domingo, 26 de junio de 2011

Lo normal.

Lo normal. Ese aceite que se destila sobre las cosas cotidianas de la vida y las hace fluir de forma inconsciente, sin ruido, sin roces. Lo normal es eso que uno no advierte en los pequeños detalles de la vida, lo que los vuelve invisibles, ligeros...Lo normal es como el aire que nos envuelve. Nos nutrimos de él, apenas lo percibimos, pero si desaparece...nos asfixiamos.

Y sin embargo,cuántas veces lo normal se vuelve un acontecimiento. Los padres adoptivos lo sabemos bien.

Habitualmente, vivimos rodeados de padres y madres con hijos, en su mayor parte biológicos. Conocemos los entresijos que implica ser padres, las malas noches, las primeras sonrisas, el primer diente, las primeras palabras... Hemos crecido empapándonos de los rituales que acompañan a la formación de las relaciones entre padres e hijos. Hemos visto a las madres sostener a sus bebés con ese bamboleo distraído para tranquilizarles mientras charlaban con nosotros. Hemos visto a las abuelas canturrear en sus cunas o en sus brazos a los nietos para calmarles. Hemos visto a los pequeños refugiarse en el regazo seguro de sus madres, huyendo de un rostro extraño, hemos sabido de noches en vela con los niños en brazos por una extraña fiebre que solo la madre podía consolar...

Hemos sido testigos de los lazos que se trenzaban de forma imperceptible pero sólida entre los bebés y sus familias.

Pero ¿qué pasa cuando no se empieza desde cero? ¿qué pasa con todo esto que hemos aprendido, que hemos visto funcionar a la perfección en otras familias? ¿nos sirve también?

Tengo que decir, que en muchos casos, no. Si bien es cierto que la palabra normal puede denotar una cierta diferencia negativa para nosotros, en realidad la he utilizado conscientemente, porque creo que explica bien una necesidad que a veces aparece en nuestra vida como madres adoptivas. Luchamos desde el minuto menos uno, porque antes de que nuestros hijos existieran, en muchos casos, ya les estábamos buscando. Luchamos para llegar a ellos, para traerles a casa, para ser los padres que necesitan. Luchamos para integrarles en el clan, para llenar sus huecos, para curar sus heridas. Luchamos contra la incomprensión, contra el juicio ajeno, contra la indiferencia. Luchamos cada día, por demasiadas cosas, durante demasiado tiempo. Y un día, de repente, descubres que la normalidad es como un pájaro asustado que nos revolotea por encima sin acabar de posarse en nuestra vida.

Lo normal es sentirse bien. Es no sentirse sometido a escrutinio constantemente. Es mirar a nuestros niños y no ver nada más que a nuestros hijos. Es organizar nuestra vida sin sentir que es algo fuera de lo común. Pero eso, estoy segura, empieza desde dentro.


"DE verdad, estaba cansada de que me mirasen por la calle cada vez que salíamos de paseo. De que todo el mundo me preguntase de dónde es la niña, que cómo me dió por ahí, que si no puedo parir a mis propios hijos...Llegó un momento en que ya, todo el que me miraba me parecía que estaba pensando lo mismo. Me volví paranoica. No era capaz de sentirme una madre más, una madre normal."

"Los meses pasaban y el niño seguía igual. Cada vez que se caía, o se hacía daño o se asustaba, rechazaba mi consuelo. O se consolaba solito, o se abrazaba al primero que pasaba. Cuando lo veía llorar con un gran chichón, en brazos del cartero, me sentía muy lejos de verme como una madre normal".


"La niña era terriblemente desconfiada. Y no me refiero a los primeros meses. Incluso después del primer año en casa, seguía gritando cuando queríamos cogerle el plato para enfriarle la sopa, por ejemplo. Sus ataques de ira eran terribles. No se comportaba con normalidad en la mesa, era ansiosa y exigente. Y tenía que controlarlo todo. Era muy difícil para todos."


No estamos hablando de grandes problemas. No se trata en este momento, de terribles traumas insolucionables, ni de tremendos casos de adopciones fallidas. Pero las pequeñas cosas cotidianas que se atascan a veces, en el proceso de construcción de las familias, pueden hacer la vida diaria muy difícil. No en vano, en los detalles se reconoce el valor de las cosas importantes.

Y sin embargo, la mayoría de esas piedras en nuestro camino se irán puliendo poco a poco, con el paso del tiempo.


"Creía que nunca llegaríamos a estar así. Tras dieciocho meses de tropezones y decepciones, pensaba que tenía que asumir que esta iba a ser mi vida para siempre. Yo sentía que la niña no me quería como a una madre. Lo sentía a cada paso, en cada detalle: en la guardería donde me cerraba la puerta al llegar desde el primer día y lloraba cuando me oía llegar a buscarla. En sus pequeños accidentes, cuando gritaba para que no la cogiese en brazos. En sus pesadillas, cuando no podía siquiera acercarme a consolarla y me quedaba sentada en su cama, angustiada e inútil. En la mesa, cuando no me permitía ayudarla ni con la sopa, que no llegaba nunca a su boca. En sus besos ausentes, tan escasos. En mi regazo siempre vacío sin ella, que no soportaba más de un segundo de contacto...Era una niña alegre y simpática. Todo el mundo la quería y decía lo cariñosa que era. Pero yo vivía sintiendo que todo era frágil, superficial. Que yo para ella, era una más. Otra cuidadora.
Un día, de repente, algo cambió. No sé muy bien porqué. Quizá un trabajo que me mantuvo fuera de casa muchas horas, haciendo que nos viéramos muy poco durante un mes. El caso es que de pronto, fue como si un velo se cayese al fin entre nosotras. Y ahora, cuando llora de noche y acudo a su cama, aún con miedo, la levanto y la abrazo mientras se acurruca satisfecha en mis brazos. Soy el bálsamo de sus pupas de niñita, la que prueba el puré para que no queme, la que recibe un besito de puntillas cuando aún duerme, la que se acurruca junto a ella para ver una novela, la que le canta nanas para dormir, la mano a la que se aferra cuando se cae...Soy su Madre. Con mayúsculas. Al fin. Ahora es mía y yo soy definitivamente, suya. Parece lo más normal, pero dios mío, cuándo nos ha costado."


Conseguir los gestos cotidianos que nos dan tranquilidad, que nos hacen sentir cómodos, en familia, no es siempre sencillo. CAda familia tiene sus propios rituales, su particular forma de ver la vida. Nuestros hijos también tienen los suyos propios. Ajenos a nosotros, como los nuestros les son ajenos a ellos. Y no hace falta que sean mayores. Incluso los bebés tienen sus protocolos. Desgraciadamente no los conocemos. Pero poco a poco, iremos construyendo unos en común. Los que se convertirán en nuestras herramientas de familia. Los que harán que todo fluya con normalidad. Pero todo lleva su tiempo y construir un universo propio, de manera especial.
Aprender cómo amarnos de forma adecuada, en el sentido de que este amor funcione en las dos direcciones, es el camino a la normalidad que, tarde o temprano, llegará.


Lo normal, a veces es tan valioso, como el precio de la simple y sencilla felicidad.