jueves, 15 de octubre de 2015

La medida de un niño.







Siempre digo que para mi los años comienzan en septiembre. Primero, porque durante muchos años era el principio de mis propios retos como estudiante. Y ahora, porque es cuando mis hijos se ponen también en marcha, respecto a sus cursos escolares. Y por eso, es el momento de ordenarse mentalmente para afrontar los nueve meses de recorrido de la mejor manera posible.

Recuerdo cuando mi hijo mayor empezó el colegio. De pronto, mi pequeño que, hasta ese momento había sido, por decirlo así, solo mío, empezó a ser además, de la vida. Parece una tontería, dicho así, pero no lo es. Cuando los niños entran en el colegio, aparecen en su vida personas con autoridad para decidir sobre ellos en muchos aspectos. De pronto, dejas de saber todo lo que pasa en su día a día y comienza a forjarse un espacio privado en el que los niños crecen y aprenden fuera de la sombra materna. Es lo adecuado. Pero, si no han ido a guardería en cuyo caso ya se habrá vivido esto anteriormente, hay que hacer un proceso importante de delegación. Y para hacerlo bien y que esto funciones hay que tener una clave, una herramienta imprescindible: la confianza.

Hay que confiar  en los profesionales que están a cargo de la educación de nuestros hijos. Hay que confiar en el sistema que los coloca ahí. Hay que confiar en que todo es como debería ser. Y no siempre es sencillo. Porque, lamentable y aterradoramente, no siempre el sistema funciona como debería.

Cuando nuestros hijos no tienen dificultades encajan suavemente en el mecanismo escolar. Normalmente pasan por los cursos afrontando las posibles dificultades con sus propias armas y nuestro respaldo. Es simple. Solo hay que acompañarles y escucharles atentamente para que todo vaya bien.
 Pero cuando nuestros niños no son la pieza exacta que el engranaje requiere, empiezan los problemas. Mi pequeña y yo sabemos mucho de eso. Y a base de disgustos y peleas he aprendido algo que quisiera compartir, para que sirva de ayuda si es necesario.

Cuando mi niña enfermó, con tres años y medio, empezó "el baile". Enferma o no, acudía a clase como los demás. Faltaba mucho, claro, pero se debía ajustar a los protocolos como un niño más. El curso acabó, pero nuestro periplo acababa de empezar.

No voy a hablar de nuevo de todo lo que sucedió, pero cuando llegó septiembre y el curso comenzaba otra vez, mi hija ya no era la misma. Sometida a un tratamiento de corticoterapia brutal, acudía al colegio cada día, arrastrándose detrás de un horario que se le quedaba graaaande. Y yo, me pasé el año quejándome a la directora, a la tutora, a la profesora, a todo el que me prestase atención...Decía que para la niña eran demasiadas horas, que estaba muy cansada, que era un sufrimiento para ella demasiado grande...¿La respuesta? Se encogían de hombros. Era algo irremediable y había que aguantarse. Mi hija faltaba mucho, claro. Había que tratar de darle un respiro, pero era muy difícil.

En los médicos era parecido. La niña estaba muy irritable, impaciente, con tremendos cambios de humor. En el colegio esto, no podía ser se otra manera, le acarreaba problemas de relación con compañeros y profesores. Y de nuevo, encogimientos de hombros. Yo sospechaba que era el tratamiento, pero nadie "se mojaba" y las cosas iban quedando así, en el limbo de lo irremediable.

Os aseguro que no soy una persona que se conforma. Ni que abandona jamás una batalla. Pero aún así, no conseguía que nadie determinase nada en favor de mi niña.

Han pasado tres largos años. Tres años que paradójicamente, han volado. Mi niña ya no toma corticoides y su comportamiento ha mejorado ostensiblemente. Resulta que un tratamiento agresivo con cortisona puede incluso producir psicosis. ¡Qué sorpresa! O más bien, no. Y ¿sabéis? Aunque saber eso no hubiera cambiado lo que mi hija y nosotros, sus padres y su hermano, pasamos, os aseguro que lo hubiera vuelto más sencillo. Comprender el porqué de las cosas siempre ayuda a posicionarse y reaccionar con cordura.

Pero a lo que iba... porque hoy de lo que quiero hablar es de nuevo del entorno escolar.

Tras todo este tiempo de aguantar como algo irremediable la situación descubrí como suele pasar, de manera casual, que las cosas podían ser de otra manera. La escuela, me vais a permitir la generalización aunque soy consciente de que hay honrosas excepciones, no suele estar abierta a cambios que supongan diferenciaciones entre alumnos. Lo que mejor funciona desde el punto de vista de la institución es la homogeneidad. Lo entiendo. He trabajado con niños.  Pero detrás de ese muro aparentemente infranqueable se esconden muchas otras posibilidades. 

Mi hija se dormía en clase a diario. Extenuada, caía sobre la mesa. Sus compañeros cuando se daban cuenta corrían a quitarle las gafas para que no se las clavase. Así podía permanecer una hora o más. Al despertar, se le habían dormido las manos porque sobre ellas apoyaba la carita. Cuando yo la recogía, de mi pequeña quedaba solo un recuerdo. La persona que salía, arrastrándose, del aula era una versión muy distinta de la que entraba. Agotada, con mal cuerpo y peor humor. Enfadada y desubicada llegaba a mí sin ganas de nada. Ni de hablar, ni de andar, ni de comer...este último aspecto empeoraba con el paso del curso, convirtiéndose en un problema de bastante envergadura. 

Pero este año las cosas han cambiado. Con siete años, he logrado para mi hija una reducción de horario. Previo informe médico, el colegio ha solicitado este cambio a la inspección. Ha sido algo sencillo. Sorprendentemente sencillo. Ahora sale antes del colegio, a tiempo para comer en casa y acostarse en su cama a descansar. 

Y estoy contenta. Pero además estoy enfadada. Enfadada por todos los años de sufrimiento que mi hija y yo hemos padecido. Enfadada con los médicos que no recomendaron esa medida a tiempo; enfadada con el colegio, que no fue capaz de indicarme que esa posibilidad existía y me dejaron creer que no tenía más remedio que soportar; y enfadada conmigo misma por no haber plantado batalla antes, por no haber sabido ver antes lo que había que hacer. 

Mi hija está enferma y aún así, el sistema la ha atropellado miserablemente esperando a que una madre, abrumada por las circunstancias, encontrase ella sola el camino. Pero ¿y qué ocurre con otros niños que, por otros motivos también son atropellados?

Por ejemplo, los pequeños recién llegados a sus familias de adopción, tratando de acostumbrarse a su nueva vida, que son escolarizados según su edad, sin tener en cuenta nada más. Es una brutalidad y una falta de sensibilidad que simplemente mira, como siempre, por el interés de la institución que debe seguir rodando sin detenerse. Nadie, espontáneamente, va a hacer un informe recomendando el atraso de la escolarización o la incorporación paulatina, o la adaptación curricular... Pero los padres, observadores de las necesidades reales de sus hijos, pueden buscar el respaldo profesional que les avale ante los colegios y tratar de conseguir lo que realmente, sea más adecuado, más sano y más respetuoso con los niños. Un poco más a su medida.