viernes, 17 de enero de 2014

Escolarizando, estandarizando, atropellando.

Qué cosas. Llega un momento en que tus hijos dejan de ser tuyos de manera total. De pronto y sin darte cuenta, ya van al colegio. En ese momento aparecen en su vida personas que se convertirán en directoras de sus vidas durante muchas horas al día. E incluso después. Hasta ese momento, una madre piensa con detenimiento con quién pasan el tiempo sus hijos, con quién se quedan si ella no está, quien los cuida...Pero cuando el cole llega no hay elección. La profesora o profesor de tus hijos es la que toca. Las rutinas, las que la escuela determina. Las exigencias las que el protocolo dicta. Nunca olvidaré una frase que me dijo la directora de un colegio cuando empezaba a buscar lugar para mi primer hijo. "Para septiembre exigimos completo control de esfínteres". Ohhhh...cuando lo oí pensé que evidentemente aquel no era el centro que nos gustaría.

Cuando los niños empiezan el cole hay diferentes grados de madurez. Evidentes diferencias en el desarrollo físico y mental de los pequeños que además, pueden tener edades muy distintas en un mismo curso. La diferencia entre los pequeños que nacen a primeros de año y los de finales pueden ser muy evidente. El tiempo de crecer no corre más porque la consejería de educación lo decida así. Pero es lo que hay. Luego ya es una cuestión de suerte. De encontrar un profesor empático, cualificado y paciente que permita a los niños ser lo que realmente son, no lo que se supone que deberían. Y no abundan.

Hace tiempo ya que mis hijos pasaron esa fase, la de iniciarse en el mundo escolar. Pero siguen en el colegio, claro, y por tanto, sometidos a las normas y exigencias de un aula, que a su vez, se rige por criterios generales marcados por la autoridad superior, digamoslo así.

Con cinco años recién cumplidos mi hija tiene muchas batallas que pelear en su ámbito escolar. Tiene muchos frentes abiertos y está cansada. Se le hace cuesta arriba el horario, necesitaría dormir un poco a media mañana. La profesora, indulgente, le permite echar una cabezadita sobre la mesa. Pobrecita. Y tiene suerte de tener una maestra comprensiva. Le cuesta asumir las rutinas y obedecer las normas y eso le crea problemas con los otros niños. Así que juega sola casi siempre. Con su carácter tira para adelante como si nada. Pero no le gusta el cole, claro. Es más, podría decir que según sus propias palabras, lo odia.

Pero lo peor es la curiosa forma de educar a los más pequeños que tenemos en los colegios de este país. En Europa o EEUU hasta los seis años los niños no van al colegio. Como mucho acuden a la guardería; un lugar en el que jugar, aprender a estar con otros niños, dormir, reirse, cantar...Un lugar divertido en el que ir desarrollando las capacidades de cada uno libremente, aprendiendo a ser. Nada más y nada menos.

En España, como somos más listos y corremos más, ponemos a nuestros pequeños a aprender desde los tres años. En teoría, no se empieza la lectoescritura hasta los seis. En la práctica, se prentende que los los niños lleguen a primero de primaria sabiendo leer. Casi nada.

Yo tengo la doble experiencia en este tema. Mi primer hijo, precoz y de mente muy rápida, aprendió a leer a los tres años y medio. Porque sí. Porque su mente inquieta se lo pedía y porque aprendió sin esfuerzo, jugando, escuchando cuentos. Y sin embargo, con cuatro años y medio estaba cansado porque el protocolo marcaba que, mientras él ya era capaz de leer solo, tenía que ir aprendiendo sílabas, vocales, letra sueltas. Se aburría.
La cuestión es que a día de hoy, todos sus compañeros leen igual que él. No hay ventaja en aprender antes si no es el momento. Cada niño consigue sus metas cuando es el momento adecuado para ello. No vale de nada presionar, azuzar o meter prisa.

Y lo que ahora me tiene enervada es el caso contrario. Mi pequeña va más lenta. Necesita más tiempo para aprender. Olvida rápido y se cansa antes. Y sin embargo...sin embargo se ve atropellada también por el protocolo establecido. Lleva ya dos años repasando letras, tratando de aprender vocales y consonantes, de aprender a contar y establecer cantidades y cifras...Un universo que le resulta difícil, agotador, desalentador...Unas metas que nos sumergen a las dos en largas horas de trabajo en casa, a veces frustrantes y dolorosas.

Aunque parezca mentira, yo me he dejado arrastrar por ese torbellino. A veces me sorprendo a mí misma insistente e impaciente y me pregunto porqué me ocurre esto. ¿Porqué quiero que se aprenda las vocales o los números cuanto antes? ¿Es que acaso me he contagiado de ese espíritu ansioso del que hablaba?

Y una voz pequeñita me susurra entonces desde dentro. Es miedo, amiga mía, es Miedo. Es el miedo de pensar qué pasará si no puede. Qué ocurrirá si siempre olvida o nunca comprende las malditas letras, los malvados números. Y me entra la prisa de ver que si, que puede, que en su caminito propio y personal, iremos poniendo todos los conocimientos que el mundo le irá exigiendo.

Sin embargo hoy, hablando con una amiga querida que tiene también un pequeño de la misma edad y está en una escuela de corte europeo, he recordado claramente todo eso. Que es pronto para aprender letras o números. Que no pasa nada si aún no puede. Que tenemos aún un tiempo feliz para la inconsciencia, para la alegría sin fuste, sin motivo, sin razón.

He recordado y desempolvado del polvo del olvido,  los rincones apacibles de la infancia en los que nada debería interferir. Las tardes de paz en casa, con tu madre y tus hermanos, el respiro doméstico de la presión escolar...El lugar en que ser sin más, sin obligación de hacer, de cumplir.

Qué pena que no tengamos la suerte de estar en uno de esos colegios pacientes que no quieren hacer de la primera infancia una huerta en la que cultivar frutos a la mayor velocidad. Nosotras abonaremos nuestras fresas con tiempo y paciencia. Y saldrán cuando puedan.
Y si se me olvida de nuevo que la primavera no llega cuando se la llama sino cuando toca, volveré a este mismo lugar a recordar que la infancia es un "lugar sin tiempo, donde los minutos no cuentan y las horas pasan dulcemente compartiendo las cosas más simples".