miércoles, 27 de junio de 2012

Horror en el comedor II

Un nuevo post para comentar acerca del anterior que hablaba de los problemas de alimentación o más bien, de los problemas de actitud en la mesa de algunos niños.

Os contaba el método que pusimos en funcionamiento cuando las cosas comenzaron a ir mal en la mesa con mi hija pequeña. Y hoy, unas semanas más tarde, quería comentar cómo han ido las cosas.

Para empezar, a las madres y padres que lo están pasando mal con este tema, tengo que animarles de forma rotunda: las cosas pueden cambiar.

Como muestra un botón. Mi hija pequeña es todo carácter. Una tanqueta que suave pero imparablemente va recorriendo sus días con la voluntad de hierro de un luchador de sumo. Esto que puede ser una gran ventaja en algunos aspectos, en otros es sencillamente tremendo. En la mesa, por ejemplo. Cuando comenzó a comer mal nos pilló por sorpresa. Hasta unos días antes, comer era su placer principal. Pero de pronto, todo eran problemas ante el plato. Se acercaba con mala cara, comentaba lo fea que era la comida e informaba de que no pensaba comérsela. A partir de ahí, comenzaba el despliegue: persuasión, distracción, regañinas y en fin, tensión. En poco tiempo el problema se convirtió en oficial. La niña no comía. ¿Porqué? Después de analizarlo mucho llegamos a una conclusión; porque no le venía en gana. Increíble pero cierto, la mesa se había convertido en su campo de batalla, donde se medía y donde descubría su poder sobre mí, que era quien más se preocupaba y más nerviosa se ponía. Los celos con su hermano, fueron el catalizador que le dieron forma al conflicto. El mayor ocupaba la mayor parte de la atención con sus chascarrillos y sus comentarios a la hora de comer. Ella se convirtió en protagonista cuando dejó de comer. Y con el paso de los meses, creció mi angustia al ver en lo que se habían convertido las comidas en casa, hasta entonces el momento del encuentro familiar, de comentar el día, de reirnos juntos. Ahora eran el rato más tenso de la jornada. Llegamos a pensar en ponerla a comer aparte para evitar que la tensión afectara a todos los demás. No llegamos a hacerlo, demasiado acostumbrados a compartir en familia, sin tele ni distracciones.

Hace unas semanas la situación era insostenible. La niña adquiría cada vez más habilidad en su batalla personal contra mis menús. Ya no sabía que poner en su plato. Todo era rechazado firmemente. Escupía cualquier cosa. Hacía arcadas ante cualquier cosa que no fuera pan o patatas fritas. O dulces. Un día se atragantó. Tenía que ocurrir dado que cualquier cucharada que le diera era recibida con una llantina a gritos. El mal rato que pasó ella fue histórico. El que pasé yo no tiene nombre. Por un momento terrible, toda mi vida pasó ante mis ojos viendo a la pequeña ponerse colorada sin respirar. Por supuesto cuando el susto pasó, los abrazos y llantos (míos en este caso) fueron abundantes. Y se lo aprendió. A partir de ese momento, cuando llegaba la hora de comer trataba de atragantarse haciendo ruidos extraños con la lengua mientras me miraba y me decía, "mira mamá, lo que me pasa". Hubo un momento en que me pregunté si habría desarrollado algún problema de masticación de deglución, pero claro, no existe problema que se produzca con un lenguado fresco y no con una tarta de bizcocho. Lo mismo ocurrió con el vómito. Ante mi atónita mirada, después de una vomitona tras la que se hizo con el control de la mesa, empezó a repetir el hecho.

Pero ahí empezamos a hacer las cosas bien. Hubo que pararse y reflexionar. Alejarse emocionalmente del problema para analizar sus causas profundas y buscar estrategias. Ponerse de acuerdo toda la familia ante la actitud a tener y ponerse manos a la obra. Os lo contaba con detalle en "horror en el comedor", un post anterior. El tema de los atragantamientos y las vomitonas tuvo curiosamente una solución muy sencilla. Aunque a mí se me hiciera muy costosa. Comencé a fingir que no me afectaba nada. Cuando empezaba a hacer arcadas y me decía "mira mamá, voy a vomitar", yo seguía con lo mío, me volvía para que no me viera cara de preocupada y le decía; ·"ah, vale. Pues nada, cuando acabes me avisas y sigues comiendo ¿vale?". Con los atragantamientos fue lo mismo, pero más duro para mí, que casi me muero del miedo. Cuando comenzó a mover la comida hacia su garganta buscando el efecto deseado la miré tranquilamente y le dije "¿te vas a atragantar? Uf, qué mal lo vas a pasar". Y me puse donde no me viera, en este caso detrás de ella, vigilándola angustiada y rezando para que dejase de hacerlo. Y funcionó. No ha vuelto a hacerlo más. Ha probado con alguna arcadita, pero como no hay reacción,  la comida sigue su curso, no lo ha hecho más.

Ahora, somos muy rigurosos con el método. No la obligamos nunca, la ayudamos cuando vemos que es cansancio pero acepta la comida a gusto. La raciones son pequeñitas pero con preparaciones normales, tal como las comemos los demás. Hablamos con ella mucho cuando come tranquila. Y su actitud es radicalmente distinta. No hablamos con ella de la comida antes de comer ni durante la comida. No entramos en el juego de "no me gusta, pero si está muy rico, pues no lo quiero". Se le pone y cuando empieza a protestar no recibe atención. Ella sola, ante la comida, decide finalmente probar lo que tiene delante y casi siempre se lo acaba comiendo. Su actitud es otra. Ya no se acerca como si fuera un combate. Aunque sigue estando siempre alerta por si el menú no es de su agrado, las comidas han vuelto a ser agradables y amenas. Cuando terminamos de comer, todos los días, comentamos en alto. "¿Os habeis dado cuenta lo bien que se porta nuestra niña en la mesa? No llora, no se enfada y come solita como una niña grande" A lo que ella contesta: "Siii, un aplauso para miiii..." . :-))

Probad el sistema si teneis niños que comen mal. Pero sed constantes, alejaos del problema emocionalmente (o sea no os angustieis, que no se mueren de hambre ni mucho menos, ni les entra desnutrición sin durante los primeros días comen muy poco), y no les deis caprichos entre horas. Vereis qué cambio. Ah, y espero que si lo conseguís me lo conteis. Me encantará saber que a otras familias también les ha funcionado.

El verano ya llegó.

Ya están en casa. Se acabaron las obligaciones escolares y los peques están en casa, llenándolo todo, haciendo brillara cada rincón de la casa. Estaba deseando este momento, El de que sean mios todo el rato, sin tener que someterme a la voluntad ajena, a los horarios a veces insoportables, a las exigencias de tareas y estudios...soy un poco mamá gallina, lo sé. Pero crecen tan deprisa que quisiera aprovecharles todo el tiempo posible. Y ellos, se dejan querer.

Hasta que aparecen...¡los amigos! Cuando salimos a la piscina los tres solos, se establece un momento precioso de intimidad. Jugamos, nos reimos, y disfrutamos juntos. Pero en cualquier momento llegan los amigos. Mejor dicho: Los Amigos, con mayúsculas. Esas personitas que se han convertido en el referente de mis hijos, especialmente del mayor que ya está en edad de admirar a otros. En ese preciso instante, yo sufro una metamorfosis maternal: me convierto en La Portadora. Un cargo importante, imprescindible más bien, pero poco apasionante. Consiste básicamente en llevar las toallas, las cholas, las cremas, los manguitos, las pistolas de agua, la sombrilla, la pelota, los yogures y alguna cosa más, de aquí para allá. A veces, hasta me llevo un libro ¡optimista que es una! porque entre los "mira mami, lo que hago", y los "mamáaAAA...Fulanito me salpicóoooo...", nunca consigo abrirlo.

Me desvanezco y eso me da una oportunidad de oro de ver a mis hijos crecer. De ver cómo juegan en grupo y observar cómo se aprende a vivir jugando.

martes, 26 de junio de 2012

MIs pequeños héroes.

Hoy ha sido un día importante en la familia. Era el día de entrega de notas en el cole. Mis pequeños estaban impacientes por acudir a por ellas. El mayor, ya consciente de  lo que significan, para comprobar definitivamente si su esfuerzo había dado los frutos deseados. Y mi pequeña porque se había contagiado de la emoción del mayor. Es un espejito que reproduce a su hermano haciendo las mismas cosas pero en pequeño, adaptadas a su talla y a su lengüita de ratón.

Los dos esperaban ansiosos también el pequeño regalo que les esperaba como premio a tanto trabajo. Lo habían escogido después de mucho pensar y lo tenían aparcado junto a la puerta, esperando el momento de abrirlo al fin. Un premio merecido, porque el año ha sido duro para los dos. Cada uno ha tenido que escalar sus propias montañas. Ella comenzando la aventura escolar, peleando como una campeona, consiguiendo sus metas, con su forma particular de hacer las cosas, pausada pero imparable. El, con su primer acercamiento a la realidad académica del estudio, haciéndose mayor, aprendiendo a aprender en serio.

Mis hijos son los afortunados alumnos de un pequeño colegio. Un mundo aparte, alejado de la masificación y de la despersonalización, donde el día a día es la pauta de relación con los profesores. Un colegio con solo dos aulas, en las que el aprendizaje se firma con nombre y apellidos. En las pequeñas aulas, los niños y los profesores se convierten en familia. Los profesores conocen a los niños en clase y en casa. Comparten con los padres alegrías y sinsabores diarios. Saben de mocos nocturnos, de pesadillas o de celos. Cuidan de los niños como si fueran propios. Una lotería de la que disfrutamos consiguiendo además, el mejor nivel de la zona escolar. Un ambiente que supone para mí, que lo analizo todo, la tranquilidad de saber que nada pasa desapercibido, que siempre hay alguien dispuesto a ayudar si hace falta.

Hoy los niños se abrazaban a sus profesoras. Un diploma, un poema de agradecimiento por su cariño de parte de la profesora, unas chuches...Y un rato de charla en el que hacer sentir a los pequeños que su trabajo del año ha valido la pena. A los niños...y a nosotros, que también nos hemos esforzado lo nuestro.

Con sus notas relucientes, sus sonrisas enormes y satisfechas, nos han pintado en la cara el orgullo de ser sus padres...aún más si cabe. Porque para los dos ha sido un año complicado. Hemos tenido sustos y disgustos. Tropezones y alguna zancadilla de la vida. Pero ambos se han levantado y han seguido adelante fuertes y felices. ¡Qué poco parece una pistola de agua y una cámara de juguete para premiar tanto esfuerzo! Pero a ellos...les ha encantado. Mis héroes. Cuánto tengo que aprender de ellos. Qué bien que tengo todo el verano para disfrutarlos !!!