cuesta conciliar nuestra imagen a priori de nosotras mismas como madres, con la que la realidad nos devuelve, más difícil puede ser, enfrentar la que esperábamos de nuestras parejas, con la que realmente tenemos en ocasiones.

En toda familia hay colinas y llanos. Y cuando nos toca subir una colina hay que tratar siempre de recordar que, detrás de nosotras, hay otras personas que suben también la misma cuesta y a las que, seguramente también les está suponiendo un esfuerzo.

La diferencia de criterio y de forma educativa es uno de los grandes problemas que pueden surgir en la pareja. Como ya he mencionado, estas divergencias en la forma de afrontar la paternidad no quedan de manifiesto hasta el momento de la verdad. Ante la teoría, es común que los padres y madres crean y manifiesten estar a favor de una forma educativa democrática, dialogante y paciente. Sin embargo, en la práctica esta postura puede resultar no ser la que se lleva a cabo. O justamente al contrario.

Si uno de los miembros de la pareja se siente defraudado ante el cambio del otro, surgirán los problemas. También puede ocurrir que uno de los padres sienta que la forma educativa del otro interfiere con la suya propia, o que, directamente, no es la correcta.

Ante estas situaciones la pareja tiene que hacer un esfuerzo para reiniciar la relación, igual que se reinicia un ordenador. Hay que dejar atrás las ideas preconcebidas y analizar tranquilamente la nueva situación. Un reto en el que hay que evitar reproches, acusaciones o maniqueismos que no llevarán más que a enquistar los problemas.

Lo importante no es compartir exactamente la forma de educar, sino mantener unos criterios básicos comunes: límites respecto a los niños, normas generales a transmitir, premios y consecuencias que ambos miembros tienen que consencuar y llevar a cabo.

El estilo educativo, en cambio, será el que la personalidad de cada uno determine. Pero tanto si la fórmula es más autoritaria, más democrática o alguna otra, lo fundamental es la coherencia.

Aquí aparecen también los límites personales que cada uno debería poner sobre la mesa: una madre suave y cariñosa, no soportará un estilo demasiado riguroso o exigente. Y quizá un padre controlador, no pueda sobrellevar un trato demasiado laxo con sus hijos. Encontrar un punto intermedio en el que el respeto a los niños y a sus necesidades afectivas sea lo más importante es imprescindible.

Al final, solo hay un indicador de que las cosas funcionan: unos niños felices y una familia que disfruta junta. Cuando ese termómetro está lleno, es que las cosas se están haciendo, indiscutiblemente bien.

jueves, 11 de agosto de 2011

Un cuento

Muchas veces nos desesperamos porque las cosas no funcionan como quisiéramos. Con nuestros niños, con nuestra pareja, con la familia...con nuestros afectos. Pensamos una y mil veces porqué nuestras recetas para la armonía no funcionan. Porqué los niños se enfadan, o nuestra pareja no parece satisfecha, o nuestros padres se lamentan. Y nos sentimos incomprendidas o frustradas porque realmente no recibimos el resultado que esperamos a tanto desvelo.

Y se me ocurre que quizás, solo quizás, a veces tratamos de vestir a los demás con los trajes que llevamos nosotras. Ajustando los sentimientos ajenos a la medida de los nuestros. Pidiendo a nuestros niños que lo que les damos, les siente como creemos que nos sentaría a nosotras, olvidando o ignorando, que cada corazón tiene su talla y raramente hay dos tallas iguales.

Quizás ahí esté a veces, un escollo escondido que no acertamos a vislumbrar.

Pensando en eso, he escrito un pequeño cuento. Espero que os guste. Y os haga pensar.


Cómo cuidar una planta


Había una vez un hombre que tenía una planta. Cada día la regaba regularmente, con constancia y método. Pero la plantita, en lugar de crecer frondosa y verde, iba perdiendo poco a poco su exhuberancia. El hombre consultó su enciclopedia. Aprendió la cantidad exacta de agua que la plantita necesitaba cada día, en centímetros cúbicos y en mililitros. Pero la plantita no mejoraba. Se mustiaba poco a poco, sola en su tiesto. El hombre navegó por los foros de internet y cambió a la plantita a una maceta mayor, para darle su espacio. Pero esa mañana, una hoja se desprendió del tallo y cayó. El hombre, perplejo, veía como la plantita se mustiaba cada día más. Y, tras meditarlo detenidamente, decidió que necesitaba sol. La colocó frente a una ventana. Y la plantita perdió dos hojas más. Finalmente, se compró un barómetro y calculó la cantidad exacta de agua que la plantita necesitaba según la humedad ambiental. Pero era inútil: se marchitaba ante sus ojos.


Un día su hija pequeña se detuvo un momento delante de la planta. Miró sus hojas arrugadas, vio sus tallos desmayados, reparó en sus bordes amarillentos. La observó durante largo rato sin hacer ni decir nada. Plantada como si también ella estuviera en un tiesto. Cuando terminó de mirar, se encaramó a la encimera de la cocina. Con sus manos cortas abrió el grifo y llenó su regadera de juguete. Después, regó a la planta suavemente. El padre se alarmó al verla y le preguntó:

-¿Pero qué haces?
-Regarla. Tiene sed.
-Eso es imposible. ¿Porqué lo piensas?
-No lo pienso yo. Lo piensa ella. Y eso es lo que cuenta ¿A que si, papá?

Y así fue, cómo aquella plantita que no sabía de barómetros ni de leyes de cultivo, recibió al fin el agua que tanto estaba necesitando.

lunes, 11 de julio de 2011

La curiosidad ajena.

El otro día paseaba con mi hija por la ciudad. Estaba preciosa, sonriente y alegre. Y eso atraía muchas miradas, como suele ser habitual con los niños pequeños. Más, si además, son sociables, reclaman la atención ajena con su charla a media lengua...y son de una raza diferente a la de su madre.

La mayor parte de las ocasiones, se trataba solo de comentarios casuales y amables, como los que cualquier madre escucha cuando pasea con su bebé. Aunque, en muchas ocasiones, se notaba que tras la frase amable, se quedaban ganas de preguntar. Pero lo que no se dice, no molesta.

En uno de los comercios, yo me dedicaba a curiosear, buscando una cartera bonita entre las muchas que había. A mi lado, la pequeña cotorreaba para sí misma, mirando los objetos que tenía cerca, observando a los otros compradores. De pronto, una mujer entabló con nosotras este diálogo:

-Huy no...gracias pero yo no soy tu mamá...

Me vuelvo, extrañada, porque no es propio de mi hija a estas alturas, confundirse de mamá.

-Es que la pobre se ha confundido-me dice la mujer.
-¿Dónde está mami, cariño?-le pregunto yo a mi hija.
Y ella, con una sonrisa divertida, me coge la mano y dice:
-¡¡aquí!!

Yo sonrío, y me vuelvo a mis carteras. Pero la mujer ya se había lanzado a este tipo de comunicación indigesta.

-Qué mona es ¿no? Pero qué mona.

Sonrisa distraída por mi parte.

-Si, es muy guapa, gracias.
-Pero...-y miraba a la niña- Pero...

La miro expectante (es un decir, ya se la habían rotulado en la frente las preguntas que tenía que lanzarme).

-Pero...´¿de dónde es?...

La gran pregunta. Habitualmente no tengo ningún problema en decir la procedencia de mi hija. Pero esa persona en particular me estaba resultando muy inquisitiva. Le resultaba indiferente que yo no estuviera por la conversación, que siguiera mirando carteras. Ella tenía previsto conseguir la información a cualquier precio. Viendo que no estaba dispuesta a soltar su presa, me volví y sonriendo pregunté a mi hija:

-¿De dónde eres hija?- Y ella contestó:
-De España.

Pues eso. Nueva sonrisa mía y me vuelvo a las carteras, que seguían siendo muchas y muy bonitas. Sin embargo, para la curiosa mujer no era bastante respuesta y volvió a la carga.

-Perooooo...-miraba a la niña entre palabra y palabra, como si le hubieran crecido champoñones en la nariz- Es de otra raza... ¿no?
-Pues si, señora, es asiática.

Un silencio breve mientras yo seguía a lo mío, aunque reconozco que no estaba concentrada presicamente en escoger cartera.

-Ya, claro...la tienes adoptada ¿verdad?

¡La tienes adoptada! Me sonó a esas frases de tipo:" la tiene recogida", como se usaba antes para describir un acto de caridad.

-Mire señora, esta es mi hija, y ya está.

La señora me cerraba el paso, así que me ví obligada a tratar de evitar su atención volviéndome de nuevo al stand en el que buscaba. Pero, su curiosidad era insaciable.

-Ya, ya...¿y... tienes más hijos?

Definitivamente, las carteras habían dejado de ser interesantes. Como pude, di la vuelta con la sillita de la niña.

-Perdone, pero tengo cosas que hacer.

Me marché molesta. Me sentí invadida y expuesta. Obligada a compartir información personal con alguien ajeno totalmente a mi. Había tratado de contener la conversación pero no le conseguí. Y me quedó una molesta sensación de vulneración.

Ya sabemos que esto es parte de nuestra vida diaria. Y no se trata de algo relacionado con la ocultación de los orígenes de nuestra familia. Normalmente, no tengo problemas a la hora de explicar cómo nos convertimos en una. Es más, me encanta hablar de nuestro prdigioso viaje de búsqueda, de nuestro encuentro.

Es algo que va más allá; algo relacionado directamente con el derecho a la intimidad de cada persona. Es evidente que tenemos la capacidad de negarnos a contar nada y de rechazar estos interrogatorios.

Pero, en esta ocasión, este suceso, me ha hecho colocarme en un nuevo punto de inflexión. Hasta ahora, con la niña pequeñita, estas cosas nos afectaban solo como adultos que pueden sentirse más o menos molestos en un momento dado. Pero según nuestra hija va creciendo, nos encontramos ante un nuevo escenario. Cada vez más, será consciente de la curiosidad que sus rasgos suscitan. Y nosotros, como padres, le iremos transmitiendo determinado tipo de mensajes según reaccionemos ante las intromisiones.

Quizá no queramos que nuestros hijos se sientan constantemente examinados, y se vean habitualmente obligados a explicar o a escuchar explicaciones sobre lo que les diferencia de otros hijos o de otros amiguitos de su entorno. Pero ¿qué entenderán ellos si perciben que de alguna manera, nos violenta que nos pregunten por su adopción o sus rasgos? Los niños son especialistas en traducir el lenguaje corporal y emocional de los adultos. Son especialmente sensibles a estos detalles que emanamos en la comunicación con otras personas. Aunque nuestro objetivo, cuando cortemos la curiosidad de otras personas, sea mantener nuestra intimidad a salvo, los pequeños pueden creer que hay algo negativo en el tema adoptivo, y por ende, en su propia identidad.

Seguramente, al crecer, entenderán por si mismos y reclamarán, su derecho a no ser interrogados, a no exponer su vida ante propios y ajenos. Pero de momento, cuando son aún confiados, cuando toda sonrisa ajena les parece un regalo, cuando todo adulto amable puede ser incorporado rapidamente a su círculo social, percibir nuestra tensión o nuestro rechazo ante las preguntas incómodas puede ser malinterpretado.

Llegados a este punto, creo que es importante realizar en casa un trabajo de capacitación personal. Visualizar las situaciones que queremos rechazar, imaginar cómo nos hacen sentir y desarrollar respuestas adecuadas a las mismas con anticipación nos dotará de herramientas para enfrentarnos a estos momentos. No se trata de convertirnos en expertos en enfrentamientos, sino todo lo contrario. Lo ideal sería conseguir un pequeño repertorio de frases que nos permitan salir airosas del acoso inesperado de personas sin educación ni sensibilidad. Quizá en el momento, nos cuesta más improvisar una respuesta que no complique más aún la situación. Pero tener preparada una salida airosa puede ayudarnos a evitar un exceso de agresividad, o al contrario, a aguantar el abuso sin saber cómo evitarlo.

Cuando nuestros hijos crezcan, lo harán incorporando ellos también esta forma de afrontar las situaciones que les van a suceder a menudo.

En nuestras repuestas tenemos que ser capaces de reclamar respeto, sin negar de ninguna manera nuestro especial origen familiar. Una tarea complicada en la que afanarnos una vez más.

Y yo me pregunto ¿qué es lo que hace pensar a los demás que tienen derecho a saber? La respuesta es la diferencia. Cualquier aspecto que nos haga distintos de la mayoría, nos colocará siempre en el punto de mira de cierto tipo de personas. Seremos el foco de atención de aquellos que nadan en la homogeneidad, que no comprenden nada más allá de sus propios límites personales.

Y aún así...¡bendita nuestra diferencia!

domingo, 26 de junio de 2011

Lo normal.

Lo normal. Ese aceite que se destila sobre las cosas cotidianas de la vida y las hace fluir de forma inconsciente, sin ruido, sin roces. Lo normal es eso que uno no advierte en los pequeños detalles de la vida, lo que los vuelve invisibles, ligeros...Lo normal es como el aire que nos envuelve. Nos nutrimos de él, apenas lo percibimos, pero si desaparece...nos asfixiamos.

Y sin embargo,cuántas veces lo normal se vuelve un acontecimiento. Los padres adoptivos lo sabemos bien.

Habitualmente, vivimos rodeados de padres y madres con hijos, en su mayor parte biológicos. Conocemos los entresijos que implica ser padres, las malas noches, las primeras sonrisas, el primer diente, las primeras palabras... Hemos crecido empapándonos de los rituales que acompañan a la formación de las relaciones entre padres e hijos. Hemos visto a las madres sostener a sus bebés con ese bamboleo distraído para tranquilizarles mientras charlaban con nosotros. Hemos visto a las abuelas canturrear en sus cunas o en sus brazos a los nietos para calmarles. Hemos visto a los pequeños refugiarse en el regazo seguro de sus madres, huyendo de un rostro extraño, hemos sabido de noches en vela con los niños en brazos por una extraña fiebre que solo la madre podía consolar...

Hemos sido testigos de los lazos que se trenzaban de forma imperceptible pero sólida entre los bebés y sus familias.

Pero ¿qué pasa cuando no se empieza desde cero? ¿qué pasa con todo esto que hemos aprendido, que hemos visto funcionar a la perfección en otras familias? ¿nos sirve también?

Tengo que decir, que en muchos casos, no. Si bien es cierto que la palabra normal puede denotar una cierta diferencia negativa para nosotros, en realidad la he utilizado conscientemente, porque creo que explica bien una necesidad que a veces aparece en nuestra vida como madres adoptivas. Luchamos desde el minuto menos uno, porque antes de que nuestros hijos existieran, en muchos casos, ya les estábamos buscando. Luchamos para llegar a ellos, para traerles a casa, para ser los padres que necesitan. Luchamos para integrarles en el clan, para llenar sus huecos, para curar sus heridas. Luchamos contra la incomprensión, contra el juicio ajeno, contra la indiferencia. Luchamos cada día, por demasiadas cosas, durante demasiado tiempo. Y un día, de repente, descubres que la normalidad es como un pájaro asustado que nos revolotea por encima sin acabar de posarse en nuestra vida.

Lo normal es sentirse bien. Es no sentirse sometido a escrutinio constantemente. Es mirar a nuestros niños y no ver nada más que a nuestros hijos. Es organizar nuestra vida sin sentir que es algo fuera de lo común. Pero eso, estoy segura, empieza desde dentro.


"DE verdad, estaba cansada de que me mirasen por la calle cada vez que salíamos de paseo. De que todo el mundo me preguntase de dónde es la niña, que cómo me dió por ahí, que si no puedo parir a mis propios hijos...Llegó un momento en que ya, todo el que me miraba me parecía que estaba pensando lo mismo. Me volví paranoica. No era capaz de sentirme una madre más, una madre normal."

"Los meses pasaban y el niño seguía igual. Cada vez que se caía, o se hacía daño o se asustaba, rechazaba mi consuelo. O se consolaba solito, o se abrazaba al primero que pasaba. Cuando lo veía llorar con un gran chichón, en brazos del cartero, me sentía muy lejos de verme como una madre normal".


"La niña era terriblemente desconfiada. Y no me refiero a los primeros meses. Incluso después del primer año en casa, seguía gritando cuando queríamos cogerle el plato para enfriarle la sopa, por ejemplo. Sus ataques de ira eran terribles. No se comportaba con normalidad en la mesa, era ansiosa y exigente. Y tenía que controlarlo todo. Era muy difícil para todos."


No estamos hablando de grandes problemas. No se trata en este momento, de terribles traumas insolucionables, ni de tremendos casos de adopciones fallidas. Pero las pequeñas cosas cotidianas que se atascan a veces, en el proceso de construcción de las familias, pueden hacer la vida diaria muy difícil. No en vano, en los detalles se reconoce el valor de las cosas importantes.

Y sin embargo, la mayoría de esas piedras en nuestro camino se irán puliendo poco a poco, con el paso del tiempo.


"Creía que nunca llegaríamos a estar así. Tras dieciocho meses de tropezones y decepciones, pensaba que tenía que asumir que esta iba a ser mi vida para siempre. Yo sentía que la niña no me quería como a una madre. Lo sentía a cada paso, en cada detalle: en la guardería donde me cerraba la puerta al llegar desde el primer día y lloraba cuando me oía llegar a buscarla. En sus pequeños accidentes, cuando gritaba para que no la cogiese en brazos. En sus pesadillas, cuando no podía siquiera acercarme a consolarla y me quedaba sentada en su cama, angustiada e inútil. En la mesa, cuando no me permitía ayudarla ni con la sopa, que no llegaba nunca a su boca. En sus besos ausentes, tan escasos. En mi regazo siempre vacío sin ella, que no soportaba más de un segundo de contacto...Era una niña alegre y simpática. Todo el mundo la quería y decía lo cariñosa que era. Pero yo vivía sintiendo que todo era frágil, superficial. Que yo para ella, era una más. Otra cuidadora.
Un día, de repente, algo cambió. No sé muy bien porqué. Quizá un trabajo que me mantuvo fuera de casa muchas horas, haciendo que nos viéramos muy poco durante un mes. El caso es que de pronto, fue como si un velo se cayese al fin entre nosotras. Y ahora, cuando llora de noche y acudo a su cama, aún con miedo, la levanto y la abrazo mientras se acurruca satisfecha en mis brazos. Soy el bálsamo de sus pupas de niñita, la que prueba el puré para que no queme, la que recibe un besito de puntillas cuando aún duerme, la que se acurruca junto a ella para ver una novela, la que le canta nanas para dormir, la mano a la que se aferra cuando se cae...Soy su Madre. Con mayúsculas. Al fin. Ahora es mía y yo soy definitivamente, suya. Parece lo más normal, pero dios mío, cuándo nos ha costado."


Conseguir los gestos cotidianos que nos dan tranquilidad, que nos hacen sentir cómodos, en familia, no es siempre sencillo. CAda familia tiene sus propios rituales, su particular forma de ver la vida. Nuestros hijos también tienen los suyos propios. Ajenos a nosotros, como los nuestros les son ajenos a ellos. Y no hace falta que sean mayores. Incluso los bebés tienen sus protocolos. Desgraciadamente no los conocemos. Pero poco a poco, iremos construyendo unos en común. Los que se convertirán en nuestras herramientas de familia. Los que harán que todo fluya con normalidad. Pero todo lleva su tiempo y construir un universo propio, de manera especial.
Aprender cómo amarnos de forma adecuada, en el sentido de que este amor funcione en las dos direcciones, es el camino a la normalidad que, tarde o temprano, llegará.


Lo normal, a veces es tan valioso, como el precio de la simple y sencilla felicidad.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El hijo soñado

La adopción, como cualquier otra vía para la maternidad, empieza por un deseo. Un sentimiento que será el motor que impulse todo el proceso. Se podría creer, a primer pensamiento, que este deseo es evidentemente, el de ser madre. Pero no. El uiverso emocional humano, en su amplitud, se refleja también en este tema. A veces, otros deseos se imponen: el deseo de ser perpetuado, el de sentirse arropado en la vejez, el de dar un hermano o hermana a otro hijo, el de tener alguien que herede los bienes, el de consolidar una pareja, el de integrarse en el ámbito de las familias con hijos... El espectro es inmenso.

Pero ¿son todos estos deseos los más idóneos para poner en marcha una adopción? O más aún, ¿para tener un hijo? Evidentemente, este es un tema que corresponde a los más profundos e íntimos de los recodos del pensamiento de cada familia. Sin embargo, este es uno de los temas más importantes a la hora de conseguir el anhelado certificado de idoneidad.

Aunque, realmente, no son muchos los casos de expedientes rechazados en España, este es uno de los motivos que a veces concurren en la denegación de la idoneidad.

Dejando de lado otras consideraciones, creo que la búsqueda de un hijo, a través de cualquier vía, debe tener de forma clara y nítida un sentimiento guía: el amor por un hijo que aún no está. Los niños no pueden llegar a nosotros a cubrir nuestros huecos, en ningún sentido. Los niños no son pegamento para las parejas, no son enfermeros de nuestras senilidad futura, no son los responsables de perpetuar nuestro apellido. Los niños son personas independientes de nuestra propia entidad, que crecerán libres y forjarán su propio destino. Y nosotros, caminaremos a su lado, llevándoles la mochila que la vida les de, ayudándoles a conseguirlo.

Todo esto, viene a colación de un tema que me parece fundamental y que siempre debería reflexionarse con detenimiento antes de llegar a la adopción. Se trata de definir con toda claridad y honestidad, ante nosotros mismos, cuál es realmente nuestro deseo al adoptar. Y ya no me refiero a lo que acabo de mencionar, sino más bien a lo que se refiere a nuestra idea personal de maternidad o paterninad. ¿A quién estamos esperando?

Cuando comenzamos la adopción, todos tenemos una idea más o menos clara en este sentido. La mayoría de los padres persiguen el sueño de un bebé. Muchos de ellos, tienen ya decidido el sexo que esperan que tenga. Otros sin embargo, buscan un niño mayor.

Pero cuando el camino empieza, la inestabilidad de los procesos lleva a veces a situaciones en las que todo deseo, toda decisión en este sentido, quedan relegadas al cajón de las cosas sin importancia. Cuando el proceso se vuelve incierto, cuando las familias que esperan comienzan a temer que sus expedientes se encontrarán con el cierre repentino del pais de destino, o un cambio inesperado en los requisitos que les dejaría fuera, o van viendo como el tiempo se estira haciendo que sus edades rocen los límites máximos permitidos...la prioridad se va volviendo llegar a los niños, sin edades, sin sexos...

En principio, este es el punto de partida más saludable y probablemente más generoso que se podría tener desde el inicio. Adoptar un ser humano, independientemente de su sexo, raza o edad.

La adopción no puede ser un mercado creado a la medida de los padres necesitados. No está, ni debería estar nunca, creada para satisfacer las demandas de los adultos. La adopción es una vía de encuentro entre dos necesidades. Es un camino creado para recorrer a medias, ofreciéndonos y recibiendo.


Y sin embargo, hay algo muy importante que las personas que emprenden este camino deberían tener muy en cuenta. Cuando el deseo de tener un hijo está muy focalizado en algo concreto, hay que reflexionar muy bien sobre qué es lo que nos mueve, y qué profundidad tiene este deseo.

Iré al grano.

"Siempre deseé tener un bebé. Me imaginaba meciéndole, acariciando esos pequeños piececitos, dándole el biberón, paseándole en su carrito... Pero cuando por fin, después de una interminable espera, me llegó el momento, me asignaron un niño de casi tres años. Ni me lo pensé. Tenía demasiado miedo de que las cosas se truncaran como para poner pegas. Cuando lo conocí, me pareció un niño maravilloso. Y ya en casa, todo el munco coincidía en lo afortunda que era de tenerlo. Sin embargo, reconozco que durante mucho tiempo, me costó sentirlo como mío. Y creo que la mayor barrera ha sido la pena que me ha quedado de no tener mi bebé soñado. Ahora, con el tiempo, mi pena ha cambiado y lo que me duele es no haberle tenido a él cuando era un bebé y ya me necesitaba".


"Queríamos una niña. Era nuestra ilusión. Los dos procedemos de una familia de varones y soñábamos con la niña todo el tiempo. Pero la niña no llegó. Y aunque no cambiaría a mi hijo por nadie en el mundo, sigo teniendo ese deseo incumplido. Un penita por dentro que no se me acaba de quitar."


"Empezamos la adopción con una edad en la que ya no nos veíamos con fuerzas para emprender la paternidad desde el principio. Habíamos pensado en adoptar un niño mayor, al menos de cuatro años. Queríamos poder viajar con él, porque nuestra familia siempre se está moviendo, y disfrutarle de forma activa desde el principio. Pero, mira por dónde, nos tocó un bebé chiquitín. Al principio nos entró el pánico. No teníamos logística adecuada, ni material ni mental. Pero hubo que adaptarse. Ha sido duro y nos preguntamos ¿cómo es posible que con tantas familias que esperan bebés nos hayan asignado uno a nosotros, que esperábamos un niño grande? Otra de las incógnitas que quedarán sin resolver. Por suerte, nuestro hijo lo compensa todo...¡hasta las noches en vela y los pañales!".


Cuando los hijos que llegan no responden al deseo original de la pareja, hay un proceso inevitable que hay que vivir: el duelo por el sueño perdido. En mayor o menor medida, hay que ir despidiéndose del hijo soñado para concentrarse en el que realmente viene. Él tiempo que esto lleve, dependerá del arraigo de ese deseo. Si se ha conseguido separar la idea de maternidad, de un modelo de hijo concreto (bebé, mayor, niña, niño...) esto no será un problema. Pero si se tiene asociado puede ser difícil para la persona que debe renunciar. Hacer un profundo examen de uno mismo antes de enfrentarse a esto, es por ello muy importante. Reconocer nuestros límites es probablemente la actitud más justa para nosotros y para nuestros hijos.

Cada niño merece ser el sueño de sus padres. Y para eso, cada madre y cada padre, debe abrir al máximo su corazón, para hacerle capaz de acoger los sueños más diversos.

viernes, 29 de abril de 2011

El niño real

Tú no eres quien yo necesito que seas.
Tú no eres el que fuiste.
Tú no eres como a mí me conviene.
Tú no eres como yo quiero.
Tú eres, como eres.


Jorge Bucay. Cuentos para pensar.

Cuando los hijos llegan todo un cataclismo se produce en nuestras vidas. Nuestras existencias sufren cambios definitivos, giros violentos hacia otras formas de existencia. Entramos en crisis, en el sentido profundo del término: cambio. Y eso conlleva muchos ajustes personales.

Sin embargo, la motivación emocional y sentimental suele ser lo suficientemente grande como para lubricar ese giro de forma que se produzca de forma suave y fluida. Al menos, la mayor parte del tiempo. El resto, es el paso de los días, de la vida, el que va haciendo que las cosas que llegaron como nuevas, con sus nuevas exigencias y demandas, se conviertan en antíguas, conocidas e integradas de forma natural.

Pero hoy, de la mano de Jorge Bucay quisiera hablar de un momento fundamental en el nacimiento de una familia. El reconocimiento del hijo real.

Esto es algo que ocurre de la misma manera en las familias biológicas y adoptivas. Algo, que puede sueceder en diferentes momentos de la vida, del crecimiento de los niños, de la evolución personal de los padres.

Cuando esperamos a nuestros hijos, independientemente del camino escogido para llegar a ellos, creamos en nuestra mente todo un universo de ilusiones, expectativas, emociones, esperanza. Un molde demasiado complejo para que nadie pueda encajar perfectamente en él. Incluso si sabemos, si somos conscientes de que quien llegue será un ser complejo con sus lados y claroscuros, con sus aristas y sus colinas, alojamos también la esperanza de que nuestro hijo nos hará felices, nos aportará una serie de emociones positivas que emanan de las ilusiones que tenemos creadas.

¡qué enorme responsabilidad para los pequeños que llegan!


Sin embargo, la vida se va ocupando de sustituir poco a poco el modelo imaginado por el modelo real.

Esto ocurre siempre. En mayor o menor medida. Pero este cambio no tiene porque suponer una decepción. Es un paso imprescindible en la creación y consolidación de las relaciones verdaderas entre padres e hijos. La aceptación y el reconocimiento de nuestros hijos tal como son, con sus defectos y virtudes, incluso con los que quizá les alejen de lo que fueron nuestras espectativas es un hito insustituíble en la formación de los lazos familiares sólidos y verdaderos.

Cuando el bebé llega a casa suele ser sencillo sentirse orgulloso de él. Pequeñito y frágil, mostrando parecidos más o menos dudosos, dejándose querer y solicitando cuidados simples y entrega absoluta, es un ser desvalido que mueve a protección de forma automática. Es una reacción atávica.

Es difícil que un bebé sano pueda decepcionar a sus padres. pero con el crecimiento, los padres irán descubriendo realmente quien es la nueva persona que ha llegado a su hogar. El carácter, el temperamento, la habilidad, la inteligencia y otros rasgos se van desempaquetando y dejándose ver. Y a veces, los descubrimientos no son muy positivos.

"Mi marido siempre soñaba con un chico con el que compartir sus aficiones. Se moría por tener un hijo con el que jugar a fútbol, salir a pescar, ver partidos...Y resulta que Luis es totalmente distinto a él. No le gustan los deportes, es tranquilo y apacible y prefiere leer a ver la tele. Se quieren con locura, pero mi marido tuvo que aprender a respetar que el niño no es como él esperaba. A veces me pregunto si mi hijo también sentirá que su padre no es como a él le hubiera gustado..."

"Cuando mi hija era pequeñita era tan bonita que me paraban por la calle a fecititarme. Era una bebé tranquilita, que comía de todo y dormía de un tirón. Me sentía muy orgullosa de ella. Cuando cumplió dos años, sin embargo, todo cambió. Seguía siendo preciosa, pero pegaba a todos los niños que tenían el infortunio de caer en su área de acción. Un día me sorprendí a mí misma pensado en lo mucho que la quería y lo poquito que me gustaba en ese momento. Por suerte, la racha pegona duró poco y nunca más me he vuelto a sentir así."



Estos sentimientos, como tantos otros que vamos viviendo los padres adoptivos, pueden aparecer de forma más repentina o acusada en las nuevas familias. Los niños llegan grandes a casa. No tienen con nosotros, parecidos reales o supuestos en los que parapetarse del escrutinio físico (una terrible nariz, se asume más fácil tras la frase: ha sacado tu nariz. Un mal carácter: tienes el genio de tu madre).

Y en ocasiones, sus comportamientos nos resultan totalmente ajenos. Normalmente en las familias hay patrones de comportamiento que se van inculcando desde que se nace. Cuando eso no ha ocurrido, a veces, nuestros hijos llegan con otro repertorio de actitudes, a veces desagradables y extrañas. Como en casi todo en la adopción, básicamente es lo mismo, pero más deprisa, más intenso y más desconcertante.

Cuando los rasgos o los comportamientos indeseados o incomprendidos por nosotros aparecen, puede haber un momentos de sorpresa y decepción en los padres. De repente, nuestro hijo adorado no nos gusta. O eso es lo que creemos sentir. En realidad, lo que no nos gusta es el comportamiento o actitud en concreto. Discernir con claridad ese matiz es probablemente una de las tareas más importantes en la labor educativa de los padres. Nuestros hijos son mucho más que su comportamiento, más que su carácter o su coeficiente intelectual. Cuando un niño se porta mal, es su comportamiento el que nos decepciona, no él.

Saber diferenciar la esencia de nuestro hijo de su comportamiento nos permitirá seguir fieles a nuestra sensación de orgullo con respecto de él, incluso en los momentos más complicados de la educación.

El otro día, en una serie de televisión, una madre y una hija norteamericanas tenían un diálogo demoledor. La hija preguntaba a su madre acerca de su diferencia de trato respecto de ella y su hermana. Y la madre, una mujer retratada de forma dura y seca, contestaba: es que ella me cae mejor.

Esta frase me ha hecho pensar. ¿Podemos llegar a sentir que nuestros hijos nos caen mal? DEbo decir que, independientemente de lo que en este post quiero explicar, acerca de la realidad de nuestros hijos, estoy convencida de que esto no es posible cuando hablamos de familias normalizadas. Cuando se quiere a un hijo se le aprende de memoria. Se bucéa en su interior con todo el respeto y el cariño de un tesoro por descubrir. Se le asume y se le reconoce con todos sus matices. Y todo eso se envuelve de forma segura en un paquete de amor incondicional. Nunca podrá caerte mal tu hijo, igual que nunca te cayeron mal tus padres. Quizá tengas que enfrentarse a actitudes que no te gusten, costumbres que aborrecerías, quien sabe... Pero siempre será todo mucho más fuerte, mucho más profundo, mucho más incondicional.


Y un pequeño apunte más. Ocurre algo mágico con esto del amor. ¿Y quien no ha sentido que sus niños son los más maravillosos? ¿Quién no es capaz de mirarlos con los ojos enamorados del que solo sabe ver el lado brillante de la vida?

Había una vez un campesino gordo y feo
que se había enamorado, como no,
de una princesa hermosa y rubia...
Un día, la princesa-vaya usted a saber porqué-
dió un beso al feo y gordo campesino...
y mágicamente, éste se transformó
en un apuesto y esbelto príncipe.
(por lo menos así lo veía ella...)
(Por lo menos así lo sentía él)

(Jorge Bucay. Cartas para Claudia. RBA.2005)

miércoles, 13 de abril de 2011

El sueño.



Un momento crítico a la hora del día a día con los niños es el del sueño. En él salen a relucir todo tipo de desajustes, manías, costumbres inesperadas.... Pero en el caso de los niños adoptados, pueden aparecer con mayor intensidad o de forma menos convencional.

La cuestión primordial es que nosotros, como padres recientes de nuestros hijos, carecemos de una información fundamental para poder gestionar adecuadamente estos momentos. No sabemos qué tipo de rutinas seguían en su vida anterior, si dormían solos o compartían cama o cuna con otros niños. si tenían algún objeto de consuelo, un peluche, una mantita...Si había alguna luz de referencia en su cuarto. Si algún adulto acostumbraba a estar presente en el dormitorio mientras conciliaban el sueño. Si había ruidos de fondo o silencio absoluto. Un sinfín de incógnitas que nos impiden ofrecer a los niños una transición paulatina a las nuevas rutinas de sueño.

"Al llegar a casa, el niño estaba muy desorientado en los horarios. Nos habían dicho que les levantaban a las seis de la mañana y les daban de desayunar. Pero claro, esto era my difícil de mantener. Sobre todo porque el chiquillo estaba muy cansado. Durante los primeros tiempos se derpertaba muy temprano y le dábamos un biberón. Después seguía durmiendo. Pero se despertaba con hambre enseguida y luego, otra vez a dormir. Era un caos de horarios. Poco a poco se acostumbró a esperar al biberón del desayuno y se despertaba más descansado y de mejor humor. "

Muchas veces, las rutinas que los niños traen, no están marcadas por las necesidades de los pequeños, sino por la propia organización laboral del orfanato: cambios de turno por ejemplo.

Pero esto son males menores que, generalmente, con el tiempo van desapareciendo sin más problemas, según se van acostumbrando a los nuevos horarios.

Bastante más difícil es la reacción de algunos niños a la hora de dormir.

"Cuando la niña llegó no quería dormir. La llevábamos a la cuna cuando estaba ya muy cansada, creando rutinas, con un ambiente alegre y relajado. Pero daba igual. En cuanto se veía en la cuna se incorporaba agarrada a los barrotes gritando como si el colchón fuera de pinchos. Incluso, frustrada si no la levantábamos, se lanzaba de espaldas chocando con los barrotes. En ese momento, agradecimos la feliz idea de comprar una cuna con barrotes de seguridad."

Al principio, algunos niños se resisten a la idea de dormir. Esto puesde estar ligado a la hipervigilancia que comentábamos en otro post. O quizá, están disfrutando tanto de su nueva vida, que ningún momento es bueno para dejarlo y ponerse a dormir a solas en una habitación.

Lo que puede complicar aún más las cosas es la falta de hábito de los niños de ser acompañados a dormir. Es decir. Cuando un niño ha nacido con nosotros, desde el principio le hemos enseñado a relajarse en brazos y dejarse dormir tranquilamente. Pero en muchos casos, con los niños adoptados esto no funciona. Cuando no consiguen dormir, no sirve de nada tratar de mecerles y canturrearles nanas en brazos. Ellos no interpretan eso de la forma adecuada y puede incluso general más llantos, furia y nervios.

¿Y qué hacemos entonces cuando nuestro hijo o hija llora desconsolado porque no puede dormir? En estos casos, como se suele decir, cada maestrillo tiene su librillo.

"La niña no quería que la cogiera cuando lloraba en la cuna. Se ponía peor y a mí también me afectaba su tensión. Así que me pasaba las horas sentada al lado de su cuna, al principio sin siquiera tocarla, porque no se dejaba, y luego tocándole una piernita, hablándole suavecito...Así se fue acostumbrando poco a poco a mi. Y con el tiempo , eso, como tantas otras cosas, quedó en el olvido. Hoy duerme estupendamente, dentro de lo estupendamente que un niño pequeño puede dormir, claro".

"Cuando el niño se acostaba, empezaba la batalla. LLoraba tanto y tan alto que te angustiaba. Pero no se dejaba coger, salvo que fuera para dejarle en el suelo y que siguiera jugando, muerto de cansancio. En casa, con nuestros hijos anteriores nunca habíamos usado el Método Estivill. Es más, nos parecía un método cruel y poco empático. Pero con el pequeño, llegó un momento en que decidimos probarlo. Al fin y al cabo, lloraba igualmente aunque tratásemos de consolarlo. Así pues, reloj en mano, empezamos con las entradas y salidas del cuarto que indica el método. El, por supuesto lloraba cada vez más furioso. Pero en cuatro días las cosas cambiaron. De pronto empezó a relajarse y a dejar de llorar. Sus llantos duraban treinta o cuarenta segundos, o sea un par de entradas en su habitación y después se dormía tranquilo. Para nosotros no ha sido fácil hacerlo así, pero por suerte para todos, ha funcionado. Está claro que cada niño tiene su necesidades y las de mi hijo pequeño en ese momento dado, eran saber que no nos íbamos a marchar, que aunque saliéramos del cuarto volvíamos enseguida. Y que cuando volvíamos respetábamos su necesidad de espacio. Ahora es increíble lo bien que duerme. Se acuesta tranquilo y feliz, nos besa y nos desea buenas noches y se queda tan agusto hasta que le vence el sueño. Eso sí, para conciliarlo, necesita que le cerremos la puerta. No le gusta que la dejermos entornada o abierta."

Otro de los aspectos llamativos de las rutinas del sueño que alguos niños tienen son las manías. Como la de autoarrullarse. Se trata de ruidos o movimientos repetitivos que los niños realizan para conciliar el sueño. Algunos pequeños emiten un murmullo más o menos elevado. Otros se mecen de forma suave o incluso muy intensa, girando sobre sí mismos. Otros necesitan tocarse la oreja, el pelo. Y en la mayor parte de los casos, se meten los dedos en la boca.

Todos estos son comportamientos de autoconsuelo. Un síntoma más de lo necesitados que han estado de amor y compañía. Es asombroso ver cómo, cuando van creciendo en el amor y la confianza en su familia, van abandonando, reduciendo o relegando a momentos concretos la mayoría de esas costumbres.

"Nuestra hija se arrullaba a la hora de dormir. Dicho así, puede parecer que no tiene importancia. El problema es que ella comparte habitación con su hermana mayor, de seis años. Y su arrullo iba tomando intensidad a medida que le costaba más dormirse. Y se reproducía a lo largo de la noche en todos los pequeños despertares nocturnos que tenía. Era imposible dormir a su lado. El arrullo era a veces tan alto, que oías el sonido por toda la casa. Por las mañanas andábamos todos como enajenados, del cansancio acumulado. Y no había nada que pudiéramos hacer. La solución llegó sola. Con los meses, aprendió a escuchar una nana, a disfrutar con un cuento leído en la cama por papá o mamá...Y sobre todo, a contar con nosotros cuando se desvelaba sin necesidad de consolarse a sí misma y llenar el vacío con su propia voz. Ya, casi nunca lo hace y si lo hace, ya entiende que no puede hacer ruido y le podemos pedir que deje de hacerlo. Eso también ayuda, la capacidad de comunicarnos al fin de forma natural."

"Mi hija se mece para dormir. Siempre y de forma muy acentuada. Se balancea de lado a lado canturreando. Al principio nos alarmó mucho, pero ahora hemos asumido que es su forma de conciliar el sueño. Tratamos de ir desabituándola acompañádola a dormir un rato, leyéndole o cantándole algo. Pero por el momento, sigue haciéndolo. Por lo demás, es una niña que duerme de un tirón y se despierta siempre de buen humor."

Crear rutinas a la hora de dormir es la base para un buen descanso. Tanto para los padres como para los hijos. Es fácil incurrir en pequeños errores que a la larga pueden resultar un engorro. Sin embargo, el momento de acostarse es probablemente el más dulce del día. Una ocasión para olvidar la prisa y las obligaciones. Con los niños bañados, oliendo a limpito, con la barriguita llena y las mejillas coloradas, es maravilloso acostarse a su lado y compartir un cuento o dos. Y sentir su confianza cuando se acurrucan en nosotros. Cantarles un poquito y recibir en forma de besos, las vitaminas que nos hacen esperar con ilusión el día de mañana.

DEsde mi experiencia personal, creo que lo más importante es ir adaptándose a las necesidades que el niño tenga en cada etapa de su vida. Habrá momentos en que estén más nerviosos y necesiten extra de mimos y que te quedes con ellos hasta que se duerman. Otras veces, cuando las pesadillas atacan con fuerza, no hay nada que sustituya a la cama de papá y mamá.

Pero por lo general, creo que es importante salir de la habitación dejándoles aún despiertos, pero tranquilos; llenos de mimos y con la sonrisa en la cara. Aunque haya que volver las veces que sea necesario para espantar esa sombra que les asusta en la pared, o para poner otro beso más en sus caritas. Esa es la forma de que aprendan a dormir solos. Sabiendo que siguen contando contigo. Sabiendo que solos de verdad, no estarán ya nunca más.

domingo, 10 de abril de 2011

Abrazos que duelen 2

Otro de los comportamientos repetidos con frecuencia en los niños que han vivido fuera de un entorno familiar normalizado, una parte de su vida, es una extraña relación con el contacto físico. Este comportamiento puede dirigirse en cualquiera de los sentidos, es decir, con una búsqueda excesiva de contacto o todo lo contrario.

"Una de las primeras "sorpresas" del comportamiento de nuestra hija desde el momento en que la sacamos el orfanato, fue la incapacidad de relajarse en brazos de mami o papi. Siempre que soñamos con nuestro hijo adoptado, nos vemos abrazándolo, mimándolo, ofreciéndole todo nuestro cariño, en parte para compensar la carencia del mismo hasta ese momento. Sin embargo, nuestra hija parecía incluso ponerse más nerviosa cuando la intentábamos acunar, se movía como una lagartija, mirándolo todo, e incluso lloraba, se pasó prácticamente todo el viaje de vuelta a España sin dormir, no era capaz de relajarse. Eso ha durado bastante, más de un año. Paulatinamente ha ido incluso buscando los brazos de mami o papi y ahora después de dos años en casa parece que este bache está casi superado".

"A nuestro hijo no le molestaba que le cogiéramos en brazos. En el orfanato le levantábamos y le paseábamos en brazos sin problemas. Se sentaba en nuestro regazo para hacer juegos de palmitas y no parecía haber ninguna dificultad. Pero ya en casa nos dimos cuenta de que solo consentía ese contacto de forma utilitaria. Es decir, cuando quería que lo transportásemos, o le alzásemos para ver algo a lo que no llegaba. Si tratábamos de arrullarlo un poquito, o de tenerlo pegadito a nosotros para disfrutar un poco de un rato de cercanía se ponía tenso e incluso acababa llorando, empujándonos, nervioso y ofuscado. En el momento en que le soltábamos, dejaba de llorar. Era desolador. Pasó mucho, mucho tiempo, antes de que fuera capaz de relajarse sn nuestros brazos. Aún hoy, lo hace por poco tiempo. Y aún es incapaz de dormirse en ellos, aunque esté agotado"

Abrazar a nuestros niños, sentirlos entregados con total confianza en nuestro regazo es probablemente, una de la inyecciones de energía amorosa más grandes que se pueden tener. Sin embargo, cuando los niños llegan a casa, a veces, esto que parece tan sencillo se convierte en una quimera.

Muchos niños no tiene problema en la cercanía o el contacto, pero no saben lo que significa buscar refugio, descanso o consuelo en los brazos de los padres. Los primeros tiempos de la adopción pueden transcurrir sin ese premio y eso es muy duro para los padres que durante mucho tiempo han esperado y sufrido por su estos hijos tan deseados y que pueden sentir que no reciben lo que consideramos normalmente, muestras de afecto suficientes para sentirse compensados.

En realidad, puede haber muchísimas causas para este tipo de reacción. DEjando aparte traumas profundos derivados de maltrato o abusos de algún tipo, la mayoría de los pequeños no han tenido la ocasión de disfrutar de la intimidad afectiva que significa tener padre o madre. El contacto amoroso que implica relax y seguridad se aprende desde que se nace. Cuando un bebé llora, es levantado y sostenido en brazos hasta que se calma. ¿Quien no ha visto, oído o vivido esas noches de pasillo adelante y atrás con un bebé inconsolable? Para los agotados padres, esas noches son muy difíciles. Pero para un bebé son un recorrido eficaz hacia la seguridad y la confianza en sus padres. Y desde ese momento, este tipo de gestos son habituales, un ritual cotidiano en la vida de los niños. Así, van creciendo contando con el regazo materno o paterno como refugio último de todas las penas y dolores.

Para nuestros pequeños adoptados, estos gestos pueden no haber llegado nunca, o no haberlo hecho a tiempo o con constancia o suficiente presencia. No en vano, el personal de un orfanato, por muy bien gestionado que esté, trabaja bajo un horario establecido, tiene turnos de entrada y salida y ofrecen su afecto, en los mejores casos, de forma intermitente a demasiados niños y con demasiadas ocupaciones añadidas. No imaginaremos los casos en los que esto ni siquiera es así.

Con todo esto, y mucho más a las espaldas, muchos pequeños no saben qué se espera de ellos en un abrazo. No conocen el placer de abandonarse en él. Son autosuficientes afectivamente hablando, en apariencia, porque en el fondo, tienen un hueco tan grande que harán falta horas y horas de paciencia y entrega para rellenarlo, al menos en parte.

A los padres, después de la sorpresa inicial de ver nuestro cúmulo de mimos y achuchones despreciados sin compasión, nos queda una árdua tarea. Enseñar a nuestros hijos a dejarse querer.

Si son muy pequeños, el momento del biberón es el ideal para ello. Normalmente son autónomos; se lo toman solos y prefieren hacerlo así. Están acostumbrados a controlar incluso ese tema. Sin embargo, pronto aprenden que pueden confiar y comienzan a tomarlo en brazos de la madre o el padre. Así, se produce de forma sutil, la identificación de los brazos de mamá o papá con algo profundamente placentero. Pero a veces, hay que insistir sin desfallecer.

"Cuando le daba el biberón, no lo soltaba. Me miraba con sus ojillos semicerrados y el ceño fruncido, como temiendo que se lo fuera a quitar. Cada noche me ponía a la tarea, pensando en que ella se iría acostumbrando. Pero fue difícil, porque en cuanto terminaba, se incorporaba y se me escurría inmediatamente. Y si trataba de retenerla, cantándole o hablándole. siempre acababa rígida como una tabla, empujándome y rechazándome de nuevo. Fue duro. Y largo. Pero al final lo conseguimos y ahora disfruta como la que más de un achuchón. Eso si, no demasiado largo ni demasiado "atrapante". Pero ya sé que eso no tiene que ver con el amor. Ahora lo sé."

Después, los juegos de regazo son una potente herramienta para el contacto lúdico. Según van creciendo o si ya son más mayorcitos, es una forma de motivar ese contacto. Cuando vemos la tele, cuando leemos o vemos las imágenes de un cuento, la hora del baño que puede ser compartido... Poco a poco, se van acostumbrando a compartir su espacio personal con nosotros.
" Otra de las reacciones "no deseadas" de nuestra hija ha sido lo nerviosa que se ponía tanto en el carrito cuando la sentábamos y la atábamos, como en la sillita del coche. Y esto para una familia viajera, que se desplaza el 80% de los fines de semana, ha llegado a ser muy muy estresante, ya que se pasaba (y se pasa aún algunos viajes) llorando todo el camino. No había manera de calmaría: música, cuentos, historias, darle de la mano, jugar con sus hermanos... "

"Ho hay forma. Desde que llegó, sentarle en la silla de paseo y atarlo para que no se caiga es imposible. Se pone como loco. Al final, para evitar los berrinches le dejamos suelto, pero claro, nerviosos por si se cae. Cosa que ya ha ocurrido más de una vez."

Otro matiz que puede encontrarse en este asunto es el relacionado con el rechazo de los pequeños a sentirse atrapados. A veces, en los orfanatos los niños deben pasar tiempo sujetos de diferentes maneras. A las tronas, a las sillas, a los tacatacas, incluso a las cunas, a veces de formas increíblemente desafortunadas. Puede que esta sea una razón para este rechazo. O quizá simplemente, es lo que decía antes, una falta de costumbre, un rechazo ante una situación en la que pierden el control. En estos casos, los niños pierden los nervios cuando sienten que están sujetos de alguna manera: y un abrazo puede transmitir también eso.



Cuando estas cosas ocurren pueden ser dolorosas para los padres. Sobre todo, porque se está necesitando un poco de ánimo en algunos momentos. Pero hay que recordar siempre algo que nos será imprescindible en nuestras vida como padres: los niños no hacen estas cosas para castigarnos. Es su forma de sentir en ese momento y hay que respetar sus tiempos. Todo pasa y todo cambia y con los niños, como con casi todo en la vida, nada es definitivo.

Pasito a pasito, se van escalando cimas que al principio parecen inexpujnables.

jueves, 7 de abril de 2011

Las historias de la vida

Poco a poco iré subiendo las historias que me van llegando en los comentarios. Lo haré, como siempre, reservando la intimidad de las familias, sin nombres ni datos, porque lo importante el aprender de la experiencia de los demás, no saber exactamente de quien estamos hablando.

Mi agradecimiento a las que ya estais colaborando.

Gracias a todas, haremos que este blog tenga alguna utilidad para otros padres y para nosotras mismas.

miércoles, 6 de abril de 2011

Abrazos que duelen




A veces, escucho a los padres decir asombrados: ¿qué ha pasado con aquel niño que se portaba tan bien en el orfanato? Parece que nos lo han cambiado.
En realidad, no han cambiado al niño, hemos cambiado todo lo que le rodeaba. Y ¿quien no ha oído alguna vez lo de "yo soy yo y mis circunstancias"? Un niño que ha perdido todos sus referentes vitales, no estará en su mejor momento en cuanto al control de sus emociones.
Pero además, entran en juego otras cosas.

Uno de los momentos más complicado cuando el niño sale del orfanato, es el del viaje de vuelta a España. Largas horas de vuelo, atrapados en unos asientos alucinantemente estrechos, sin nada qué hacer, ni a dónde ir. Una prueba de fuego que pone de manifiesto las primeras carencias, los primeros baches en la adaptación familiar. Quizá el primer desafío para los nuevos padres.

"Cuando nos lo entregaron, enseguida nos echó los brazos. Se le veía muy cansado, seguramente por el largo viaje en coche que había tenido que hacer hasta llegar a nosotros. Nos reconoció de los otros viajes y todo fue muy fácil. En el hotel, comía y dormía sin demasiados problemas. Todo iba de maravilla. Pero cuando montamos en el primer avión las cosas comenzaron a complicarse. Al principio todo iba bien. El peque, sociable y sonriente, disfrutaba del hecho de ser el centro de atención de pasajeros y azafatas. Pero al ir pasando las horas, el cansacio apareció. Sin embargo, sentarse sobre nosotros no le relajaba. Al revés, cada vez que sentía que iba a dormirse sobre mí o mi marido, en el preciso instante en que su espaldita tocaba mi cuerpo, un alarido increiblemente potente surgía de él. Se ponía rígido y miraba despavorido alrededor tratando de alejarse.
Era todo un espectáculo. Nosotros, desconcertados, tratábamos de mecerle, de acunarle, de cantarle o arrullarle, pensando de la manera tradicional: esto es sueño; tiene un berrinche de puro cansacio. Pero el paso de las horas nos demostró que no se trataba de eso. Pensamos en algún malestar o dolor. Le dimos Dalsy. Pero no funcionó. Lo que le dolía no se pasaba con analgésicos.
Ante la situación, las azafatas se empeñaban a ayudar, creando aún más tensión a nuestro alrededor. Las miradas fastidiadas de los pasajeros agotados tampoco eran de gran ayuda.

Pasó el primer vuelo. En el hotel, el pequeño entró en un estado de trance que duró toda la noche. Pero al día siguiente, en el segundo vuelo, la pesadilla se repitió en la misma forma e intensidad.

Han sido los viajes más horrorosos de mi vida. Nada que ver con la imagen idealizada que yo tenía de la vuelta a casa, con mi hijo en los brazos, abrazándole feliz."


Esta historia es muy común. Incluso, según algunos expertos en adopción, tiene un nombre: se llama síndrome de hipervigilancia. Los niños sometidos a cambios tan violentos y drásticos ven sacudida su vida de tal manera que ya no están seguros de cuál será el siguiente cambio que se producirá. Dormir, puede significar perder lo que ahora están disfrutando; despertar en otro lugar, con otras personas desconocidas...al fin y al cabo, eso ya les ha ocurrido antes.
En realidad, este es un síndrome que va asociado a trastornos más graves, que puede ser una respuesta a otras situaciones en la vida, pero en el caso de los niños adoptados se puede dar de forma transitoria, como respuesta al temor que sienten ante tantos estímulos nuevos.

Saber que esto puede ocurrir, puede hacerlo más llevadero. Si se tiene la estrategia adecuada para turnarse en la pareja, por ejemplo, durante las horas del vuelo, consultar previamente a un pediatra que podría recomendar alguna solución medicamentosa para los casos más intensos...Y sobre todo, si se sabe que es algo pasajero las cosas pueden resultar algo más sencillas. Aunque hay momentos en la maternidad que la única estrategia es... aguantar el tirón.

lunes, 4 de abril de 2011

¿Compartimos?

Cuando volvemos del viaje más importante de nuestra vida, con nuestros niños en brazos traemos siempre algo más que ropa para lavar: Los recuerdos de rostros que seguramente nunca volveremos a ver y a los que, sin embargo, estaremos ligados en nuestra memoria. El sabor del agua. El perfume del viento. El sonido de la vida al comenzar la mañana. La textura del pan. El calor de la gente. El sonido de los pasos en la escalera. El eco de las voces de los vecinos.Los gatos que nos miraban cada mañana, sorprendentemente hermosos en medio de la nada. Los pájaros que sobrevolaban nuestro coche por la carretera. La sonrisa de aquella camarera...

Es curioso cómo la memoria almacena las cosas más insignificantes, las que con el paso del tiempo se volverán claves para recordar. Volveremos una y otra vez al otro lado del mundo, cada vez que un olor nos lleve en una mágica transportación, a otro momento y otro lugar; cada vez que una voz nos sacuda el polvo del paso del tiempo y nos coloque de nuevo allí.

Pero además, de forma subrepticia, nos traemos con nosotros La Maletita. Un equipaje indeseado pero inseparable de nuestros hijos. Ya lo decía en otro post: son las heridas del corazón que vienen con ellos.

No vamos a hablar de grandes problemas. Sin embargo, si me gustaría ofrecer lo poco que he aprendido en mi propia familia y en las que me sirven siempre de ventana a la realidad. Hay pequeñas cosas que se repiten con bastante frecuencia. Saberlas, haberlas oído como normales, ayuda a enfrentarlas y superarlas.

Cuando los niños salen del orfanato un cataclismo sucede en sus pequeñas vidas. De repente, o con una transición muy breve en el mejor de los casos, se ven arrancados de lo que ha sido su hogar hasta ese momento. Sus vínculos y sus apegos, mayores o menores, desaparecen de su vida sin remedio. Sus hábitos y sus costumbres, sus rutinas, tan importantes para los niños y su desarrollo en seguridad y equilíbrio, son sustituídas por otras totalmente distintas. Sus compañeros, hermanos de vida hasta entonces, desaparecen para siempre. Y así, ellos, tan pequeños y vulnerables, se ven de pronto inmersos en un mundo ajeno por completo, en el que deben encajar y que debe encajar también en ellos, en su mundo interior, tan devastado a veces.

Los adultos que vivimos el proceso desde el otro lado, sabemos que todo este dolor es el inevitable precio de la felicidad. Que lo que les espera al otro lado de esta muralla, es mejor que lo que tenían. Pero hasta los niños maltratados muestran apego hacia sus verdugos y sufen cuando se tienen que separar de ellos.

Nuestros niños tienen que empezar a caminar por un sendero absolutamente extraño, en el que nada se corresponden con lo conocido y del que nada o poco entienden. Si son afortunados y sus padres han sido capaces de aprender para ellos, algo del idioma en que siempre se comunicaron, al menos podrán escuchar los sonidos familiares y expresarse mejor desde el principio. Si no es así, perderán incluso eso: la capacidad de expresarse y ser entendidos de verdad.

Por eso, quisiera recoger esas historias que cada familia tuvo que vivir al principio o no tanto, de la vida en común. Esos comportamientos difíciles de entender aisladamente y aún más difíciles de enfrentar de la misma manera.

Creo que muchos de los que leeis este blog teneis amplia experiencia en este sentido. Os invito a que vuestra experiencia nos ayude a recopilar estas pequeñas historias. Si lo compartís conmigo en la parte de comentarios, yo la subiré en forma de post, de forma anónima, para que todos podamos aprender de ella. Así, detalles como las manías a la hora de comer, o dormir, en el contacto físico, la relación con los extraños, o las mascotas, o tantas otras cosas podrán ser comprendidas mejor por todos los que navegamos en el mismo mar de la maternidad adoptiva.

Gracias por adelantado.

Los cursos de preparación adoptiva.


Una de las actividades que más tiempo nos ocupan cuando estamos esperando a nuestros hijos en estos embarazos extracorpóreos que sufrimos, es la investigación. Investigamos acerca de todo lo que nos pueda acercar un ratito a nuestro sueño. Navegamos por la red tratando de aprender acerca del pais al que iremos y en el que vive o nacerá, según su edad, el pequeño esperado. Yo recuerdo que trataba sobre todo, de encontrar fotografías de la calle, de la gente viviendo su día a día, para ir empapándome de esos rasgos que un día me serían propios.

La cultura, las tradiciones, la gastronomía...todo nos parece importante. Es un tributo al origen de nuestros hijos, aprender todo lo que podamos acerca de su origen.

Pero además, probablemente impulsados por los organismos de nuestras comunidades, comenzamos la vuelta al cole. Nos matriculamos en los cursos de padres adoptantes con la esperanza de que nos desvelarán los secretos de la maternidad adoptiva, las claves para hacer que nuestro proyecto de familia se consolide y ser los padres-modelo de nuestros hijos.

El éxito de esta empresa depende de muchas variantes, pero sobre todo, de la experiencia y la capacidad de quienes los imparten. En cualquier caso, siempre es buena idea disponerse a reflexionar acerca de la aventura en la que uno se embarca siempre que quiere se padre o madre, pero especialmente si se va a materializar de forma adoptiva. Sobre todo en el caso de las parejas, es un momento único para descubrir la forma educativa que el otro miembro de la pareja tiene.

Muchas parejas están convencidas de tener los mismos criterios educativos y la misma línea de pensamiento hasta que se enfrentan a la realidad. En muchos casos, el descubrimiento no es sólo el que la otra persona hace sobre su cónyuge sino el que uno hace sobre sí mismo. Es decir: en la teoría todo el mundo tiene la línea educativa que le parece más idónea, pongamos, el estilo democrático. Pero cuando llega la hora de la verdad, ocurre en muchas ocasiones que las reacciones se corresponden más por ejemplo, con un estilo autoritario. A veces, la persona que tan bien se creía conocer resulta ser toda un sorpresa como padre o madre. en ocasiones, esta sorpresa es muy positiva pero en otras... Por ello, estos cursos son una buena oportunidad de ponerse en común y hablar de cosas que habitualmente no se ponen sobre la mesa.

Cuando se comienza a recorrer el camino de la educación de los hijos, hay muchas piezas que encajar en el nuevo esquema familiar. Los cursos de padres, especialmente los preadoptivos, son una ocasión para investigar sobre estos aspectos que después surgirán expontáneamente.

Otra cosa importante que los cursos deberían ofrecer a los padres, son herramientas de desarrollo, de resolución de conflictos o de comunicación con los hijos. Los cursos que se quedan en planteamientos teóricos, de casos hipotéticos, no nos llevan a nada.

Es muy habitual que en estos cursos se cuenten historias reales acerca de casos adoptivos difíciles. ¿Cuál es el mecanismo en el que solemos recibir esta información? Por una parte, nos asustamos temiendo que algo así pueda ocurrirnos. Pero por otra, creemos que eso nunca nos ocurrirá.

Quizá hay algo que habría que tener en cuenta y en lo que creo que se debería insistir en los cursos. Es algo que yo he aprendido de mi propia experiencia pero sobre todo, de la de tantas familias con las que he caminado este camino. Todos nuestros niños traen heridas. Siempre se habla de la maleta que los niños adoptados traen consigo, pero pensamos que si son pequeños, o han sido bien tratados en el orfanato, esta maleta es insignificante.

Nada más lejos de la realidad. El hecho adoptivo parte de una herida muy grande que todo el afecto del mundo no podrá borrar: el abandono. Todos los niños, aunque sean pequeños cuando llegan a casa, han tenido que sobrevivir sin una figura de afecto incondicional, una persona fija con la que vincularse, que supusiera seguridad y calor humano permanente. Una madre (que podría ser un padre en cualquier caso). Esta herida, en los primeros meses de vida, crea una cicatriz emocional que los pequeños arrastran con ellos.

Si además, han sufrido ingresos hospitalarios al principio de sus vidas, este abandono es todavía más doloroso. Quien haya visto alguna vez el funcionamiento de una UVI o una hospitalización de neonatos, ya sabe a qué me refiero. Incluso en los centros en que se trata de ofrecer a los recién nacidos un afecto extra, la frialdad terapeútica es tan grande que los niños tienen que aprender a vivir solos. Dependen de la buena voluntad de un personal habitualmente cansado, sobrecargado de trabajo y que además, tiene que fabricarse una coraza para poder seguir adelante entre tanto dolor.

CAda personita saldrá adelante como pueda. Unos niños dejarán de llorar o mostrar emociones, ahorrándose así el sufrimiento de no lograr que sean colmadas. Otros quizá llorarán sin consuelo durante horas. Otros rechazarán el contacto o por el contrario, lo reclamarán de cualquiera que pase por delante.

Este es solo un ejemplo, un detalle de los muchos que van conformando la historia de los niños abandonados o institucionalizados.

A lo que quería referirme hoy, es a la necesidad de saber que todos nuestros niños traen heridas en el corazón. Esto es importante saberlo, porque creer que no es así, lo hace todo más difícil. Hay que saber reconocer las heridas para poder tratar de ir cicatrizándolas poco a poco. Para aceptar que algunas cicatrices no desaparecerán del todo en mucho tiempo, quizá nunca. Que hay un tiempo perdido que no podemos recuperar para ellos.

No hay que ponerse en lo peor. No hay que pensar en casos extremos, terriblemente dolorosos. Simplemente hay que pensar en que nuestros pequeños tendrán peculiaridades más o menos evidentes, más fáciles de superar o más difíciles.

La experiencia de otros padres que ya han pasado por lo mismo es quizá la mejor herramienta que tenemos. POr eso es importante reconocer la normalidad de las cosas que ocurren y nos desconciertan. Porque eso no hace que nuestros hijos sean menos maravillosos o que nosotros seamos peores padres.

sábado, 26 de marzo de 2011

Examen de padres

Vuelvo al tema. Al de los seguimientos y lo que realmente significan: rendir cuentas.

En realidad, no sé qué es lo que me imaginaba cuando, al comenzar la adopción asumíamos el compromiso de realizar seguimientos anuales. Seguramente, no le dediqué demasiados pensamientos, enredada siempre en preocupaciones más urgentes, más cercanas o más acuciantes relativas al proceso. Pero lo que sí sé es nunca imaginé que se trataría de un examen anual de paternidad.

El encargado de realizarnos el informe es un funcionario competente, experimentado y amable que se condujo con absoluta corrección y bastante prudencia. Eso lo facilitó bastante. Sin embargo, a la hora de repasar el informe emitido queda claro lo que es. ¿Porqué será que se parece taaaanto a los informes de idoneidad? O sea que ha sido, ni más ni menos, una nueva valoración de nuestra competencia paternal.

Todo el mundo tiene una opinión acerca de este tema. El otro día, en la peluquería me preguntaron si teníamos que hacer estos seguimientos, algo habrían oído al respecto y la curiosidad les pudo. Al decirles que sí, la peluquera reflexionó un momento y enseguida dijo; "claro, es normal ¿no?".

¿Normal? ¿Porqué? ¿Porque no hemos parido a nuestros hijos? ¿Porque no compartimos sus genes? Al parecer, eso nos convierte en personas especialmente peligrosas para los menores, ya que como bien sabemos, todo se hace en el interés superior de la infancia. Yo estoy totalmente de acuerdo en que los niños merecen toda la protección social posible, pero entonces me surge otra duda: ¿Porqué nunca me han hecho una valoración acerca de mi idoneidad como madre de mi primer hijo? ¿Es que el hecho de haberle traído al mundo garantiza que sea una buena madre? ¿O más bien, él, como hijo biológico no necesita la misma protección que mi segunda hija?

La verdad, no sé cómo entienden este tema los servicios sociales, pero creo que los seguimientos suponen una ingerencia injusta en la vida familiar y su desarrollo.

Entiendo perfectamente que la constitución de una familia como las nuestras conlleva algunas dificultades especiales añadidas al hecho paternal. Pero eso podría ocurrir también en muchas otras circunstancias. Como es el caso, por ejemplo, de los hijos que nacen con problemas mentales o físicos. Y sin embargo no se considera a los padres de los pequeños, un riesgo mayor para sus niños que en el resto de las familias. Y por supuesto, no se les somete a seguimientos periódicos. Ni siquiera se ofrece de forma automática, un apoyo psicológico o social.

Existen mecanismos normalilzados para detectar familias en riesgo, que son los que se utilizan habitualmente para proteger a los niños y niñas. ¿Porqué no son suficientes para nosotros? ¿Porqué debemos estar bajo una mayor observación?

Ya sé. Porque nos comprometimos a ello. Y por nuestros hijos hubiéramos firmado cualquier cosa. A mi, ella me compensa cualquier examen, pero siento que, cada vez que me pasan revista, aunque sea de buenas maneras y con amabilidad como ha sido el caso, se empeñan en hacerme creer que no somos una familia normal. Que mi hija no es mía del todo y que ellos, sean quienes sean, tienen siempre algo que decir al respecto.

Solo espero que, cuando ella crezca, no sienta lo mismo.