miércoles, 23 de octubre de 2013

Viaje a la memoria 1


Antes de tener hijos pensaba qué tipo de madre sería. Por supuesto, tenía grandes espectativas respecto a lo que podría aportar a mis hijos, y qué tipo de familia seríamos. Y uno de los aspectos que tenía más claros era el relacionado con la tele. Pensaba  que mis hijos dedicarían su tiempo libre a leer, a jugar, a pintar...que compondríamos una de esas escenas que vemos en la televisión, con los niños escuchando un cuento, relajados y tranquilos en el sofá, mientras la madre, impecable, con una taza de té (parece que no funciona igual con coca-cola o café), sonreía beatíficamente.

Durante muchos años, muchas veces reprodujimos la escena  perfectamente. Sin tener encuenta lo de impecable, lo del té  y lo de la relajación que dependía del cuento, del día, del momento...
Pero últimamente no me llega la energía. Tener dos hijos es como una prueba de esfuerzo permanente, de esas en las que se camina por una cinta automática cada vez a mayor velocidad. Si uno de tus hijos además, tiene alguna peculiaridad que coloca la cinta con una inclinación propia de una ruta de montaña, la prueba es más intensa.

Y ahí están mis niños, enchufados a la tele como si estuvieran hechos de hierro y la pantalla fuera un enorme electroimán. Recuerdo cuando leía los manuales que insistían en los terribles perjuicios de desactivar a los niños delante de la tele, como si de una niñera se tratase. Y yo estaba tan de acuerdo...

Pero hoy, tengo unas ojeras tan profundas que creo que si mirase lo bastante cerca vería mi cerebro a través de ellas. Mi pelo no recuerda qué se siente al recibir una mascarilla. Y ahora mismo, la pila de ropa para planchar que se ha convertido en parte de la decoración me resulta tan ininteligible como un email en ucraniano.

Hoy el gremio de creadores de dibujos animados es para mi un ejemplo de labor social. Y una larga película de animación la oportunidad de sumergirme un ratito en la nada. Noventa minutitos de silencio.

Mientras veo a los niños sumergirse en la acción, con sus caritas abstraídas en la historia me pongo a divagar de nuevo. 

Como una película. Así fue nuestra búsqueda de ayuda, diagnóstico, asesoramiento o cualquier pista que nos aportase aguna luz desde el momento en que percibimos que algo estaba pasando con nuestra pequeña. Como una película de las de Indiana Jones, con sustos, carreras, traiciones, saltos al vacío...y la enorme piedra esa de la cueva persiguiéndonos con terribles intenciones mientras nosotros corríamos tratando de mantener medianamente la dignidad. O la cordura. ¿o era la paciencia? La memoria desde luego creo que no era, porque increiblemente, se me han borrado de las bases de datos de mi cerebro millones de bits de información. A veces me siento a tratar de recordar cómo eran los días, qué hacíamos, que decía ella, cómo transcurría el tiempo...y nada. Se me llena la pantalla de la memoria de verdes caritas malvadas con cuernos y todo. Como un troyano mental.

Por eso me pongo a remover entre cajas polvorientas de mi mente buscando datos. Detalles que me ilustren este reciente y lejanísimo pasado nuestro.

Ella siempre fue difícil. La maletita que tantas veces habíamos escuchado que traerían nuestros hijos adoptados era ahora una pesada realidad. Como en esos números de circo en que de un coche diminuto salen innumerables payasos. Solo que en nuestro particular escenario no eran payasos lo que surgían sino extraños protagonistas que asustaban y poblaban nuestras noches de pesadillas.

Y sin embargo... Ella era alegre.  Graciosa y valiente. Brava y sorprendente siempre. Miraba la realidad con ojos antiguos, impropios de su corta edad. Armada hasta los dientes con inesperados recursos, de inconmensulable bravura. Un pequeño armadillo. Aunque no desde el principio. Ese es uno de los primeros recuerdos que conservó claramente.

Cuando la conocimos era temprano. Las siete y media de un 19 de septiembre. Era un día fresco para tratarse de Kazajistán, pero más bien frío para nosotros que vivimos arropados por la eterna primavera. El viaje había sido largo y pesado. Comenzó cúando aún el verano dominaba los días y preparamos las maletas saltando de las chanclas a los polares. Llevábamos por supuesto, el uniforme oficial de los españoles en Kaz: los polares del Decatlon. Yo, tratando de anticiparme a todo y con un recién estrenado espiritu de super control que me tenia dominada, había preparado un equipaje válido para el Paris-Dakar o para una expedición de ayuda de médicos sin fronteras. El miedo me impulsaba a tratar de proteger anticipadamente a toda la familia en un viaje que me llenaba de emociones encontradas. Brutalmente encontradas. La ilusión frente a la ansiedad. La emoción por la aventura y el miedo atenazante que me inundaba en determinados momentos. La esperanza por encontrarme al fin con ella y el terror de lo que pudiera esperarnos.

Tardamos tres días en llegar. Malas combinaciones de vuelos nos obligaron a pasar la primera noche en Frankfurt. Nuestro hijo viajaba con nosotros y era el encargado del departamento de diversiones varias. Habíamos distribuído el trabajo así: mi marido, logística y control en aeropuertos. Yo, cuidados familiares y preocupaciones varias. El peque, localizar en cada situación una posibilidad de aventura y diversión. Un equipo bien organizado y muy eficaz.

Teníamos ante nosotros casi todo un día para explorar el macroaeropuerto de Frankfurt. Enorme, frío y enloquecedor. Pero fascinante y lleno de sorpresas. Probamos las salchicas, recorrimos sus pasillos, curioseamos...el momento de coger el vuelo a Kaz parecía no llegar  nunca. Pero finalmente, agotados y nerviosos nos embarcamos al fin rumbo a Kazajstán. La mayor aventura de nuestra vida. La que marcaría un antes y un después de una envergadura mayor de la imaginable en ese momento.

Ese fue nuestro primer contacto con la sociedad kazaja. En la cola de facturación nadie guardaba su turno. Era sorprendente y, con nuestra idiosincrasia occidental, no entendíamos esa forma de colarse tan tranquilamente. Una pista sutil de que deberíamos ir pensando en dejar atras nuestras preconcebidas ideas de lo que es normal para empaparnos de nuevas normalidades. Al fin y al cabo, nosotros seríamos desde ese momento y por un largo periodo, la minoría discordante. Afilamos codos y facturamos.

Ya en el avión, rodeados de ciudadanos y ciudadanas kazajas, buscábamos en cada rostro una pista de lo que podría ser la cara de nuestra niña. Aquella hermosa azafata de enormes pestañas (aún no había detectado que eran implantes artificiales), aquella chica que leía junto a la ventanilla, con la piel dorada, la que dormía con la boca abierta....bueno, esa por alguna razon no nos pareció una buena referencia.¡ Nos sentimos tan felices en aquel avión! Estrechos, muy estrechos, pero felices. Fueron seis horas que se hicieron muy largas pero crearon nuestra primera buena impresión del pais que nos llevaba a nuestra hija. Rellenamos el papel para inmigración, gracias a la ayuda de un asistente de vuelo que manejaba un inglés macarrónico estupendo, que encajaba a la perfección con el mío. Y entre menús, papeles, dudas y alguna cabezadita llegamos a Astana.

Era de madrugada, y quedaban aún varias horas para coger el último y definitivo vuelo hasta la provincia de Ella. En  teoría estaríamos dominados por la ilusión. En la práctica estábamos destrozados por el agotamiento. El niño dormía en un sillón, desmadejado como una marioneta de tela. Y nosotros contemplamos por primera vez la vertiginosa altura de los tacones de las mujeres kazajas.

Mientras esperaba, en aquella sala de embarque tan lejana todo lo que había sido seguro y conocido, pensaba en lo que estaba a punto de pasar. Me sentia como amortiguada emocionalmente. Nos veía a nosotros mismos como faltos de identidad real. Como fuera del espacio y del tiempo normal. En fin, estaba rara. Quizá mis fascinantes sensaciones extrasensoriales no fueran mas que hipoglucemia, como El, hizo notar entre bostezos de oso deshibernado. Asi que me comí un donut. Anodino. Nada de exóticas experiencias gustativas en la cafetería del aeropuerto. Pero eso si, manejando mis primeros tengues y mis primeros palabruskis. O sea, lo que mi método el ruso de viaje me había enseñado para estos casos.¡ Menos mal que los números se escriben igual!


Después repentinamente todo fueron prisas. Aquel avión de hélices era como un autobús. Sin asientos numerados, sin calefacción. Los oriundos se acomodaron en los estrechos asientos con sus abrigos y sus gorros puestos. La primera pista de que la temperatura sería digamos interesantemente diferente a la esperada. Igual que el onírico paisaje que se divisaba desde las ventanillas.
El avión volaba a baja altura y el paisaje se desplegaba agreste e infinito. Era como ver el alma del país. Kazajistán se despertaba al sol de las primeras hojas, en sus llanuras inmensas, teñido de rosa como una concesión a nuestra primera vez, a nuestro primer descubrimiento de su verdadera esencia. Los ríos se enroscaban y morían en si mismos. La tierra se mezclaba en ocres, marrones, amarillos...me enamoré sin remedio y mi corazón empezó a despertar a la llamada de Ella que ahora sentía de nuevo, como un tamtam dentro de mi. Ella. Imaginaria. Ser de anhelos y esperanzas. Una imagen de sueños que habitaba dentro de nosotros. Ella que nos atraía al fin a su lado, que se volvía real con cada kilómetro que recorríamos a bordo de ese avión. Y yo, que temo volar, me sentía embargada de emoción por primera vez desde que emprendimos el viaje. Cuando la enorme masa de casas invadió el horizonte sentía que podría volar más rápido que el avión. Ella estaba ahí, bajo alguno de esos tejados de colores. Esperando sin esperar. Nuestra hija. Nuestra Hija. Tan grande, tan extraño, tan posible ahora...casi al alcance de mis manos. Tan al alcance de mi corazón.