miércoles, 19 de noviembre de 2014

Mamá ¿soy sexy?




Tantos años de lucha para conseguir escapar de los corsés, literal y metafóricamente, y ahora nos sentamos delante de la tele a ver cómo a nuestras hijas las endosan, sin disimulo alguno, el mismo discurso de siempre. El estereotipo más frívolo y superficial de la mujer que se pueda imaginar.

Me refiero a toda la nueva generación de juguetes "de niña" con que la cercana navidad está acosando a las niñas desde la publicidad televisiva.

No soy ninguna fundamentalista del tema. Tengo un hijo y una hija, educados en la igualdad total. Y he constatado empíricamente, las diferencias intrínsecas que cada género lleva asociadas, en la mayor parte de los casos. Recuerdo el primer cumpleaños de mi hijo. Me embargaba la emoción de aquella primera celebración. La juguetería se me quedaba pequeña escogiendo para él los juguetes que más me gustaban. Y había de todo: bloques de construcción, un tren, cuentos, un pianito, una pelota y una preciosa muñeca de trapo. Los bloques fueron un regalo perfecto. Sirvieron para construir, aprender series, agrupar y desagrupar, derrumbar torres (el favorito)... Pero el regalo incomparable fue la pelota. La muñeca fue abrazada unos momentos, explorada otros más y  después se transformó también en pelota. Menos mal que era de tela.

Con mi hija ocurrió lo contrario. No hubo pelota que pudiese ponerse a la altura de un muñeco bebé, a pesar de todos los intentos de su hermano mayor por captarla como portero o delantero de sus partidos caseros. Su mayor afición es jugar a las mamás. Cuando llega la hora de dormir, coloca todos sus favoritos en su cama, con sus cabezas de goma sobre la almohada. Después se acuesta ella, haciéndose un huequito como una muñeca más.

A él las muñecas y los juegos de mamás nunca le interesaron. A ella, los cochecitos, las pelotas o los gormitis no le merecen un instante de su tiempo.

Cada uno tiene sus gustos. Y cada uno elige lo que más le apetece. Así que no es una cuestión de género. No creo que los juguetes tengan que ser todos unisex, aunque me parecen importantes, imprescindibles y casi siempre, los más divertidos.

Lo que me preocupa, lo que me molesta y lo que me parece una amenaza es el planteamiento femenino con el que aleccionan a nuestra niñas. Barbie sigue haciendo su trabajo: belleza=extrema delgadez. Pero ahora, la insistencia generalizada en el aspecto es aún más brutal. Maquillaje, diseño de moda, peluquería, a un nivel extremo. No hay muñeca, ¡aunque esté muerta!, que no esté maquillada como si saliera de un after. Hay que ser "divina" y "fashion" para molar. Mi hija, que aún no tiene clara la diferencia entre largo y corto, controla estupendamente estas dos ideas. Y con seis años recién cumplidos dice que quiere ser "sexy" y me lo demuestra ¡sacado morritos y meneando el culete! No podía ser de otra manera. A pesar de mis intentos de controlar el contenido televisivo que ingiere, los anuncios son devastadores: anuncios de bolsitos para colorear en los que unas adolescentes con minivestidos de brillos se contonean sugerentemente, niñas maquilladas que juegan a ir de shopping, princesas que, por comparación, convierten a aquella del guisante en la dama de hierro.



Las niñas juegan con muñecas y buscan identificación. Pero lo hacen con réplicas de mujeres, no de niñas, que representan un modelo de mujer centrado totalmente en su aspecto físico. No es nuevo, pero ahora hemos alcanzado un nivel de intensidad muy peligroso.

Esto no deja a salvo tampoco a los niños, que se ven rodeados de estereotipos femeninos extremadamente frívolos y superficiales mientras a ellos se les otorga el papel contrario, en el que se instalan siendo muy conscientes de las fronteras entre los dos mundos. Abriendo una brecha insalvable entre los dos sexos. ¡Qué miedo y qué pena!

Una vez, hablando con mi hijo le pregunté cuáles eran las cosas que menos le gustaban. Y me dijo. "Las cosas cursis, mamá. Como el anuncio de las Miel Pops, con todas esas abejas cantando en plan sexi". Tenía siete años.

Es el nuevo catecismo infantil: Para ser mujer hay que ser guapa. Para ser mujer hay que maquillarse como una puerta. Para ser mujer hay que estar siempre divina. Y, si encima eres asiática en España, corres el peligro de creer que para ser mujer y ser atractiva para los demás, tienes que ser rubia o como mínimo tener los ojos azules.

Cada navidad intento que mi hija tenga como regalo alguna muñeca con rasgos asiáticos. Para que pueda mirarse en un rostro de facciones similares a las suyas. Para que aprenda que la belleza no es solo occidental. Pero aún no lo he conseguido. La barbie china, es una muñeca escuálida de ojos redondos disfrazada con un kimono. Y algo parecido pasa con la Nancy.


Ser mujer y ser femenina es posible sin ser un caparazón fívolo y vacío. Ser hombre y masculino sin sentirse encorsetado en el rol de macho también lo es. Pero ¿cuándo se empieza a construir esta idea?
¿Qué estamos haciendo para conseguirlo?


miércoles, 29 de octubre de 2014

Construir el tiempo perdido



Educar, habitualmente, es acompañar en el proceso de desarrollo social, emocional y cognitivo de nuestros hijos. Una árdua tarea, como cualquier padre o madre responsable sabe bien.
Pero en el caso de los niños adoptados, educar significa también restaurar, edificar, afianzar.

Cuando un pequeño es lanzado al mundo sin el abrigo del amor parental, el frío puede ser muy doloroso. La falta de atención adecuada o suficiente propia de muchas instituciones coloca a los pequeños al borde del abismo. Los supervivientes conservan las cicatrices del proceso. Algunas para siempre.

Y después llegamos nosotros.

Explicar a los niños cómo llegaron a nuestras vidas es una de las claves de la construcción familiar. Y uno de los puntos fuertes de atención para todas las familias adoptivas. Enseñamos a nuestros hijos todo lo que podemos acerca del proceso, de su búsqueda, de su llegada al clan, al hogar, a nuestras vidas.

Cuando el desarrollo de las familias adoptivas es normal, los niños crecen con los detalles de su historia presentes de forma sencilla, abierta y asequible. Ven las fotografías de su casa cuna u orfanato, del día del encuentro, de la primera vez que los sostuvimos en brazos... del viaje a casa. Y se convierte en su historia.
No en vano, la mayoría de los padres y madres adoptantes trabajan para que ese momento sea algo asumido y normalizado. Sin dejar para un futuro incierto las revelaciones novelescas de los orígenes, sin permitir que los secretos se instalen y empañen la confianza.

Sin embargo, hay otro proceso fundamental que es imprescindible y sin embargo, no se le presta la suficiente atención. Quizá, porque es más difícil de afrontar. Se trata de la construcción del tiempo perdido: el periodo de vida anterior a nosotros.

Cuando los niños biológicos crecen, les encanta que les hablen de su nacimiento. Recrear su llegada al mundo, sus primeros momentos, sus balbuceos iniciales y cómo a sus padres se les caía la baba con sus monerías. A los niños adoptados les hablamos de su llegada a nuestra vida: cómo les buscamos, cómo les deseamos, cómo eran cuando les vimos, sus gracias, sus sonrisas, nuestra emoción...

Es un proceso positivo y necesario. Un parte básica de su historia personal. Pero no la única. Los niños nacieron para el mundo antes de hacerlo para nosotros. Hay toda una enorme parte de su vida de la que nosotros no fuimos partícipes. Desde el momento de su concepción, su desarrollo intrauterino, su nacimiento...hasta llegar a casa. Un periodo del que a veces no tenemos ningún dato fehaciente, ningún detalle. Y sin embargo este periodo es de una enorme importancia para la construcción de la propia identidad. Los niños necesitan saber acerca de esa parte de su vida: cuando estaban en la barriga de su madre biológica; cuando nacieron; y todo ese tiempo en el hospital, el orfanato, la familia de acogida...

A veces, insistimos tanto en el aspecto adoptivo de su vida, reforzando el momento de encuentro y todo lo que comentaba más arriba, que conseguimos que nuestros hijos se confundan: no tengan conciencia clara de su origen biológico. El hijo de una querida amiga llegó a pensar que procedía de un huevo.

Quizá parezca irrelevante ofrecer a los niños datos sobre esta parte de su vida que parecen no recordar. Sin embargo, observando a los pequeños, podemos encontrar las claves que nos muestran que están necesitando esa información. En los dibujos de una pequeña adptada de cuatro años, solía reproducir una cuna. Y dentro de ella..nada: garabajos negros que se repetían una y otra vez. El bebé que ella misma representaba no tenía una imagen en su mente. No había adquirido entidad alguna. Nadie le había hablado de aquella parte de su pasado.

Todos los seres humanos tienen derecho a su propia historia. Con sus luces y sus sombras. La de nuestros hijos adoptados tiene algunos aspectos muy difíciles de abordar. En algunos casos, extremadamente difíciles.Recrear para ellos el tiempo perdido no significa enfrentar a los pequeños a los demonios de un pasado terrible. Significa construir para ellos una memoria vital en el que todos los procesos por los que han pasado queden recogidos. Pero siempre  a la medida de sus necesidades, de sus posibilidades y de su conveniencia.

Necesitan saber que estaban en la barriga de una mujer: una madre biológica que hizo su parte del trabajo. Que durante el embarazo fueron una lentejita, un garbancito, un muñeco "barriguitas" y finalmente un bebé. Que nacieron de un parto. Que eran pelones o peluditos; que al principio tenían los ojitos cerrados y los puños apretados. Que sus deditos eran diminutos y preciosos. Que alguien los cuidó, les abrigó y les alimentó. Que se tomaban sus biberones de un trago. Que se hacía pis en el pañal.

Necesitan saber de su vida en el orfanato. De sus carreras con el taca-taca. De sus compañeros de cuarto, sus cuidadoras, sus juguetes favoritos. De sus primeros pasos y su primer diente.
de cuando aprendieron a usar el orinal...

Todo eso es su historia. Una historia que para un niño pequeño representa un elevado porcentaje de tiempo. Y de emociones.

Y no sirve decir que los niños no recuerdan esos momentos. El refugio de la falta de memoria es una trampa muy peligrosa. Nos puede impulsar a permitir que los niños crezcan llenos de huecos. De silencios y negruras que se traducen en inseguridad y pérdida.

La gran pregunta es...¿cómo construyo para mi hijo una parte de su vida de la que no tengo datos?
Con sentido común. Lo que los niños necesitan no es tanto tener muchos detalles exactos, como la oportunidad de reconocerse en esos momentos. De poner en su sitio todas las fechas de su corta pero cambiante y dificil vida. Contarles lo que seguro que ocurrió, los hechos que siempre se repiten en cada uno de nosotros. Porque ellos también fueron fetos, nacieron y fueron preciosos y maravillosos bebés que olían a puro y merecían ser amados. Y tienen derecho a escucharlo. Aunque nosotros no estuviéramos allí. 

Esta recreación tiene además otra función importantísima: hablar de ese tiempo con cariño crea para los pequeños una sensación positiva de esa etapa, sin empañarla de tristezas, carencias, miedos y rencores. De sus deprivaciones y las partes oscuras de su historia ya nos ocupamos nosotros. Ellos merecen saber que eran bebés maravillosos y dignos de amor y afecto. Incluso, por supuesto, antes de llegar a casa.

Yo, a mi hija, le escribí un cuento contando todo lo que ella necesitaba saber. Y su expresión al escucharlo fue inolvidable. La posibilidad de tener el cuento en las manos, de manejarlo y explorarlo a su aire lo convirtió en una estupenda herramienta. Acude a él y a otros que le he ido escribiendo, cuando lo va necesitando. A veces conmigo o su padre, a veces a solas. Y piensa, analiza, pregunta, explora y reconoce su pasado antes de mi. Tranquilamente y sin presiones.  Es el maravilloso valor terapeútico de los cuentos.

Un cuento para contruir, en esta ocasión, el tiempo perdido. Un paso más en la construcción de una identidad saludable y completa para nuestros niños.


martes, 28 de octubre de 2014

Me cambio de familia

Y ¡ala!. Ya estamos en el lío. Lo sabíamos. Desde el minuto menos diez desde que emprendimos la aventura adoptiva. Pero, entre la vorágine de la vida cotidiana y los problemas que te va regalando el día a día, pensaba que no llegarían. Al menos no tan pronto.

Me refiero a los conflictos derivados directamente del hecho adoptivo. Esos que hemos leído y analizado tantas veces.

Pero la peque no se olvida. Hablábamos ayer, es un decir, de la percepción que está mostrando la niña hacia su vida sin nosotros. Al contacto con su pasado anterior a la adopción y el procesamiento emocional del mismo. A sus huequitos recién expuestos verbalmente.

Pues ese árbol tiene muchas ramitas. Y últimamente se está traduciendo en un bombardeo de inseguridades relacionadas con su lugar en la familia. Cada vez que hay un enfado te amenaza con buscarse otra madre. A veces, abre la puerta y se va. Pero ya, al contrario de lo que ocurría cuando el vínculo estaba aún en el horno, sin terminar de cuajar, es un farol. Se queda en la puerta esperando y cambia de opinión. Debe pensar que más vale malo conocido...Y ahí estoy yo esperando cada vez, recordándole que de familia no se cambia. Que somos, como dice ella, "para todo el rato".

Esto es muy común en los niños, aunque hayan nacido en casa. Es una fase evolutiva normal. Prueban sus límites de libertad y de paso te ponen a prueba a tí. Es como un control de pertenencia. Una buena opción es no darle demasiada importancia. Recuerdo a mi hijo mayor con tres años haciendo una noche su maletita. Metió en su mochila del cole su osito, su cuento y su coche favorito y, vestido con su pijamita de bebé grandote, nos informó a mi marido y a mi de que se iba a vivir con los abuelos porque los echaba mucho de menos y todos los vuelos salían de noche.Qué ternura.

Pero en el caso de mi hija la cosa va más allá. Tiene la sensación de que realmente podría cambiarse de madre si quisiera. Y me lo dice con frecuencia. Después, cuando se le pasa el enfado "me regala" un poco más de tiempo conmigo: "vaaaale. Eres mi mamáaa..."

Y sobre todo, esta situación se desarrolla en medio de un periodo en el que se plantea abiertamente su pertenencia a la familia. Ultimamente me ha dicho cosas del tipo "tu no eres mi madre, papá no es mi padre, pues ya no soy tu hija, mi hermano no es mi hermano..." (sic). Indagando en el tema, tratando de encontrar un detonante a este despliegue repentino aparece el nombre de una compañera de colegio. Una niña de seis años que según mi hija es quien le dice estas cosas. No es una información fiable al cien por cien, porque la niña es muy fantasiosa, pero con el paso del tiempo he llegado a creer que esta puede ser la fuente del conflicto.

He preguntado en el cole, pero ellos no han percibido nada y en nuestro caso, con un aula de tan solo diez niños no es tan difícil interceptar alguna alusión de este tipo si se produce. Así que no sé bien de dónde sale el tema.

Pero la cuestión es que ahí está.

Durante mucho tiempo he tratado la cuestión de forma enunciativa: informándola de que las familias son para siempre. Porque en el fondo, esa es la base de sus dudas. Explicándole de nuevo cómo llegamos a convertirnos en familia, acudiendo otra vez al arsenal de cuentos, vídeos y libros en los que ella es la protagonista.

Pero el otro día cambié de enfoque. Seriamente, con cara de estar enfadadilla, le informé de que las madres no se cambian. Ni los hijos tampoco. Y zanjé la cuestión....por el momento, claro.

Creo que normalizar el tema, pasa por no permitir la manipulación emocional de los niños. ¿qué ve un pequeño que encuentra una blandura especial en sus padres cada vez que saca el tema? Pues apertura si, pero quizás también inseguridad y la oportunidad de crear una situación de protagonismo que puede no corresponder con el momento en concreto.

Nuestros pequeños se mueven en un círculo de inseguridad, control y manipulación delicado. En el caso de mi hija, la necesidad de control es muy elevada. Un problema que estamos tratando de aligerar y del que me gustaría hablar más adelante.

De momento, nos centraremos en recordarle sin cansarnos, que esta es su familia. Para todo el rato y con todas sus consecuencias. Y seguiremos atentamente sus evoluciones en esta construcción que ha empezado tan pronto. Al menos para mi.


martes, 21 de octubre de 2014

La nostalgia inconsciente

Ayer, casualmente, mientras veíamos otras cosas, apareció sin previo aviso el vídeo que le hice a mi hija cuando volvimos de Kazajstán. Es un cuento narrado, con las imágenes más bonitas del proceso, en el que contaba de forma emotiva, nuestro viaje en busca de la pequeña. Se acercaba el bautizo, la presentación oficial de nuestra hija a toda la familia que vive tan lejos y que sin embargo, siempre nos apoyó y nos alentó en el proceloso desarrollo de la adopción. Pusimos el vídeo al final de la comida y como recuerdo, regalamos unos pequeños libritos con la misma historia y las fotografías para que pudieran conservarlo. Fue precioso. Creo que fue la rúbrica perfecta de todo el proceso; el detalle que hacía falta para sellar el final de un camino e inaugurar el principio de otro, de nuestra nueva familia. Un ritual, con toda la fuerza que los rituales llevan consigo. De ahí surgió la idea de "Déjame que te cuente. Tu libro a medida (www.tulibroamedida.com)". Pensaba que podría hacerlo también para otras familias.

Ese vídeo es un tesoro familiar. A veces, cuando en estos años de dolores y miedos, me perdía en el barullo de mis propias emociones, lo veía a solas de nuevo. Y a través de su música, con esa nana kazaja que mueve mi mente hasta remotos lugares a través del tiempo y el espacio, las fotografías de la espera y de encuentro...y sobre todo, el retrato emocional de todos aquellos sentimientos que invertimos en la Aventura de Nuestras Vidas, me reencontraba conmigo misma de nuevo. Y reencontraba el camino que a veces se me volvía nebuloso. Todavía tiene ese efecto en mi.

Y no solo en mi. Ayer, cuando el vídeo invadió de repente la pantalla del televisor, llenando ese momento y ese tiempo, mi hija se volvió hacia adentro. Y por primera vez las imágenes no la hicieron reir de alegría al verse en ellas, al verse con nosotros. Una nostalgia primitiva y nueva se despertó en su corazón. Y al verse allí, en brazos de la cuidadora que nos la presentó por primera vez, sintió quizá por primera vez de forma consciente, el dolor de la pérdida.

Se puso melancólica y triste y estuvo toda la tarde con ese pensamiento recurrente que de vez en cuando la asaltaba.

No tiene recuerdos conscientes. No creo que recuerde realmente a la cuidadora, porque no la reconoce en las fotografías que hemos visto mil veces. Pero sí reconoce con los ojos del corazón, siente la ausencia de un tiempo perdido y el dolor de la separación. Una nostalgia inevitable, que ahora por fin es capaz de verbalizar pero que creo que siempre ha estado presente en ella.

Ahora nos toca empezar a recrear para ella todo un tiempo perdido del que apenas hemos hablado, tan concentrados en el tema de la adaptación y la creación de los vínculos. Ahora que está segura de quien es y a dónde pertenece, toca acompañarla a recrear toda aquella parte de su primera infancia que vivió sin nosotros.

Ahora que ya podemos hacerlo desde la seguridad mutua, sin miedos, sin rencores y desde el amor y la aceptación.


jueves, 25 de septiembre de 2014

Tú no eres la que yo necesitaba que fueras

Querida hija:

Hace ya cinco años que nos conocimos. Hemos pasado muchas cosas juntas. Y por eso, quiero hoy contarte algo que de tu mano, he aprendido:


"Tu no eres la que yo necesitaba que fueras.

No eres como yo imaginaba. No eres cómo yo pensaba. No eres como yo quería...

Porque quizás pensé que las personas tenemos talla en el corazón, y esperaba que tú encajases con la mía. O quizás suponía que tú vendrías a llenar mis huecos, a completar mis sueños. Qué se yo... ya no me acuerdo.

Pensaba, seguramente, que el amor es siempre como un suave aroma. Y llegaste tú. Como una especia exótica, diferente, intensa y sorprendente. Tuve que aprender a degustar su intenso perfume, su personal sabor. A apreciar los matices distintos que traía a la que había sido mi forma de cocinar la vida. A incorporarlos, aceptando esos cambios en la receta de siempre.

Tuve que aprender que amar es aceptar. Pero no de forma consciente: aceptar desde lo más hondo del corazón, instalando ese conocimiento en cada célula de mi ser; haciéndolo parte de mi. Y aprender a quererte de la manera correcta, creando espacio para que tú puedas ser quien eres, no quien yo o cualquiera, quiera que seas. Aceptada, valorada y amada sin moldes y sin exigencias.

                                        Porque por suerte...

                                        Tú no eres la que yo quería-pensaba-imaginaba-necesitaba...

                                                                               Tú eres la que eres.
Simple y perfectamente tú.
Con tu risa contagiosa y tus llantos atronadores.
Con tu amor tierno y abierto y tus enfados negros,  negros...
Con tu agudo sentido de la empatía.
Con tu peculiar forma de ir por la vida.
Con tus maravillosas capacidades para entender el corazón ajeno.
Con esas dolorosas piedras que te ha tocado llevar en los zapatos.
Con tus manos abiertas dispuestas para recibir amor sin llenarse nunca.
Con tus caparazones cayendo poco a poco.

Con tu fortaleza.
Con tu debilidad.
Con tu lucha. Que es también la mía.

Hermosa como una mañana. Alegre como solo pueden serlo los niños. Conmovedoramente dispuesta a amar y ser amada. Llena de necesidades pero tan generosa que duele...

                        Rotundamente tú. La que yo amo. No un sueño o una quimera. Tú. Real y mía.

Y yo, solo soy yo. Quizá no la que tú pensabas, soñabas, imaginabas...

Pero, de verdad, corazón...esforzándome cada día por ser justo, la que tú necesitas."


*Como siempre Jorge Bucay me coloca en la senda. 

viernes, 28 de marzo de 2014

El duelo postadoptivo

Sabemos que nuestro niños tienen heridas, leves o graves, pero las tienen.
Sabemos que su comportamiento puede estar determinado por un pasado que les hirió duramente.
Sabemos que su lugar en el mundo puede resultarles incómodo,difícil de entender o asumir.
Sabemos tantas cosas...



A veces llegar a este conocimiento requiere mucho tiempo. Un tiempo doloroso de incertidumbre, inseguridad y miedo. Un tiempo que puede hacer estragos en el equilibrio emocional de la familia, de los padres, de las madres, de los hermanos...

Y no pasa nada. Al menos, aparentemente.

El entorno se va ubicando respecto a la situación, a las característica particulares de nuestros hijos, de nuestra nueva familia. Se acostumbran a las rabietas, a los miedos, a los comportamientos disfuncionales y nos otorgan las correspondientes etiquetas. Sacan sus propias conclusiones y elaboran sus propias teorías. Y siguen adelante con esta nueva visión de nuestro devenir.

Es el flujo de la vida. Imparable, inclemente. Nos arrolla.

Sin embargo, de puertas para adentro esto no es tan sencillo ni tan evidente.
Cuando nuestros hijos plantean problemas demasiado complejos la vida cambia. Y nos quedamos como atrapados en esa circunstancia. Desde fuera es muy fácil asumir. Al fin y al cabo cada uno tiene su propio carro del que tirar.
Pero desde dentro hay muchas rupturas que hay que procesar.

El Duelo no es ninguna invención. No es ninguna tontería y no es algo que se escoja. Es inherente a las renuncias, al dolor y a la aceptación. Es más, es anterior a ésta.

Lo que ocurre, es que en adopción siempre están presentes sentimientos complejos que a veces dificultan el reconocimiento de este duelo.
Cuando nuestros hijos nacen enfermos o enferman de gravedad, todo el mundo entiende el duelo. Es algo terroríficamente doloroso que el entorno puede comprender de alguna manera y que habitualmente no es juzgado de forma negativa. Si tu hijo padece una dolencia incapacitante todo el mundo te ofrecerá en mayor o menor medida su comprensión o su empatía.

Pero cuando nuestros niños adoptados llegan a casa con problemas las cosas pueden ser diferentes. Me refiero a los casos más frecuentes en los que aparecen problemas poco evidentes a primera vista. Los problemas que hacen que el transcurso de la relación se vea fuertemente alterado y los padres en encuentren con un niño, con una paternidad totalmente diferente a la que soñaron.

Los padres detectan, sufren y tratan de batallar con estos handicaps desde casi el principio. Pero la diferencia con el duelo que antes mencionaba es que la comprension exterior pasa por filtros muy diferentes.

El hecho adoptivo crea en muchas personas una expectativa más frágil de la aceptación del niño. Muchos padres adoptivos han sentido y sienten, la necesidad de algunas personas externas de cantar las cualidades de nuestros propios hijos ante nosotros. O bien, de justificar cada comportamiento recordándonos sus dolorosos orígenes. O justo lo contrario, de reducir al máximo las expectativas con los pequeños recordando sus deprivaciones iniciales. Dejando los sentimientos de los padres sin un espacio seguro en el que aflorar.

En definitiva: hay un cierto recelo acerca de la intensidad de nuestro amor, de nuestro compromiso, de nuestra vinculación...Eso, lo corrige normalmente, el tiempo. Y las familias se van consolidando ante el entorno, despejando dudas.

Por eso el reconocimiento de la decepción, del miedo o del dolor, tiene implicaciones que a veces hacen que el duelo quede escondido, disimulado bajo la necesidad de demostrar el amor y la realidad de nuestras familias.

Sin embargo...

Sin embargo, el duelo es un proceso imprescindible de reconocimiento emocional. Cuando una pareja debe cambiar su imagen ideal de nuevos padres, en la que quizás, imaginaron que se incorporarían a su familia llena de primos con un niño que enseguida sería uno más y se encuentran con un pequeño disfuncional, que requiere un cuidado especial para ir curando su maltrecho corazón. O soñaron con un bebé al que mecer y se encuentran con un pequeño que rechaza brutalmente el contacto. O pensaron que se sentirían orgullosos de su nuevo hijo y tienen a su hijo explusado del colegio por mal comportamiento una y otra vez. O... hay un necesario cambio de expectativas que puede no ser tan sencillo.

Y no pasa nada. Sentir dolor porque tus sueños no resultaron ser como pensabas es normal. Sentir dolor porque tu hijo está herido es normal. Sentir dolor porque tus esperanzas han cambiado es normal.

Es evidente que no todo el mundo pasa por un duelo al adoptar. Adoptar es algo grandioso que promueve un caudal ingente de emociones maravillosas. Y en muchos casos resulta fluido y sencillo.

Pero no en todos. Y por eso este post. Porque sentir que tu hijo no es como esperabas no significa no quererlo. Porque decepcionarte, o angustiarte cuando ves que los problemas te asaltan no quiere decir que no lo sientas tuyo.

Durante el proceso de duelo hay que reconocer los sentimientos que nos hieren con claridad. Compartirlos con personas de nuestra total confianza, que no juzguen ni se asusten. Buscar información acerca de los problemas que nos acucien. Hablar con un profesional si llega el caso. Remover, airear, compartir...las tres claves para hacer la limpieza general de las emociones que el Duelo requiere.

Negar los sentimientos no los hace más pequeños. El duelo, cuando llega, hay que pasarlo. Masticarlo cuidadosamente sin sentirse culpable y caminar el recorrido que las emociones nos van mostrando hasta llegar al objetivo final:

Aceptar a nuestros hijos como son. Sin reducir al mínimo nuestras expectativas para no sufrir. Sin imaginar escenarios terroríficos que no existen más que en la imaginación. Reconociendo sus numerosas cualidades y componiendo su idiosincrasia personal sin comparaciones, sin rencores.

Cuando el duelo se ha procesado real y efectivamente, sentiremos que amamos a nuestros hijos sin condiciones, con sus pupas, con sus fortalezas, con sus irritantes defectos a veces y con sus increíbles cualidades la mayor parte del tiempo.

No nos sentiremos culpables ni buscaremos culpables fuera de nosotros. Asumiremos, seguiremos caminando y al fin, sentiremos la paz y la alegría de ser sus madres.


domingo, 16 de marzo de 2014

Padres imperfectos

Este blog está dedicado a los niños. A sus necesidades, a su desarrollo, a las incógnitas que presenta su educación, su crianza. Durante muchas páginas trato de desentrañar lo desentrañable, buscando puertas a pasillos a veces angostos. Relfexionando e invitando a la reflexión a quienes compartís conmigo este espacio.
Pero hoy no. Hoy dedico este post a los padres y madres que leen este blog. Porque buscan respuestas y tienen inquietud. Y, aunque habitualmente se hace al reves, y padres significa padres y madres, en este espacio será madres la palabra inmensa que lo englobe todo que significará madres y padres.

A esas madres que leyeron tanto durante su embarazo, durante su adopción. A las que buscaron en los preciosos libros de crianza las mejores estrategias para hacer de su maternidad un lugar feliz. A las que repasaron y guardaron a buen recaudo todos esos momentos malos que vivieron y vieron con el firme propósito de no repetirlos jamás. A las que hicieron cursos de la mano de expertos que invitaban a crear personas mejores,  más felices, más equilibradas, más seguras. A las que entendían que ser madre era mucho más que cuidar y proteger. A las que pensaron en algún momento que la maternidad las hacía grandes, que tuvieron un momento mágico de revelación al tener en sus brazos a sus hijos. A las que aprendieron a pensar de otra manera buscando algo más para sus hijos. A las que esperaban estar a la altura de cada circunstancia. A las que aprendieron sobre crianza positiva, sobre crianza natural, sobre amor incondicional y entrega absoluta.

Pero sobre todo, a esas madres que aprendieron a equivocarse.

A las que descubrieron un día que no era todo tan sencillo. A las que se encontraron con problemas de los que no sabían nada. A las que lloraron sobre la almohada prometiéndose que el día siguiente sería más sencillo. A las que perdieron la paciencia. A las que la reencontraron. A las que olvidaron algún consejo que apreciaban. A las que creyeron que no estaban a la altura. A las que al veces no se reconocen en el espejo. A las que se acuestan tratando de perdonarse por no ser perfectas. A las que maldijeron la teoría por parecer tan sencilla. A las que dijeron o hicieron cosas que se habían prometido no hacer ni decir nunca. A las que se sintieron miserables en sus fracasos y a pesar de todo volvieron a intentarlo. A las que no se avergonzaron de reconocer sus errores. A las que siempre pidieron perdon. A las que se esforzaron en leer en sus hijos las claves que tanto necesitaban sin entenderlas siempre.

A las que casa día sedespiertan preparadas para caerse y levantarse de nuevo, a pesar del cansancio, a pesar del miedo, a pesar de todo.

Porque todas esas madres somos nosotras. Y porque a veces hay que pararse a recordar lo que somos: perfectamente imperfectas.


martes, 4 de marzo de 2014

Niños con necesidades especiales

Cuando adoptamos todo empieza por un montón de papeles. Recuerdo uno de ellos en concreto que fue para mi el más difícil de rellenar de todos. Era el que se refería al tipo de adopción que nos sentíamos capacitados para emprender. En ese documento se nos iban preguntando nuestras preferencias: sexo, edad, necesidades especiales...
La edad la marcaba la nuestra propia. El sexo no era conveniente especificarlo. Y en cuanto a las necesidades especiales de los menores, teníamos que decidir si nos sentíamos capaces de ser padres de un niño o niña que las tuviera.
Te instaban a reflexionar profundamente antes de decidir marcar la casilla. Te hacían pensar en tu soporte social, en la adaptabilidad de tu casa, en el entorno sociosanitario, en los centros de educación especial que tenías alrededor,en tus herramientas como educador, en tu entorno familiar y afectivo, en tu capacidad económica...
Y la mayoría marcamos la casilla de niños sin dificultades especiales.
Y sin embargo, la realidad es que los niños adoptados, por su particular e inevitable historia, son niños con dificultades especiales. Y no me refiero a los casos en que además se suman problemas de salud, lesiones cerebrales o cualquier otra causa fisica.   El abandono, que puede haberse iniciado incluso en el útero, con una desatención durante el embarazo, deja grietas en su desarrollo de forma insidiosa.
Tener un hijo con dificultades no es una posibilidad exclusiva del hecho adoptivo. Es una posibilidad real cada vez que un niño llega al mundo. Una lotería que los padres jugamos cada vez que queremos tener un hijo. Tanto por la vía adoptiva como por la biológica. Y nadie emprende un embarazo deseando tener un hijo con problemas. Claro que hay embarazos normales y embarazos de riesgo. Y la adopción es un proceso de riesgo.

Los padres asumimos y tiramos para adelante. La vida es así. Y si nos dan limones, pues ¡ala!, a inflarnos de limonada. También es cierto que en la adopción entrán en juego otros factores que no se dan en un embarazo a la hora de asumir necesidades especiales. La principal: que esos niños ya existen y necesitan desesperadamente un hogar. Digo esto porque sienta la diferencia  la hora de aceptar sus circunstancias. Un niño no es un proyecto posible. Es una realidad expectante.

Pero hoy no iba a hablar de eso. Me gustaría centrar el tema en la visión de la adopción que los profesionales permiten e incluso fomentan en los padres adoptantes. La visión de que la adopción es una forma alternativa pero idéntica de tener un hijo. Y no es cierto. Es un proceso totalmente distinto en el que unos desconocidos se convierten en padres de un niño que ya existe, ya ha sufrido y ya tiene su propia historia. Nada que ver.

Adoptar es algo maravilloso. Una decisión que hace que la magia del amor se despliegue con toda su fuerza y convierte a un grupo de personas diferentes y separadas en una unidad familiar, con toda su fuerza, su magnificencia y también, su debilidad y sus íntimas miserias. No es lo mismo que parir, no. Es otra cosa. Diferente e incomparable por ello.

Lo que si es sin duda igual es el amor que cuando las familias están constituídas fluye. El amor que esos hijos llegados a nosotras desde fuera de nuestro cuerpo hacen crecer en nosotras día a día. Yo contemplé el proceso en el que mi pequeña pasaba de ser la recién llegada, compitiendo por el torrente imparable de amor en el que nos arrastraba mi hijo mayor, a convertirse en la maravillosa niña de mis ojos. Por la que entrego mis días peleando en pos de una vida mejor para ella. La que cada día me parece más guapa, más graciosa..la que ya me tiene totalmente entregada a pesar de todos los problemas.
Pero al margen de todo eso, lo que yo me pregunto repetidamente es en dónde quedan todos aquellos profesionales que nos asesoraron, llevaron el expediente y auditaron como padres durante tantos meses antes de llegar a la realidad de nuestros hijos cuando por fin las familias son una realidad. Ellos sí saben de problemas derivados de la institucionalización. Sí saben de adopciones fallidas. Sí saben de secuelas graves y no tan graves. ¿Cuál es su postura ante todo este capital de necesidades especiales infantiles y familiares?

¿Porqué entonces no existe un soporte real que dé respaldo a la integración de estos niños en sus famillias, en sus escuelas, en sus nuevas vidas? 

Normalmente la presencia de Asuntos Sociales en la vida de las familias adoptantes es meramente un trámite burocrático invasivo, disarmónico y a veces incluso, abusivo. Los padres no se sienten en un foro acogedor en el que revelar sus dudas y miedos, en el que pedir ayuda. Sienten la permanente amenaza de una revisión de su paternidad. Es la sensación que la administración puede estar orgullosa de haber creado en las familias sometidas a los seguimientos tal y como se realizan hoy en día. 

Sin embargo yo creo firmemente en que hay otra manera de hacer las cosas. El personal implicado en las áreas de adopción en España sabe mucho de dificultades. De la misma forma que los mecanismos de control de las adopciones giran implacables en interés del menor, los seguimientos deberían seguir haciéndolo. Pero de verdad, no con un fin recaudatorio o simplemente para cumplir un trámite sin sentido. Y, desde luego, no de la forma indiscreta y desasosegante que llevan a cabo ahora. Los niños no necesitan una administración amenazadora sino colaboradora, que cree caminos reales de apoyo y ayuda. Cuando los niños llegan a las familias debería existir un cauce real en el que recibir soporte efectivo. Grupos de juego en los que especialistas acogieran a los niños, de la misma manera que en los grupos de psicología terapeútica que después los padres tenemos que localizar por nuestra cuenta. Reuniones de padres con un psicólogo de apoyo que de forma rutinaria ofrecieran empatía y orientación, poniendo las experiencias en común, avanzando acompañados en el proceso a veces difícil de convertirse en familia. Nichos de desarrollo en común que existieran de forma rutinaria y no supusieran para las familias el reconocimiento de algo negativo, sino la aceptación de que nuestros niños realmente tienen necesidades especiales que a veces necesitan, como decía en el post anterior, algo más que amor.

Si mientras nos ahogábamos en un mar de papeles, en esa espera en la que en el mejor de los casos nos ofrecían cursos de preparación de dudosa eficacia, nos hubieran informado de forma realista y sincera de las necesidades reales que nuestros hijos tendrían, las cosas podrían haber funcionado diferente. Imaginaos un mundo ideal en el que antes de adoptar nos informasen de las necesidades especiales de nuestros futuros hijos: los problemas de formación del vínculo tan comunes, los comportamientos obsesivos,  la necesidad patológica de control o de atención, los problemas de aprendizaje o comportamiento, etoc, etc, como algo normal y no excepcional, algo que necesita una atención especifica desde el principio; no creando la impresión de que la posibilidad de que esto ocurra es remota y sobre todo, no dejando a los futuros padres creer que dependerá de ellos y de su buen hacer o de su capacidad o valía, el  que no haya problemas o que estos se solucionen rápidamente.  Si se nos hubiese planteado la realidad y ofrecido los soportes para tratar de paliar de forma precoz estos problemas de forma normalizada...¿no sería todo más sencillo? Seguramente no nos costaría tanto hacer los dichosos seguimientos.

No todas las familias poseen los recursos necesarios para detectar y ofrecer soluciones a los problemas. Algunas ni saben de dónde proceden ni imaginan dónde acudir con lo que pueden parecer simples problemas educativos o de crianza, eso sí, más complicados de lo normal. Es más, diría que muchas damos tumbos sin dirección durante mucho tiempo antes de encontrar algún apoyo. Si desde que los niños llegan pudieran contar con la ayuda, quizá no habría tantos casos de adopciones fallidas.

Y os aseguro que los hay. Demasiados. Conocí el caso de un niño de ocho años adoptado de bebé. Después de tantos años en casa fué devuelto a Asuntos Sociales. Y en el momento de separarse se volvió a su padre: "y si no me querías ¿porqué me trajiste?". Yo me pregunto algo más. ¿Si hubieran tenido una ayuda eficaz, habrían llegado a ese terrible final? Y aún más allá pregunto yo también: si las autoridades no están dispuestas a brindar el soporte imprescindible para que esto no ocurra ¿porqué permiten que vengan? ¿porqué preguntan cómo nos va?

martes, 25 de febrero de 2014

No solo amor



Hace poco leía el comentario de una madre adoptiva en el blog de una compañera (alotroladodelhilorojo.blogspot.com). Ella, madre de un joven ya, es hija adoptada también. Y estaba indignada. Indignada con nosotras, que hablamos de nuestros hijos adoptados como si fueran diferentes a los demás niños.

Y la entiendo. Entiendo su malestar y su punto de vista. Lo entiendo muy bien porque yo también lo he compartido.

Cuando emprendimos nuestra forma de ser familia no había nada que me enervase más que los comentarios que nos colocaban de alguma manera en la diferencia. Me empeñaba en reivindicar nuestra igualdad. Proclamaba que el hecho biológico no era imprescindible y que no marcaba ninguna diferencia. Creía que todo era, como ella dice, cuestión de amor.

Después llego ella. Y algo cambió.

Nosotros llegamos a nuestra hija con un ingente cargamento de amor. Sin prejuicios. Sin expectativas limitadas o sesgadas. Sin desesperación porque ya éramos padres y no teníamos fijados en ella todos nuestros sentimientos paternales. Se suponía que eran las condiciones ideales.

Y ella llegó con su maletita. La famosa, la tan traída y llevada maletita que todos habíamos escuchado que traían consigo. Pero pensábamos que con amor iríamos sacando fuera todo ese equipaje de desamor.

Lo que pasa es que no se trataba solo de una maletita. Lo que los niños traen son cicatrices. Y esas, son realmente, mucho más difíciles de tratar. Mucho antes de haber tenido conocimiento de cómo la falta de atenciones, de abrigo afectivo o de cuidados determinan incluso el desarrollo cerebral de los seres humanos, ya habíamos descubierto que no era todo tan simple.

Cuando un niño llega herido de soledad, de deprivación, de miedo o de tristeza las cosas no se solucionan de un día para otro. Ni, en muchas ocasiones, solo a base de amor.

Dicen los expertos de la vida, esos que te encuentras por la calle y te regalan su sabiduría de dos por uno, que cuando los niños no recuerdan su etapa de institucionalización no hay problema. Ellos no recuerdan su pasado sin padres así que ¿dónde está el problema?

El problema está en las secuelas emocionales, madurativas, cognitivas, sensoriales y motrices que esta situación ha podido dejar en ellos.

No soy una proselitista del etiquetado de los niños en ningún sentido. Me molestan profundamente los catálogos de personas en los que cada uno tiene que cuadrar en su categoría. Pero me ha tocado descubrir que realmente hay cuestiones comunes que ponen piedras similares en el camino del desarrollo de nuestros niños.

En el caso de mi hija, cuando enfermó se me borró todo el tema adoptivo. Puedo asegurar que fue como si de un plumazo todo aquello quedase en un plano tan poco relevante que lo aparqué por completo. Sentía que la enfermedad eliminaba cualquier otra cosa y que la niña también lo habría dejado atrás.

Hoy de nuevo la cuestión ha vuelto a estar presente de forma cotidiana. Porque sus heridas antiguas siguen ahí, necesitando atención específica. Y después de mucho tiempo a base de amor, comprensión, paciencia y métodos convencionales de los que una madre pone en juego cuando educa, tuvimos que reconocer que hacía falta algo más. Y cuando descubrimos que todo lo que nos desasosegaba era común a muchos, muchísimos de los pequeños que comparten su origen. Tanto que los profesionales han desarrollado ayudas específicas para estas necesidades.

Es cierto que lo que ellos manifiestan no es único ni exclusivo de ellos. Que hay mas niños que también tienen estos problemas y han nacido en su propio hogar. Pero eso no hace que se den de forma exacerbada entre nuestros pequeños llegados por adopción a nuestros brazos.

Reconocer que hay un problema es el primer paso para buscar soluciones. No significa menos amor. Quizá al contrario. Hay que amar mucho para estar siempre dispuesto a buscar ayuda para ellos, incluso reconociendo que no somos capaces de hacerlo solas.


El refugio primigenio

"Era un niño pequeño. Con esa pequeñez absoluta de los bebés tristes. Tenía los ojos negros, brillantes como puntas de estrellas. Y el pelo de suave hilo de algodón. Tenía miedo. Miedo de aquella nada grande que le rodeaba. Y frío. Un frío duro que se le clavaba en las costillas.
Lloró entones con toda la fuerza de su pequeño pecho. Con esperanza, con rabia, con desolación...lloró hasta que ya no le quedaron fuerzas. Hasta que el cansancio le venció. Otra vez.. Después no lloró más. El dolor se volvió ajeno y el miedo se volvió delgado como una mantita, pegándose a su piel".


Cuando nacemos lo hacemos con pocos mecanismos de defensa. Apenas terminados de hacer nos lanzamos al mundo tan inmaduros y vulnerables como pocos mamíferos en el planeta. Dependemos de nuestras madres para sobrevivir en un entorno hostil. Nuestra única arma es la voz. Un mecanismo de alarma que pone en movimiento a nuestro alrededor a nuestros proveedores de alimentos, calor y amor. Nuestra madre en primer término y nuestro padre. Después, todo el clan.

Cuando lloramos, sobrevivimos. Cuando un bebé lloraba en una cueva primitiva, era atendido y cuidado. El llanto equivalía a leche tibia. Un bebé que no llorase, probablemente moriría. Claro que, un bebé en una cueva, nunca habría sido relegado a un rincón, por muy calentito que este fuera. Un bebé primitivo sólo, habría llorado y atraído a los depredadores. Habría muerto quizá de frío o devorado. Y las madre primitivas nunca se plantearon nada más.

Ahora a nuestros niños no se los comen los dientes de sable si los dejamos en la cuna. Pero su instinto les dicta que la cercanía es seguridad. Por eso la reclaman. Y por eso se la damos. Un bebé que crece con la tranquila certeza de los brazos protectores es un bebé confiado y feliz.

¿Pero qué pasa cuándo ese refugio primigenio falta? Nuestros hijos adoptados en muchos casos, han tenido que sobrevivir a fuerza de autosuficiencia. Consolando sus miedos con arrullos propios. Aplacando su necesidad de contacto succionando sus propios dedos de forma compulsiva, meciéndose... Olvidando qué era lo que esperaban y nunca llegaba.

Después, aprenden a no querer consuelo, ni contacto. A no esperar refugio ni brazos amorosos. Y se cubren de un caparazón duro y pesado. Se curten en la desesperanza. Programan su cerebro para no necesitar. Y van eliminando los patrones de reconocimiento de refugio y paz que los abrazos significan.

Un día, llegan a casa. Y de pronto todo cambia. Su férrea barrera de protección contra la realidad se ve invadida por extraños que llegan con otra forma de estar cerca. Invadiendo sus corazas. Bañándoles en atenciones y afectos inusitados. Y los niños, desprovistos de su instinto primario, no saben qué hacer con ellos.

Hay pocas cosas más tristes que un bebé, un niño, que pasa por la vida sin refugio. Sin el calor primigenio de unos brazos en los que todo consuelo es posible. Son nuestros niños que lloraban hasta la extenuación sin brazos que los acunasen y aprendieron a conformarse en su dolor, en su hambre o en su miedo.

Todavía hay quien cree que todos los niños son iguales, independientemente de cómo han llegado a nnuestra vida. Pero no es verdad. Es una triste y enorme equivocación. Nuestros niños son como los supervivientes de un naufragio: valientes y fuertes, los que soportaron y vivieron. Pero también los que llevan las cicatrices de todo lo pasado.

Yo solía pensar que la adopción podía traer asociados algunos problemas que el amor, la atención y el cuidado podrían soventar. Pensaba que serían los asociados a la constatación del abandono en algún momento de su vida; al reconocimiento de la pérdida cuando fueran capaces de darse verdadera cuenta de ello. Pero no sabía apenas nada de las otras heridas.

Mi hija ha tardado cuatro años en reconocer mis brazos como refugio. Cuatro largos e interminables años en los que he sentido el hueco entre mis brazos y he visto su soledad sin poder hacer nada para remediarla. Ahora la mezo. La mezo porque sí, sin razón ni motivo. Sólo tratando de aplacar alguna llaga de soledad que aún le sangra. Y ella, al fin, se deja hacer, riéndose encantada y divertida de jugar a ser aquel bebé que no fué amado. Y a mi, aquel tiempo cada día me duele más...




lunes, 10 de febrero de 2014

De terapias.

Parece mentira en este paraje calmado y sosegado en el que vivimos, pero nuestra existencia se ve constantemente convulsionada por cambios y retos. Esta tarde empezaremos una nueva etapa de nuestra vida familiar. La pequeña comenzará a acudir a una terapia especial. Se trata de psicomotricidad relacional. Aún no tengo claro en qué consiste pero espero ir averiguándolo poco a poco.
Llegamos a este centro recomendados por un grupo de profesionales que realizan su trabajo en la Universidad de La Laguna. Fina Rodríguez y José Luis LLorca son un referente por su trabajo con niños adoptados o con dificultades especiales. En una de mis inmersiones en la red buscando ayuda desesperadamente, dí con ellos y concretamente con Fina. Me pareció una de esas personas que están como bañadas en un fluido que las hace deslizarse pausadamente por donde los demás corremos atrabancados. O quizá mi grado de estrés es tan grande que veo la vida como desde la ventanilla de un TGV.
Me escuchó amablemente, me dió consejos valiosos para la gestión de la nueva situación, incluso a nivel práctico e institucional y recibió a la pequeña para una valoración.
Ese día acudimos los cuatro. Aunque los chicos enseguida salieron para que el tiempo no se le hiciera a mi hijo mayor demasiado largo. Después, mientras una de las profesionales del equipo charlaba conmigo realizándome la entrevista acerca de la niña, ella jugaba con Fina ante nosotras, en una sala tapizada de colchonetas de colores y juguetes diversos.
Una cosa que me suele pasar y que seguro que a muchas personas les ocurre igual, es que uno cuenta algunas de las cosas que les preocupan de los niños a un profesional, y los pequeños por arte de magia, se convierten en pequeños angelitos que parecen totalmente ajenos a lo que contamos. Ese día la niña estuvo encantadora. Ni un berrinche, ni un ataque de rabia, ni un grito... Yo, ya acostumbrada, esperaba de nuevo, un informe en el que ninguna de mis preocupaciones quedase recogida. Y me equivoqué. Afortunadamente, me equivoqué.
Y no es que me alegre de ver por escrito que los problemas que detecto son reales, pero es el primer e imprescindible paso para comenzar a buscar soluciones.

Parece mentira que en dos horas de juego frente a frente, Fina fuera capaz de comprender tan acertadamente por dónde van algunos de los problemas de la pequeña.

Y ¡sorpresa! lo confieso. Hubo algo que no me esperaba en ningún caso. La parte más importante de la actuación recomendada con la niña se refiere a un problema de comportamiento derivado de la institucionalización. De la deprivación afectiva en sus primeros contactos vitales, de su ingreso en una casa cuna...¿os suena?

No es nuevo, pero para mí era un tema abandonado prácticamente. El hecho de que la niña enfermase borró el tema adoptivo de la lista de preocupaciones o mejor dicho, de ocupaciones. Los problemas de la enfermedad, la medicación y demás, ocuparon cualquier niño  de atención familiar.  Creyendo además, en mi caso, que es que hacían que el resto desapareciera. Es un defecto derivado de la sobreatención que una enfermedad grave determina en una madre: el peligro de leerlo todo en clave de enfermedad.
Y es que es muy difícil discernir: ¿se porta tan mal porque la medicación la pone nerviosa, la vuelve irritable? ¿Hay alguna razón médica que explique sus cambios de humor? Después de darle la medicación os aseguro que estoy más que dispuesta a decir que si. Y entonces me pregunto: si los fármacos condicionan su forma de sentir y de actuar ¿qué herramientas que quedan a mi como educadora?
Y de pronto, me recuerdan la herida primordial: el abandono. Y reabrimos la maleta adoptiva sacando los trapos sucios a relucir.

Según el informe, las tendencias de carácter que la niña muestra ahora se convertirían probablemente en rasgo de carácter si no se realiza algún tipo de intervención en este sentido. Y para eso empezaremos hoy la terapia.

Tengo mucha esperanza porque reconozco que no sé cómo actuar en muchos momentos. Sobre todo cuando vuelve del colegio de nuevo, con las quejas de los profesores que han tenido que bregar con un comportamiento ingobernable. Y con su carita triste y frustrada.

En fin. Ahora toca reajustar de nuevo la vida. Y esperar que de verdad, encontremos un poco de luz entre tanta tiniebla.

viernes, 7 de febrero de 2014

Odio el cole.



Otra vez. Cuando ya parecía que íbamos superando ese mal momento de incorporación al colegio volvemos a estar como al principio.

Mi hija no quiere ir al cole. No quiere por nada del mundo. Lo detesta, lo aborrece...o como ella misma se ha encargado de hacernos saber a todos a pleno pulmón, lo odia.
¿Y cómo no va a odiarlo? si hasta yo empiezo a desarrollar hacia él sentimientos de aborrecimiento. Sentimientos por otra parte, que me guardo con mucho cuidado para no añadir más angustias e inseguridades a los que ella ya tiene.

Lo odia porque no se siente integrada. Porque su diferencia la aísla de los otros niños que se van alejando cada vez más de ella a nivel de desarrollo. Porque su carácter, sometido a tantas maletitas como lleva cargando, se lo pone difícil a todo su entorno escolar. Porque las metas académicas son para ella como escalar el Everest en cholas y con un bocadillo de panceta como todo soporte.

¿Cómo no va a odiarlo?

La profesora se esfuerza, pero la veo cansada. A estas alturas del curso la noto ya harta de la batalla diaria con la niña. Y lo entiendo porque puede ser tremendamente disruptiva para el curso de la clase. Pero no me consuela porque no puedo hacer como las otras madres, chasquear la lengua en señal de lástima y marcharme a tomar un cortadito mientras hablo del precio del pan sin volver a pensar en ella.

Y mientras tanto mi hija, apoyada en la pared del cole grita para todo el que quiera oirlo que odia el cole, que los odia a todos...y que me odia a mi. Claro. La que la lleva y la entrega cada día a esa rutina que no soporta. La que busca mil maneras para motivarla, que no funcionan. La que incita a conseguir premios si no llora, o se enfada cuando por enésima vez somos el circo que llega a la plaza del pueblo.

Si, lo reconozco. Me aplasta la mirada de todas esas madres de niños perfectos. Las que nos contemplan murmurando "la pobre", orgullosas de sus niños felices, sintiéndose mejores porque a ella eso no les pasa. Como si tuviesen algún mérito especial que las hace inmunes a la desgracia. Qué ingenuas. Las que me miran con curiosidad por tantas cosas, que ya me agoto de sentirme mirada. Las que sienten doble compasión porque mi niña es adoptada. Encima. "Con lo que lucharon por esa niña y mira..."

Y es verdad. Con lo que luchamos por ella. Creyendo que buscábamos un poco más de felicidad para una vida que ya lo era. Pensando en que ella sería un rayo más de luz en nuestro paraíso de amor.

Igual que todos los padres que tienen hijos, biológicos o adoptivos. Lo mismo que la vecina de al lado, que también luchó por sus gemelos en un duro proceso de reproducción asistida. Y que también vivió la pérdida de uno de ellos, las secuelas del otro.

Lo mismo que las madres biológicas que se encuentran con que su hijo tiene una enfermedad o discapacidad. Con lo que se lucha por ellos, el sufrimiento es brutal.

Yo luché por llegar a ella. Con uñas y dientes. Quizá me obcequé, como creían algunos. Pero yo no lo creo. A veces me pregunto qué estaría viviendo ahora si finalmente no hubiéramos llegado a ella. Y sé con certeza que viviría siempre sintiendo esa ausencia, igual que la sentía antes de tenerla. Pensaría cada día en que me falta algo. Conviviría con ese hueco en el corazón.

Hubo un momento terrible, cuando nuestros pasos acabaron en un hospital infantil, con la niña ingresada de gravedad y sin saber para dónde caeríamos, en que un pensamiento feroz me consumía: ¿porqué me ha pasado esto a mi?

No podía aceptarlo y se me removían todos los principios. Incluso me preguntaba si estaba asumiendo un trágico destino que no me correspondía.

Un día, apoyada en la pared del pasillo, junto a la puerta de la habitación donde la niña dormía, me sentía  inmensamente desdichada. Desesperada y angustiada. Era la hora de los paseítos, cuando los niños ingresados que pueden hacerlo salían al pasillo un ratito, o bajaban a la sala de juegos. Una planta de neurología infantil no es un patio de colegio. No abundan los niños que corren y saltan. Y vi a las otras madres, a las que después llegaría a conocer y apreciar, cuidando de sus hijos. Con la mirada rota y la sonrisa puesta. Jugando a llevarlos subidos sobre la percha de los sueros, convertida en un patinete para ellos. O contando chistes. O cantando.

Todos ellos eran biológicos.

Y de pronto algo cambió dentro de mi. Fue como si una pieza que no acababa de encajar en mi corazón, lo acabara de hacer de repente.

A mi no me estaba pasando nada. Era a mi hija a la que le estaba sucediendo aquella terrible enfermedad. Era ella la que sufría, la que viviría con esto toda la vida. La que debía pelear y la que más sufría. Mi hija. Y la pregunta que me mortificaba cambió: ¿Porqué le tiene que pasar esto a ella?

Quizá no le esté explicando bien, porque fue algo definitivo e inmenso para mí. Creo que durante un tiempo sentí que el hecho adoptivo era el culpable de toda la infelicidad. Y aunque nunca rechacé a mi hija, porque la amaba profundamente, si sentía alrededor de el tema adoptivo un rencor difícil de explicar. Aquel día de pronto, sentí profundamente, que la injusticia no era que me hubiera tocado una hija enferma. Si no que MI HIJA hubiera enfermado.

Igual que todas aquellas familias biológicas estarían sintiendo en esos momentos.

Ese fue el paso definitivo para anudar los vínculos afectivos que nos unen como madre e hija.
Un momento trascendental que además, creo que ella también sintió, porque después de un periodo de adaptación largo y complicado, la niña comenzó por fin a acercarse de verdad a mi. A reconocerme como madre y a confiar ciegamente.

No es la mejor manera, os lo aseguro, pero al principio de la adopción con la niña ya en casa, un profesional me dijo una vez: "Os vinculareis realmente cuando la niña esté enferma alguna vez".

Quien iba a imaginar que sería de una manera tan intensa.

lunes, 3 de febrero de 2014

Parte del clan.

Hay lugares en la vida de cada uno que son como estaciones de servicio para la energía emocional. Paradas obligatorias que hay que incluir en nuestra hoja de ruta vital si no queremos quedarnos a medio camino, sin fuerzas para continuar.

A veces esos puntos indispensables son los amigos, un lugar de vacaciones, una actividad placentera o la familia. Para nosotros, la familia es una lejana estación de servicio. Viviendo al otro lado del mar, la proximidad es obligadamente virtual. En ocasiones, no es suficiente.

Cuando emigramos no pensamos nunca en lo que eso implicaba. Vivir solos, tan lejos de todos los seres queridos era algo solo relacionado con la nostalgia. Una emoción con la que, cuando se cambia de escenario para emprender una vida distinta, se aprende a coexistir. Como decía Isabel Allende "la nostalgia es el vicio de los desterrados". Pero esa nostalgia se torna imposible de soportar si además de añoranza significa otras cosas: la ausencia de una mano que ayude a levantarse, de unos hombros sobre los que apoyarse cuando se esté extenuado, de unos oídos que escuchen sin juzgar...

Hacía año y medio que no íbamos a casa. Porque aún es eso lo que pensamos cuando viajamos hasta allí. A casa. El hogar donde crecimos, donde criamos nuestros sueños y anhelos más felices. El pueblo en el que aprendimos a vivir, la gente entre la que jugábamos a ser mayores. Un año y medio en el que han pasado tantas cosas... Lo habíamos deseado tanto sin poder hacerlo que ya parecía que daba igual. Que de todas formas, ir o no ir no supondría diferencia alguna respecto a la realidad en la que flotamos. Seguramente era algún tipo de mecanismo mental de defensa, como aquello que decía la zorra que no alcanzaba las uvas en la fábula de Esopo: "Bah, total...están verdes".

Y de pronto todo se volvió insoportable. Y nos montamos en el primer avión rumbo al hogar de la infancia. Los niños felices, impacientes por abrazar a los abuelos, a los tíos, a los primos, a los tios-abuelos, a los primos de papá y mamá...Por disfrutar de los nuevos miembros de la familia, por recrear los momentos especiales que crean para ellos sus abuelos: las chuches a escondidas de mamá, las tardes eternas de peinar a las muñecas, la propina por ser tan mayor, la visita mañanera para despertar al abuelo...

Llegar a casa...y descansar. Quizá no tanto físicamente, pero sí emocionalmente. Y sobre todo por la constatación una vez más de la importancia del clan en la vida de los niños. El clan, el círculo afectivo que rodea a los niños es como una red. En ella se entremezclan todo tipo de interacciones afectivas y sociales. Diferentes personalidades y modos de ir por la vida. Pero un sentimiento de pertenencia claro y evidente que incorpora a los niños de forma natural.

A mi todo esto me resulta mucho más palpable porque habitualmente carezco de ello. Pero desde que mi hija se ha convertido en un miembro vulnerable de la familia la sensación de Clan se ha vuelto muchísimo más real. De manera sutil, se tejen alrededor de ella interacciones especiales que antes no lo eran tanto. Y que hacen mucha falta. A ella y a nosotros.

Y yo que siempre siento que tiro de un carro lento y pesado, me siento entonces aliviada. Veo como los niños se nutren de otros afectos diferentes, reciben otras formas de ver la vida, absorben enseñanzas tácitas que no proceden de mi, son consolados, dirigidos, confortados, alentados, instruidos desde el reconocimiento de pertenencia que supone formar parte de un grupo familiar cohesionado. Crecen, en cada viaje, aprenden a ver con nuevos ojos, a verse a si mismos también de otra manera.

Mi hijo mayor, partido por la doble nacionalidad de su corazón, sufre y disfruta por igual de cada viaje, deseando renunciar a su esencia canaria de nacimiento cuando está allí. Incapaz de separarse de su tierra natal cuando la tiene cerca.

Y mi pequeña, se sumerge de lleno en el afecto blandito de los abuelos. Aprendiendo a ser parte de una familia. No solo hija y hermana, sino nieta y sobrina, prima y vecina, amiga y paisana. Y yo respiro hondo por un ratito. Dejando la batalla para más tarde. Observado y aprendiendo de mis hermanos, padres también, con otras formas de educar, otros recursos...Enseñando también a ser familia con mi propia forma de ser hija, hermana, prima, vecina, amiga y paisana.

Y sobre todo creando una idea sólida de pertenencia a un grupo en el que se es aceptado como igual, respetado y sobre todo amado. Referentes diferentes en los que mirarse y desde los que mirar.

Y a nivel personal, poder de nuevo ser una misma sin tener que explicarse, sin esperar juicios de valor ni análisis...Sentarse ante las amigas de la infancia después de año y medio sin siquiera haberse hablado por teléfono y sentir que ayer estuvimos en esa misma mesa de ese mismo bar, compartiendo el mismo café y riéndonos de las mismas cosas. Cuidar de tus padres un poquito, abrazar a tus hermanos que ya visten canas y descubrir en tu sobrina una adolescente increíble que te llena de orgullo y te emociona... Saber que te entienden aunque tú no lo hagas, que te quieren aunque estés hecha un erizo.

He recolectado para el largo invierno, calor y amor, esperanza y aliento. Qué buen, buen viaje.

viernes, 17 de enero de 2014

Escolarizando, estandarizando, atropellando.

Qué cosas. Llega un momento en que tus hijos dejan de ser tuyos de manera total. De pronto y sin darte cuenta, ya van al colegio. En ese momento aparecen en su vida personas que se convertirán en directoras de sus vidas durante muchas horas al día. E incluso después. Hasta ese momento, una madre piensa con detenimiento con quién pasan el tiempo sus hijos, con quién se quedan si ella no está, quien los cuida...Pero cuando el cole llega no hay elección. La profesora o profesor de tus hijos es la que toca. Las rutinas, las que la escuela determina. Las exigencias las que el protocolo dicta. Nunca olvidaré una frase que me dijo la directora de un colegio cuando empezaba a buscar lugar para mi primer hijo. "Para septiembre exigimos completo control de esfínteres". Ohhhh...cuando lo oí pensé que evidentemente aquel no era el centro que nos gustaría.

Cuando los niños empiezan el cole hay diferentes grados de madurez. Evidentes diferencias en el desarrollo físico y mental de los pequeños que además, pueden tener edades muy distintas en un mismo curso. La diferencia entre los pequeños que nacen a primeros de año y los de finales pueden ser muy evidente. El tiempo de crecer no corre más porque la consejería de educación lo decida así. Pero es lo que hay. Luego ya es una cuestión de suerte. De encontrar un profesor empático, cualificado y paciente que permita a los niños ser lo que realmente son, no lo que se supone que deberían. Y no abundan.

Hace tiempo ya que mis hijos pasaron esa fase, la de iniciarse en el mundo escolar. Pero siguen en el colegio, claro, y por tanto, sometidos a las normas y exigencias de un aula, que a su vez, se rige por criterios generales marcados por la autoridad superior, digamoslo así.

Con cinco años recién cumplidos mi hija tiene muchas batallas que pelear en su ámbito escolar. Tiene muchos frentes abiertos y está cansada. Se le hace cuesta arriba el horario, necesitaría dormir un poco a media mañana. La profesora, indulgente, le permite echar una cabezadita sobre la mesa. Pobrecita. Y tiene suerte de tener una maestra comprensiva. Le cuesta asumir las rutinas y obedecer las normas y eso le crea problemas con los otros niños. Así que juega sola casi siempre. Con su carácter tira para adelante como si nada. Pero no le gusta el cole, claro. Es más, podría decir que según sus propias palabras, lo odia.

Pero lo peor es la curiosa forma de educar a los más pequeños que tenemos en los colegios de este país. En Europa o EEUU hasta los seis años los niños no van al colegio. Como mucho acuden a la guardería; un lugar en el que jugar, aprender a estar con otros niños, dormir, reirse, cantar...Un lugar divertido en el que ir desarrollando las capacidades de cada uno libremente, aprendiendo a ser. Nada más y nada menos.

En España, como somos más listos y corremos más, ponemos a nuestros pequeños a aprender desde los tres años. En teoría, no se empieza la lectoescritura hasta los seis. En la práctica, se prentende que los los niños lleguen a primero de primaria sabiendo leer. Casi nada.

Yo tengo la doble experiencia en este tema. Mi primer hijo, precoz y de mente muy rápida, aprendió a leer a los tres años y medio. Porque sí. Porque su mente inquieta se lo pedía y porque aprendió sin esfuerzo, jugando, escuchando cuentos. Y sin embargo, con cuatro años y medio estaba cansado porque el protocolo marcaba que, mientras él ya era capaz de leer solo, tenía que ir aprendiendo sílabas, vocales, letra sueltas. Se aburría.
La cuestión es que a día de hoy, todos sus compañeros leen igual que él. No hay ventaja en aprender antes si no es el momento. Cada niño consigue sus metas cuando es el momento adecuado para ello. No vale de nada presionar, azuzar o meter prisa.

Y lo que ahora me tiene enervada es el caso contrario. Mi pequeña va más lenta. Necesita más tiempo para aprender. Olvida rápido y se cansa antes. Y sin embargo...sin embargo se ve atropellada también por el protocolo establecido. Lleva ya dos años repasando letras, tratando de aprender vocales y consonantes, de aprender a contar y establecer cantidades y cifras...Un universo que le resulta difícil, agotador, desalentador...Unas metas que nos sumergen a las dos en largas horas de trabajo en casa, a veces frustrantes y dolorosas.

Aunque parezca mentira, yo me he dejado arrastrar por ese torbellino. A veces me sorprendo a mí misma insistente e impaciente y me pregunto porqué me ocurre esto. ¿Porqué quiero que se aprenda las vocales o los números cuanto antes? ¿Es que acaso me he contagiado de ese espíritu ansioso del que hablaba?

Y una voz pequeñita me susurra entonces desde dentro. Es miedo, amiga mía, es Miedo. Es el miedo de pensar qué pasará si no puede. Qué ocurrirá si siempre olvida o nunca comprende las malditas letras, los malvados números. Y me entra la prisa de ver que si, que puede, que en su caminito propio y personal, iremos poniendo todos los conocimientos que el mundo le irá exigiendo.

Sin embargo hoy, hablando con una amiga querida que tiene también un pequeño de la misma edad y está en una escuela de corte europeo, he recordado claramente todo eso. Que es pronto para aprender letras o números. Que no pasa nada si aún no puede. Que tenemos aún un tiempo feliz para la inconsciencia, para la alegría sin fuste, sin motivo, sin razón.

He recordado y desempolvado del polvo del olvido,  los rincones apacibles de la infancia en los que nada debería interferir. Las tardes de paz en casa, con tu madre y tus hermanos, el respiro doméstico de la presión escolar...El lugar en que ser sin más, sin obligación de hacer, de cumplir.

Qué pena que no tengamos la suerte de estar en uno de esos colegios pacientes que no quieren hacer de la primera infancia una huerta en la que cultivar frutos a la mayor velocidad. Nosotras abonaremos nuestras fresas con tiempo y paciencia. Y saldrán cuando puedan.
Y si se me olvida de nuevo que la primavera no llega cuando se la llama sino cuando toca, volveré a este mismo lugar a recordar que la infancia es un "lugar sin tiempo, donde los minutos no cuentan y las horas pasan dulcemente compartiendo las cosas más simples".

jueves, 9 de enero de 2014

Con la espalda doblada.

Últimamente pienso mucho en las familias que adoptan niños con dificultades especiales, enfermos o discapacitados. Podría simplemente pensar en todas las que viven esta circunstancia sin ser padres adoptivos, la mayoría seguramente. Pero no. Lo que mi mente me envía es la circunstancia concreta de la adopción con un handicap especial. Por lo que lleva de voluntario, de decisión.
Recuerdo algunas conversaciones en las que se mencionaba el pasaje verde de china como una opción que agilizaba el proceso a cambio de pequeños problemas de salud solucionables en los pequeños. Y también lo que la realidad podía suponer en este sentido.
Y me viene a la cabeza la ligereza con que en algunos casos se enfrentaba este tema, con la ceguera que la búsqueda desesperada de un hijo puede acarrear.
A mi, como a muchas madres de cualquier origen y condición, la enfermedad me esperaba agazapada, sin dar la cara. Y se lanzó sobre la familia con la avidez de un animal hambriento atropellándonos y revocándonos en el miedo y la desesperación.
Pero eso fue solo el principio. Después empezaron otros dolores. Los asociados a a la vida que gracias a dios, sigue adelante.
De pronto la vida que antes era fácil ya no lo es. De pronto ya no puedes trabajar porque tu hija te necesita ahí, porque aún temes que en cualquier momento el animal acechante volverá a hacer presa en ella...en nosotros. Y entonces, aquellos tiempos en los que el bienestar económico se daba por hecho se vuelven cada vez más un recuerdo.
Y nosotros aún ingenuos creyentes en un estado protector que arropa a sus indefensos, confiamos en la ayuda que nos llegaría. Quizás una beca para logopedia, apoyo pedagógico y fisioterapia. Quizá una pequeña ayuda a la dependencia que nos abriera las puertas de algún centro de apoyo. Qué ingenuos, decía, qué confiados.

Pienso en los que se verán igual que yo, con sus hijos adoptados, enfermos o discapacitados, descubriendo todo lo que eso acarrea, lo que requiere y lo que exige...y me pregunto si encontrarán abiertas las puertas que yo encuentro cerradas.
Y recuerdo esos informes de idoneidad en los que el soporte social era un punto importante...y reflexiono al ver cómo es una piedra de toque imprescindible para salir adelante indemne. Esas manos que acompañan y ayudan cuando el corazón se cansa. Porque, a veces, la amarga realidad, es que muchas manos antes extendidas se vuelven esquivas y se prodigan menos cada vez. El dolor ajeno es como una enfermedad contagiosa de la que conviene apartarse.

De ser madre a ser enfermera. De disfrutar jugando a las muñecas a ejercer de terapeuta a tiempo continuo. De creer que siempre encontraría repuesta y orientación a las cosas que les pasan a mis hijos a descubrir que un encogimiento de hombros es una respuesta común. Es como navegar en un mar sin estrellas buscando a tientas el camino, sin brújula ni timón.
Salir adelante es la única opción. Pero a veces... Ay, a veces, se pierde de vista elhorizonte y solo los ojos tristes de mi hija cuando al final me falla la alegría son capaces de ponerme de nuevo a rodar. A rodar dejándome jirones en cada nueva vuelta. Y'curándome cada vez en los abrazos de mis hijos, en su sed de vida y su ávida forma de querer.