miércoles, 19 de octubre de 2011

Esperando al amor.

Al fin habían culminado las tareas del día. REcogida la loza, preparados los uniformes, la ropa sucia en el cesto, los juguetes ordenados, la nintendo apagada...Había pasado el momento mágico del cuento compartido, las protestas inevitables a la hora de ponerse a dormir, la nana especial de cada uno, los vasitos de agua que apagan esa dulce sed de sorbito que aparece por las noches. Y los besos; los millones de besos que siempre se quedan sin poner y hay que entrar una y otra vez a repartir al dormitorio.

El sofá estaba fresquito, mullido y, sorprendentemente, limpio sin migas de galletas, cuentos o juguetes. El mando, solitario, esperando el momento de sintonizar quizás, un programa sin colorines o músicas de tiovivo.

Increiblemente, había llegado el primer momento adulto del día. Con un suspiro, me recosté en el sofá, disfrutando del silencio. Encendí la tele, recogí las piernas bajo mi cuerpo, buscando la postura perfecta...Y de pronto, rebotando contra las paredes del pasillo, tan vibrante que parecía emitir luz, llegó un grito hasta el salón:

"mamáaaaa" Y enseguida, el llando desconsolado de la pequeña, que estaba teniendo una pesadilla.

Un poco de consuelo más tarde, estaba de nuevo sentada en el sofá, tratando de descifrar qué siginificaba ese muestrario de basura televisiva que me atacaba desde la pantalla. Pero mi investigación no llegó muy lejos. En seguida, arrasando con el silencio que apenas se acababa de instalar, se escuchó de nuevo a mi hija pequeña:

"mamáaaa..." Y un torrente de llantos y gritos que rebotaban contra los cristales del dormitorio.

Por segunda vez, acudí al rescate de mi pequeña, que luchaba contra otra pesadilla.

Pero la batalla se presentaba dura esa noche. La niña, que había tenía un día difícil con analítica incluída, revivía, seguramente transformando en terribles monstruos amenazantes, lo vivido durante la mañana.

En fin. Que el sofá no llegó a calentarse nunca. Los viajes del salón al dormitorio se sucedían con intervalos que hacían inútil esperar en la habitación, pero que tampoco permitían disponerse para alguna otra cosa vanal, como pongamos...descansar.

Arrastrando los pies, acudí una vez más al dormitorio. Mi niña lloraba con los ojitos cerrados y los puños apretados, luchando contra sus miedos. La cogí en brazos nuevamente, y la acurruqué en mi regazo, meciéndola con suaves movimientos mientras, en voz muy baja, con mis labios en su suave mejilla, cantaba su nana favorita. La que ella y yo tenemos para nosotras solas. El llanto se esfumó, sus manitas se abrieron y se dejó mecer, tranquila olvidada de todo temor.

En ese momento, me ví allí sentada, en la penumbra de la habitación, con mi hija en los brazos, sintiéndose segura y protegida a mi lado. La ví encajada en el hueco de mis brazos, perfectamente acoplada al espacio en mi regazo, cómoda y confortable. Y me di cuenta de que así era como, al fin, estaba ella en mi corazón. Y así, es como, después de dos años, se siente ella en el mío.

El amor es un ente caprichoso. Se nutre de detalles nimios y de grandes gestos. De presencias y de ausencias. De constancia y de humildad. DE respeto y de esperanza. DE paciencia y de entrega.

Pero sobre todas las cosas, el amor, se alimenta de amor.

Nunca se sabe cuándo se encontrará el amor. El amor, es una emoción incontrolable, inevitable, improgramable. No se consigue ni se crea a voluntad. El amor a los hijos, se abre camino sin embargo, de una manera poderosa, rompiendo prejuicios y allanando dificultades. Cada relación llevará su propio camino. Y tendrá su propio tempo. Hay madres adoptivas que han sentido el flechazo que la atará a sus hijos para siempre, desde el primer momento en que los vieron. Otras, han tardado un poco más, quizá hasta el momento en que realmente los han sentido suyos. En otros casos, el sentimiento necesita más tiempo para aflorar. Cuando los niños son mayores, ellos también deben recorrer ese camino y tardarán también el tiempo que necesite su corazón. Este periodo puede ser difícil. Sobre todo si se prolonga en el tiempo.

Esperarse mutuamente es el único secreto. La garantía de que, tarde o temprano los dos corazones se encontrarán en alguna parte del camino. Y cuando lo hagan, será para siempre.