miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cuánto duelen los hijos.

Hay ocasiones en que en la vida, todo se vuelve dolor. Cuando nuesros niños sufren, nosotras sufrimos. Y cuando, por azares del destino, nos encontramos acompañándoles en malos momentos, es como si el corazón se desgarrase por dentro.

Por eso hoy, quiero dedicarle unas palabras a una amiga, compañera y comadre virtual que pasa por momentos difíciles con su pequeña. Ella, que es energía en movimiento, se enfrenta al mayor reto que ha tenido que superar. Siempre ha sido un ejemplo de madre, entregada, consciente, reflexiva. Ha disfrutado como nadie de la maternidad, saboreando cada momento, atesorando cada logro. Y ahora, le toca luchar en un batalla injusta y cruel.

No queda otra que aguantar el embite y presentar batalla. Si alguien puede conseguir estar a la altura en este reto, eres tú. Desde aquí, cada vez que una de nosotras lea este post, pensará un momento en vosotras y os enviará toda la energía positiva de la solidaridad y el cariño.

Animo, amiga. Mi corazón está con vosotras.

La memoria del alma.

Pasa el tiempo. Los días se convierten en semanas, las semanas en meses y los meses, sorprendentemente en años. Y los niños, nuestros pequeños personajes que recorren la casa llenándolo todo de huellas de chocolate, balbuceando en su idioma privado, con sus chupetes y sus baberos, un día se nos aparecen como personas completas. Pequeñitas, inmaduras, tiernas, inocentes...pero completas. Me refiero a ese momento en que nuestros pequeños comienzan a participar en las conversaciones que tienen lugar alrededor de la mesa, aportando sus ideas, habitualmente originales y sorprendentes, dando su opinión...Es un momento precioso. El bebé deja de serlo y empezamos a conocer a nuestros hijos desde otra perspectiva.

En este momento ocurren cosas bastante graciosas. Aún su capacidad les mantiene en un nivel de comunicación algo surrealista lo que propicia situaciones como la que vivimos el otro día en casa. Era el cumpleaños de la pequeña y lo celebrábamos con varios amiguitos sentados a la mesa. Los más pequeños eran ella y otro niño aún más pequeño, de dos años y medio. Todos los pasticipantes contaban chistes por turnos, explotando en esas carcajadas llenas de luz que solo los niños tienen. Y de pronto, ella, quiso su minuto de protagonismo. Con la atención de todos puesta sobre su personita, comenzó a contar una historia, que se desinflaba por minutos y acabó siendo un galimatías ininteligible y curioso. Ininteligible, para la mayoría porque, lo divertido fue que cuando ella terminó, el otro pequeño de la mesa Se quitó el chupete y estalló en carcajadas incontenibles, como si solo él hubiera sido capaz de entender el chiste. Su risa, claro, se contagió y la niña seguramente, se sentiría como la persona más graciosa del mundo. Está claro que existe un lenguaje común que ellos comparten.

Pero lo que realmente quería comentar hoy va más allá de los aspectos superficiales y encantadores de esta edad.

Cuando nuestros niños comienzan a hablar, todo un mundo aparece ante nosotros, los padres y madres. Comenzamos a entender de verdad qué les gusta y qué no. Cómo perciben a los demás, y qué rasgos les disgustan en otras personas o cuáles les agradan. Empiezna a soñar, a tener deseos aplazados, a esperar que ocurran cosas y compartirlas en voz alta. Y, sobre todo, a analizar la realidad que les rodea y ponerle palabras a estos descubrimientos.

Y es en esta etapa, cuando muchos niños adoptados desde muy pequeños, nos sorprenden con comentarios muy tempranos, que aún no esperábamos escuchar.

Hay niños que comienzan a construir su historia pasada, preguntándose en voz alta cómo llegaron a casa, de qué barriga salieron, o "dónde les nacieron". Es un proceso normal, aunque a nosotros siempre nos parezca que empieza demasiado pronto.

Pero hay algo bastante común, que es más sorprendente.

"Sus primeros dibujos (esos que sólo ella sabía interpretar) eran de los 4; los del cole ahora, de los 4; cuando decimos de hacer algo, parque, excursión, ludoteca, su pregunta es...¿toda la familia, verdad?; si alguien le dice que viene con nosotros en el coche, su respuesta es "no cabes, pero papá,mamá, y nosotras sí. Tú coge otro coche, que este es el de mi familia".
¿Es normal? no lo sé, a mí desde luego me sorprende, porque es una constante, incluso cuando nos íbamos de vacaciones solas, recien cumplidos los 2 años, todos los días cogía el tfno para hablar con su padre, y la pregunta era, ¿cuándo vendrás con nosotros?, cuando estábamos ingresadas en el hospital, y por la tarde llegaba su padre, se emocionaba, sentimiento demasiado elaborado para una nena de menos de 2 años, lloraba y cuando preguntábamos porqué decía que porque estábamos juntos...buff, a mí me da miedo a veces pensar si estas reacciones están todas en el subconsciente, y además...cuando dejarán de estarlo. "

"Mi hija acaba de entrar en esa fase en que se vuelven participativos en las conversaciones, aunque a media lengua aún. Y es curioso, porque ella, que llegó tan pequeña, nos desvela a veces, unos procesos que me resultan curiosos. Cuando estamos reunidos, compartiendo un momento agradable con otras personas, suele comentar una misma frase: "este es mi papá, ¿verdad mamá?, es es MI papá. Y esta es Mi mamá, ¿verdad mamá?, y este, mi hermanito. Es MIO ¿verdad mamá?" Y después continua con lo que estuviera haciendo, tan tranquila. Valora muchísimo el hecho de pertenecer a la familia, o más bien que la familia le pertenezca a ella. Mucho más de lo que mi hijo biológico lo ha hecho nunca, o quizás, de una forma diferente en la que necesita reafirmar este estado más de lo habitual. Llegó a casa con catorce meses así que...¿qué recuerda exactamente? Conscientemente nada, pero..."

Probablemente ese sea el quid de la cuestión. Los seres humanos vivimos, percibimos y experimentamos nuestro entorno desde el momento en que nacemos, quizá mucho antes. ¿Qué ocurre con los recuerdos que se crean en esas fases? No podría explicarlo a nivel neurológico, ni de desarrollo cognitivo. Sin embargo, creo que debe existir un almacenamiento de todo lo vivido en algún lugar de nuestro cerebro. Sabemos que las relaciones que se produzcan desde el momento del nacimiento son determinantes en el desarrollo de una persona. El contacto humano amoroso y protector en los primeros minutos, meses, años de la vida es la primera piedra sobre la que se edificará el desarrollo emocional de un niño.

Los niños que no han vivido un recibimiento al mundo como el que todos los recién nacidos se merecen, que no han tenido unos brazos cálidos esperando, que no han sido mecidos y confortados en sus primeros tiempos, tienen una herida que, con el tiempo se convertirá en una cicatriz más o menos grande, más o menos evidente.

Muchas veces pensamos que el hecho de adoptar niños muy pequeños evita o reduce al máximo las posibles dificultades que el abandono puede producir. Pero, la realidad, es que estas cicatrices están ahí aunque los niños sean muy pequeños. En otras ocasiones hemos hablado de los diferentes problemas que podemos encontrarnos y que se derivan de la institucionalización y el abandono. Pero en esta ocasión me refiero a otro aspecto de este tema, más curioso para mi, por lo inesperado.

¿Porqué un niño pequeño, carente de recuerdos conscientes de su etapa de abandono, presenta con cierta frecuencia esta sobrevaloración de su entorno familiar? Son los pequeños que se enorgullecen desde muy temprano de sus padres, madres y hermanos y se lo hacen saber a todo el que conocen; esos enanitos que te preguntan recurrentemente si eres Su Mamá, y te recuerdan cuánto les quieres y te quieren. Los que explican a todo el que quiera escucharlo que Su Familia es un universo único y privado del que ellos forman parte especial.

Creo que, dentro de todas esas capacidades inutilizadas de que disponemos en nuestro cerebro, debe estar la de almacenar experiencias para adaptar un comportamiento de supervivencia, de alguna manera. Como un backup al que no podemos acceder voluntariamente, pero que define nuestras acciones inconscientes. Es lo que yo llamo, la memoria del alma.