viernes, 9 de octubre de 2015

¿Cuándo acaba la infancia?




Ya hemos arrancado de nuevo. La vuelta al cole es como poner un trailer en marcha...empujándolo. Lo más difícil es que comience a rodar; luego todo es más sencillo.
El tiempo que vuela desesperadamente nos ha dado otro empujoncito y mi hijo mayor empieza ya su primer curso de ESO. El instituto. Aunque ahora, con la nueva ley que decidió que con once años ya están creciditos para abandonar el refugio de un colegio para niños, salen al mundo casi sin hacer. De pronto, deben dejar de ser niños para convertirse en adultos en rodaje.
No comprendo esta prisa que empuja a los niños a dejar de serlo cada vez más pronto. La madurez debe llegar suavemente, como el color a un melocotón que madura en el árbol. No, como esa fruta arrancada antes de tiempo que llega verde a nuestros fruteros.  Once años es la edad del descubrimiento. De ir viendo poco a poco como la vida se llena de matices que antes no veíamos. Sin apuros, sin tener que demostrar que de repente, estamos listos para afrontar retos demasiado duros. Sin perder la alegría de la inconsciencia infantil, del luego libre, de la incomparable posibilidad de perder un poco el tiempo, de hacer el tonto con los amigos sin trascendencia alguna...
Y sin embargo, arrastramos a nuestros pequeños hombrecitos o mujercitas, a un mundo que sin previo aviso, se vuelve más duro y más exigente. Demasiado.

Es verdad que hay que ir aprendiendo responsabilidad, que crecer implica algunas renuncias, que la vida es una batalla en la que hay que ir aprendiendo las diferentes estrategias que necesitaremos para salir adelante en ella. Pero hay un tiempo maravilloso e irrepetible que no se puede dejar pasar sin ser conscientes de él. Cuando era una niña, mi hermano, un año mayor que yo, me regaló una vez un póster que decía: La infancia es un lugar sin tiempo, donde los minutos no cuentan y las horas pasan, dulcemente, compartiendo las cosas más simples. 
Así es. Simple y sencillamente. La infancia es el momento de construcción de la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Una capacidad que definirá en el futuro nuestra capacidad para ser felices.
Mi hijo es feliz. Su capacidad de adaptación es enorme y su flexibilidad mental también. Quizá porque hasta ahora, su vida ha sido libre y cómoda. Sin demasiadas normas, con mucho tiempo para jugar y compartir con amigos. Con largas horas juntos, disfrutando de nuestra intimidad especial y maravillosa. Su paso al instituto ha supuesto para él un paso hacia la vida adulta que se le antoja como algo atractivo e irresistible. Es precioso verle convertirse en el hombre que un día será.
Pero desde fuera, veo su jornada interminable. Largas horas de clase que parecen quedarse cortas porque se prolongan con tareas que requieren horas y horas de dedicación al llegar a casa.

Y mi pregunta al aire es...¿en qué parte de la programación de los cursos se tiene en cuenta la necesidad de un niño de jugar? ¿De decidir qué hacer con su tiempo sin alguien que se lo dirija expresamente? En todos esos estudios modernos que teóricamente analizan el desarrollo emocional y lo tienen en cuenta ¿de qué manera es compatible un planteamiento en el que todo el tiempo de vigilia de un niño se dedica a la instrucción académica con la idea de que la inteligencia emocional y el bienestar psicológico de un niño son tan importantes como su formación escolar?

Mi hijo es un buen estudiante. Tiene el privilegio de una mente rápida, un cerebro brillante y ávido de aprender. Y sin embargo...cuando veo sus ojeras y su carita cansada; cuando me pide que le acompañe un ratito en la cama porque apenas nos vemos...cuando le veo aún tan pequeño con sus once años me pregunto en qué momento hemos olvidado que la infancia nunca vuelve y que con once años, diga lo que digan los sucesivos planes de educación que nos regalan los gobiernos, aún no eres nada más y nada menos que un niño.
Igual que todos los miles le pequeños que, como él, se esfuerzan a diario en cumplir los retos que los adultos les ponemos. Nuestros pequeños niños sin tiempo.