jueves, 11 de agosto de 2011

Un cuento

Muchas veces nos desesperamos porque las cosas no funcionan como quisiéramos. Con nuestros niños, con nuestra pareja, con la familia...con nuestros afectos. Pensamos una y mil veces porqué nuestras recetas para la armonía no funcionan. Porqué los niños se enfadan, o nuestra pareja no parece satisfecha, o nuestros padres se lamentan. Y nos sentimos incomprendidas o frustradas porque realmente no recibimos el resultado que esperamos a tanto desvelo.

Y se me ocurre que quizás, solo quizás, a veces tratamos de vestir a los demás con los trajes que llevamos nosotras. Ajustando los sentimientos ajenos a la medida de los nuestros. Pidiendo a nuestros niños que lo que les damos, les siente como creemos que nos sentaría a nosotras, olvidando o ignorando, que cada corazón tiene su talla y raramente hay dos tallas iguales.

Quizás ahí esté a veces, un escollo escondido que no acertamos a vislumbrar.

Pensando en eso, he escrito un pequeño cuento. Espero que os guste. Y os haga pensar.


Cómo cuidar una planta


Había una vez un hombre que tenía una planta. Cada día la regaba regularmente, con constancia y método. Pero la plantita, en lugar de crecer frondosa y verde, iba perdiendo poco a poco su exhuberancia. El hombre consultó su enciclopedia. Aprendió la cantidad exacta de agua que la plantita necesitaba cada día, en centímetros cúbicos y en mililitros. Pero la plantita no mejoraba. Se mustiaba poco a poco, sola en su tiesto. El hombre navegó por los foros de internet y cambió a la plantita a una maceta mayor, para darle su espacio. Pero esa mañana, una hoja se desprendió del tallo y cayó. El hombre, perplejo, veía como la plantita se mustiaba cada día más. Y, tras meditarlo detenidamente, decidió que necesitaba sol. La colocó frente a una ventana. Y la plantita perdió dos hojas más. Finalmente, se compró un barómetro y calculó la cantidad exacta de agua que la plantita necesitaba según la humedad ambiental. Pero era inútil: se marchitaba ante sus ojos.


Un día su hija pequeña se detuvo un momento delante de la planta. Miró sus hojas arrugadas, vio sus tallos desmayados, reparó en sus bordes amarillentos. La observó durante largo rato sin hacer ni decir nada. Plantada como si también ella estuviera en un tiesto. Cuando terminó de mirar, se encaramó a la encimera de la cocina. Con sus manos cortas abrió el grifo y llenó su regadera de juguete. Después, regó a la planta suavemente. El padre se alarmó al verla y le preguntó:

-¿Pero qué haces?
-Regarla. Tiene sed.
-Eso es imposible. ¿Porqué lo piensas?
-No lo pienso yo. Lo piensa ella. Y eso es lo que cuenta ¿A que si, papá?

Y así fue, cómo aquella plantita que no sabía de barómetros ni de leyes de cultivo, recibió al fin el agua que tanto estaba necesitando.