miércoles, 11 de noviembre de 2015

LA EMPATÍA Y LA RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS




Educar es una tarea de titanes. A veces, de tanto repetir las mismas cosas nos sentimos un poco como aquel Sísifo, condenado a empujar la pesada misma piedra por la misma inclinada colina...eternamente. Parece que no avanzamos. Que el camino recorrido se vuelve atrás y comenzamos cada vez desde el mismo punto de partida. 
Y eso puede resultar agotador.
Sobre todo, porque para ser eficientes educando, tenemos que tener antes que nada, nuestro propio control emocional perfectamente estructurado. O hablando en términos más caseros: no perder los nervios cuando las cosas se ponen peliagudas.

Casi nada. 

Todas tenemos en la mente esa imagen ideal de la madre paciente, de teleserie, que aborda con una sonrisa, una fina ironía y en el peor de los casos, un leve fruncimiento de entrecejo, los avatares de la relación paterno-filial. Pero tengo que decir algo en relación a esa imagen tan ideal: que es eso, simplemente una imagen de teleserie. Nada que ver con la realidad.

Cuando las cosas se ponen difíciles, nuestras propias emociones se ponen al frente de la situación en numerosas ocasiones transformándolas en un muro que nos impide acercarnos al momento de una manera eficiente. Evita que podamos recurrir a una de las herramientas más eficaces e importantes para educar: la empatía.



Pongámonos en el caso. Los berrinches son uno de esos momentos desesperantes que muchas madres y padres vivimos recurrentemente. Hay niños que nunca los tienen: una rara bendición. Pero hay mucho otros que son, permitidme la broma, profesionales de los mismos. Y ante un niño que grita y patalea sin control, a veces durante horas, son pocos los adultos que consiguen mantenerse impasibles.

Unos padres que tratan de sobrevivir a un berrinche de grado diez estarán como poco irritados, angustiados y, en el caso de que el espectáculo se organice en un lugar público. avergonzados y presionados por la mirada ajena (los supermercados son infalibles catalizadores de berrinches). Y en este estado ¿cómo encontar la escucha activa y atenta que la empatía requiere para activar sus maravillosos mecanismos?


Otro día os contaré la receta para momentos de berrinche, pero hoy os diré que simplemente, se trata de entender lo que está causando el malestar a nuestro hijo: aunque nos parezca una tontería, un capricho egoísta o cualquier otra emoción más o menos negativa. Se trata de escuchar y atender positivamente. Esto no quiere decir dar la razón o alentar, sino entender. Y hacer ver al niño angustiado, irritado o furioso, que lo entendemos y damos valor a sus sentimientos. Esto últimos es primordial: lo peor que se le puede decir a un niño angustiado es "por esa tontería no se llora", por ejemplo. Si se siente mal, se siente mal y atendemos ese malestar emocional de forma positiva por absurda que nos pueda parecer la causa. Y sin dejárselo entrever. Muchas veces no es fácil: si lloran porque se les ha partido una galleta, les consolaremos entendiendo, pero no alentando, el sentimiento.Y sobre todo ¡no acabaremos pegándola con celo! 

Es una comunicación mágica. No es la cura de los males desde luego: hay que trabajar después en cada situación, pero es el paso que permite acceder al mundo emocional del niño alterado. Un paso imprescindible para avanzar.

UN EJEMPLO PRÁCTICO

En el colegio de mi hija hay una niña que constantemente está causando problemas. Peleas con otros alumnos, insultos, desafíos a los profesores...la niña solo tiene seis años. En mi casa, su nombre se convirtió el curso pasado en una presencia permanente. Ella era la protagonista de las historias que mi hija contaba del colegio. Historias en las que ella siempre era la sufridora. Sus comentarios eran tan malintencionados que consiguió incluso una regresión en mi hija que se llenó de miedos y de inseguridades. Reuniones en el colegio, intervenciones de la orientadora, psicólogos escolares...pero el curso pasó sin cambios en ese sentido.

Os confieso que hubo momentos en que sentí que esa niña era el enemigo. Un enemigo con capacidad para hacer daño, del que no sabía cómo defender a mi hija. Pero... es solamente una niña de seis años. Perdida en su propio laberinto emocional.

Así que, este año, decidí intentar darle la vuelta a la tortilla. Comencé acercándome a ella por las mañanas, en la fila, sonriéndole y haciéndole algún comentario amable. Al principio reaccionó sorprendida y desconfiada. Pero en dos días, su sonrisa empezó a ser habitual. Yo, cada vez que la veo, le digo la suerte que tenemos de que en la clase haya una niña tan fuerte y tan alta (es mucho más grande que los demás) en la clase. Que así podrá cuidar a los más pequeños, especialmente a mi hija que está, le dije, encantada de que sea su compañera. (no veais la cara de mi hija cuando lo oyó la primera vez. Después, se identificó con la idea y ella misma comenzó a cambiar),

Un día, le dije que teníamos muchas ganas de invitarla a merendar. Si hubiérais visto el brillo de esos ojitos. ¿Su respuesta?: A mi mamá lo que le gusta es el té ¿tú puedes hacerle un té?

Unos días más tarde, en la puerta del aula, cuando llegamos nos esperaban ella y la maestra. Al parecer el día anterior habían discutido por unas tijeras y la maestra quería que se disculpara con mi hija. La niña  no quería. La maestra de pedagogía terapeútica trataba de ayudar instándola a pedir perdón, pero la niña se negaba. Mi hija, atrapada y sorprendida, mochila al hombro aún, decía sin que nadie la escuchase que ella ya la había perdonado. 

La niña cerraba los ojos tratando de escapar de la situación. La profesora le decía que eso no le iba a salvar de pedir disculpas. Y ella negándose en rotundo a hacerlo se bloqueaba cada vez más.

¿Qué se podía hacer? Empatizar. Simplemente.

- Estás muy triste ¿verdad?
-Si...
-¿Te sientes muy mal por lo que hiciste y no quieres hablar de ello...?
-Si...
-No pasa nada. A todos nos salen mal las cosas algunas veces. Nos enfadamos demasiado y molestamos a los demás. A los mayores también nos pasa. Pero luego, cuando nos damos cuenta, nos disculpamos y ya está. Tú eres una niña buena, pero te salieron las cosas un poquito mal ayer¿verdad?
-Siii . Perdón (suavecito y sincero). - Y se abrazaron."

No sé cómo fue ese día para las dos niñas, pero seguro que más sencillo que si hubiera comenzado con un castigo y una niña llorando y culpando a la otra de su disgusto. 
















 

martes, 10 de noviembre de 2015

NUEVO SERVICIO DE APOYO A LAS FAMILIAS ADOPTANTES EN TENERIFE

Durante años he hablado de lo abandonados que podemos sentirnos los padres adoptivos ante las dificultades que aparecen en numerosas ocasiones con nuestros hijos. La institucionalización es como un flotador que recoge a los pequeños que flotan en el proceloso mar del abandono; el físico, el emocional, ambos...Pero ese flotador es áspero y duro. Y deja heridas. Algunas de ellas profundas, como ya sabemos bien.

Nuestras vidas están sometidas al escrutinio de las autoridades. Nos sentimos juzgados y vigilados y debemos soportar la invasión ajena en la intimidad más profunda de nuestras  relaciones familiares. Y la queja común siempre es la misma: ¿para qué tanta intromisión si no existe una respuesta adecuada a las dificultades?

Pero de repente, ayer, ocurrió algo que me pareció asombroso. Cuando sonó el teléfono y alguien al otro lado se presentó como un funcionario de Asuntos Sociales, pensé que de nuevo, iban a requerirme algún documento o informe relativo a nuestra marcha familiar. Me equivocaba. Se está poniendo en marcha un servicio de acompañamiento y ayuda a las familias adoptantes en Tenerife, mi comunidad y me llamaban para informare directamente de ello y para invitarme a utilizar sus recursos.

No os imagináis cómo me sentí. Aún a la espera de saber cómo funcionará el servicio, en qué se concretará la ayuda y si responderá a las necesidades reales, me sentí como una niña el día de reyes, sentada ante la caja de regalo empaquetada en la que cree que encontrará un deseo largo tiempo esperado.

Es como agua en el desierto. De pronto, tras la gris y dura fachada del organismo oficial, se asoman las ideas y los proyectos de personas que realmente apuestan por mejorar las cosas. Y en mi caso particular, navegando entre terapias, proyectos de apoyo y un esfuerzo permanente por construir para mi hija una vida mejor, una ayuda  inesperada, gratuita y ofrecida de forma generosa se convierte en una luz. Y mientras averiguamos cuánto calor podrá darnos, disfrutaremos de la esperanza que emana de ella. Quiero creer que las cosas pueden cambiar, creer en las personas que están detrás de la burocracia y creer que un día, miraremos atrás y nos asombraremos de lo que hemos avanzado.

Sé que hay comunidades que no disponen de apoyos ni ayudas, igual  que la nuestra hasta el momento. Pero creo, que hay que pedir, solicitar y presionar sin descanso hasta que nuestras quejas y proposiciones lleguen hasta alguien que crea que es posible. Solicitar reuniones con los directores de área, exponer ideas y quejas. Nos os sintáis nunca demasiado pequeñas para intentar cambios. Yo misma lo hice y quizás mi granito, mi petición, sirviera de algo.

Cuando los niños y sus familias comienzan su recorrido juntos, es importante saber que las dificultades pueden aparecer y que eso forma parte de la normalidad. Que no es una rareza y que nuestro hijo no es peor que los demás, ni nosotros, peores que los otros padres. Y por ende, es imprescindible conocer que existe una manera de avanzar aprendiendo, con ayuda, a sortear, enfrentar y superar esas dificultades.

Hay que dejar de vivir la adopción creyendo que hay que ser superpadres que pueden con todo por sí mismos. Dejar de sentir que necesitar ayuda es una muestra de fracaso o de incapacidad personal. Que existan organismos de apoyo que estén disponibles "de oficio", que acompañen con normalidad y de forma constante evitaría quizás algunas de las dolorosas adopciones truncadas que tantas víctimas dejan tras de sí. Y mucho sufrimiento también. Porque hay pocas cosas más dolorosas que sufrir en abandono un problema que podría mejorar de contar con la ayuda adecuada.

jueves, 15 de octubre de 2015

La medida de un niño.







Siempre digo que para mi los años comienzan en septiembre. Primero, porque durante muchos años era el principio de mis propios retos como estudiante. Y ahora, porque es cuando mis hijos se ponen también en marcha, respecto a sus cursos escolares. Y por eso, es el momento de ordenarse mentalmente para afrontar los nueve meses de recorrido de la mejor manera posible.

Recuerdo cuando mi hijo mayor empezó el colegio. De pronto, mi pequeño que, hasta ese momento había sido, por decirlo así, solo mío, empezó a ser además, de la vida. Parece una tontería, dicho así, pero no lo es. Cuando los niños entran en el colegio, aparecen en su vida personas con autoridad para decidir sobre ellos en muchos aspectos. De pronto, dejas de saber todo lo que pasa en su día a día y comienza a forjarse un espacio privado en el que los niños crecen y aprenden fuera de la sombra materna. Es lo adecuado. Pero, si no han ido a guardería en cuyo caso ya se habrá vivido esto anteriormente, hay que hacer un proceso importante de delegación. Y para hacerlo bien y que esto funciones hay que tener una clave, una herramienta imprescindible: la confianza.

Hay que confiar  en los profesionales que están a cargo de la educación de nuestros hijos. Hay que confiar en el sistema que los coloca ahí. Hay que confiar en que todo es como debería ser. Y no siempre es sencillo. Porque, lamentable y aterradoramente, no siempre el sistema funciona como debería.

Cuando nuestros hijos no tienen dificultades encajan suavemente en el mecanismo escolar. Normalmente pasan por los cursos afrontando las posibles dificultades con sus propias armas y nuestro respaldo. Es simple. Solo hay que acompañarles y escucharles atentamente para que todo vaya bien.
 Pero cuando nuestros niños no son la pieza exacta que el engranaje requiere, empiezan los problemas. Mi pequeña y yo sabemos mucho de eso. Y a base de disgustos y peleas he aprendido algo que quisiera compartir, para que sirva de ayuda si es necesario.

Cuando mi niña enfermó, con tres años y medio, empezó "el baile". Enferma o no, acudía a clase como los demás. Faltaba mucho, claro, pero se debía ajustar a los protocolos como un niño más. El curso acabó, pero nuestro periplo acababa de empezar.

No voy a hablar de nuevo de todo lo que sucedió, pero cuando llegó septiembre y el curso comenzaba otra vez, mi hija ya no era la misma. Sometida a un tratamiento de corticoterapia brutal, acudía al colegio cada día, arrastrándose detrás de un horario que se le quedaba graaaande. Y yo, me pasé el año quejándome a la directora, a la tutora, a la profesora, a todo el que me prestase atención...Decía que para la niña eran demasiadas horas, que estaba muy cansada, que era un sufrimiento para ella demasiado grande...¿La respuesta? Se encogían de hombros. Era algo irremediable y había que aguantarse. Mi hija faltaba mucho, claro. Había que tratar de darle un respiro, pero era muy difícil.

En los médicos era parecido. La niña estaba muy irritable, impaciente, con tremendos cambios de humor. En el colegio esto, no podía ser se otra manera, le acarreaba problemas de relación con compañeros y profesores. Y de nuevo, encogimientos de hombros. Yo sospechaba que era el tratamiento, pero nadie "se mojaba" y las cosas iban quedando así, en el limbo de lo irremediable.

Os aseguro que no soy una persona que se conforma. Ni que abandona jamás una batalla. Pero aún así, no conseguía que nadie determinase nada en favor de mi niña.

Han pasado tres largos años. Tres años que paradójicamente, han volado. Mi niña ya no toma corticoides y su comportamiento ha mejorado ostensiblemente. Resulta que un tratamiento agresivo con cortisona puede incluso producir psicosis. ¡Qué sorpresa! O más bien, no. Y ¿sabéis? Aunque saber eso no hubiera cambiado lo que mi hija y nosotros, sus padres y su hermano, pasamos, os aseguro que lo hubiera vuelto más sencillo. Comprender el porqué de las cosas siempre ayuda a posicionarse y reaccionar con cordura.

Pero a lo que iba... porque hoy de lo que quiero hablar es de nuevo del entorno escolar.

Tras todo este tiempo de aguantar como algo irremediable la situación descubrí como suele pasar, de manera casual, que las cosas podían ser de otra manera. La escuela, me vais a permitir la generalización aunque soy consciente de que hay honrosas excepciones, no suele estar abierta a cambios que supongan diferenciaciones entre alumnos. Lo que mejor funciona desde el punto de vista de la institución es la homogeneidad. Lo entiendo. He trabajado con niños.  Pero detrás de ese muro aparentemente infranqueable se esconden muchas otras posibilidades. 

Mi hija se dormía en clase a diario. Extenuada, caía sobre la mesa. Sus compañeros cuando se daban cuenta corrían a quitarle las gafas para que no se las clavase. Así podía permanecer una hora o más. Al despertar, se le habían dormido las manos porque sobre ellas apoyaba la carita. Cuando yo la recogía, de mi pequeña quedaba solo un recuerdo. La persona que salía, arrastrándose, del aula era una versión muy distinta de la que entraba. Agotada, con mal cuerpo y peor humor. Enfadada y desubicada llegaba a mí sin ganas de nada. Ni de hablar, ni de andar, ni de comer...este último aspecto empeoraba con el paso del curso, convirtiéndose en un problema de bastante envergadura. 

Pero este año las cosas han cambiado. Con siete años, he logrado para mi hija una reducción de horario. Previo informe médico, el colegio ha solicitado este cambio a la inspección. Ha sido algo sencillo. Sorprendentemente sencillo. Ahora sale antes del colegio, a tiempo para comer en casa y acostarse en su cama a descansar. 

Y estoy contenta. Pero además estoy enfadada. Enfadada por todos los años de sufrimiento que mi hija y yo hemos padecido. Enfadada con los médicos que no recomendaron esa medida a tiempo; enfadada con el colegio, que no fue capaz de indicarme que esa posibilidad existía y me dejaron creer que no tenía más remedio que soportar; y enfadada conmigo misma por no haber plantado batalla antes, por no haber sabido ver antes lo que había que hacer. 

Mi hija está enferma y aún así, el sistema la ha atropellado miserablemente esperando a que una madre, abrumada por las circunstancias, encontrase ella sola el camino. Pero ¿y qué ocurre con otros niños que, por otros motivos también son atropellados?

Por ejemplo, los pequeños recién llegados a sus familias de adopción, tratando de acostumbrarse a su nueva vida, que son escolarizados según su edad, sin tener en cuenta nada más. Es una brutalidad y una falta de sensibilidad que simplemente mira, como siempre, por el interés de la institución que debe seguir rodando sin detenerse. Nadie, espontáneamente, va a hacer un informe recomendando el atraso de la escolarización o la incorporación paulatina, o la adaptación curricular... Pero los padres, observadores de las necesidades reales de sus hijos, pueden buscar el respaldo profesional que les avale ante los colegios y tratar de conseguir lo que realmente, sea más adecuado, más sano y más respetuoso con los niños. Un poco más a su medida.


viernes, 9 de octubre de 2015

¿Cuándo acaba la infancia?




Ya hemos arrancado de nuevo. La vuelta al cole es como poner un trailer en marcha...empujándolo. Lo más difícil es que comience a rodar; luego todo es más sencillo.
El tiempo que vuela desesperadamente nos ha dado otro empujoncito y mi hijo mayor empieza ya su primer curso de ESO. El instituto. Aunque ahora, con la nueva ley que decidió que con once años ya están creciditos para abandonar el refugio de un colegio para niños, salen al mundo casi sin hacer. De pronto, deben dejar de ser niños para convertirse en adultos en rodaje.
No comprendo esta prisa que empuja a los niños a dejar de serlo cada vez más pronto. La madurez debe llegar suavemente, como el color a un melocotón que madura en el árbol. No, como esa fruta arrancada antes de tiempo que llega verde a nuestros fruteros.  Once años es la edad del descubrimiento. De ir viendo poco a poco como la vida se llena de matices que antes no veíamos. Sin apuros, sin tener que demostrar que de repente, estamos listos para afrontar retos demasiado duros. Sin perder la alegría de la inconsciencia infantil, del luego libre, de la incomparable posibilidad de perder un poco el tiempo, de hacer el tonto con los amigos sin trascendencia alguna...
Y sin embargo, arrastramos a nuestros pequeños hombrecitos o mujercitas, a un mundo que sin previo aviso, se vuelve más duro y más exigente. Demasiado.

Es verdad que hay que ir aprendiendo responsabilidad, que crecer implica algunas renuncias, que la vida es una batalla en la que hay que ir aprendiendo las diferentes estrategias que necesitaremos para salir adelante en ella. Pero hay un tiempo maravilloso e irrepetible que no se puede dejar pasar sin ser conscientes de él. Cuando era una niña, mi hermano, un año mayor que yo, me regaló una vez un póster que decía: La infancia es un lugar sin tiempo, donde los minutos no cuentan y las horas pasan, dulcemente, compartiendo las cosas más simples. 
Así es. Simple y sencillamente. La infancia es el momento de construcción de la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Una capacidad que definirá en el futuro nuestra capacidad para ser felices.
Mi hijo es feliz. Su capacidad de adaptación es enorme y su flexibilidad mental también. Quizá porque hasta ahora, su vida ha sido libre y cómoda. Sin demasiadas normas, con mucho tiempo para jugar y compartir con amigos. Con largas horas juntos, disfrutando de nuestra intimidad especial y maravillosa. Su paso al instituto ha supuesto para él un paso hacia la vida adulta que se le antoja como algo atractivo e irresistible. Es precioso verle convertirse en el hombre que un día será.
Pero desde fuera, veo su jornada interminable. Largas horas de clase que parecen quedarse cortas porque se prolongan con tareas que requieren horas y horas de dedicación al llegar a casa.

Y mi pregunta al aire es...¿en qué parte de la programación de los cursos se tiene en cuenta la necesidad de un niño de jugar? ¿De decidir qué hacer con su tiempo sin alguien que se lo dirija expresamente? En todos esos estudios modernos que teóricamente analizan el desarrollo emocional y lo tienen en cuenta ¿de qué manera es compatible un planteamiento en el que todo el tiempo de vigilia de un niño se dedica a la instrucción académica con la idea de que la inteligencia emocional y el bienestar psicológico de un niño son tan importantes como su formación escolar?

Mi hijo es un buen estudiante. Tiene el privilegio de una mente rápida, un cerebro brillante y ávido de aprender. Y sin embargo...cuando veo sus ojeras y su carita cansada; cuando me pide que le acompañe un ratito en la cama porque apenas nos vemos...cuando le veo aún tan pequeño con sus once años me pregunto en qué momento hemos olvidado que la infancia nunca vuelve y que con once años, diga lo que digan los sucesivos planes de educación que nos regalan los gobiernos, aún no eres nada más y nada menos que un niño.
Igual que todos los miles le pequeños que, como él, se esfuerzan a diario en cumplir los retos que los adultos les ponemos. Nuestros pequeños niños sin tiempo.

martes, 21 de abril de 2015

EL BUEN COMPORTAMIENTO

 
A veces, cuando vuelvo a casa del trabajo, me doy cuenta de que, inconscientemente mi actitud mental va cambiando. Paso del modo profesional al modo doméstico. O lo que es lo mismo: de la estructurada rutina laboral, de la previsibilidad a la incertidumbre. Es lo que yo denomino "el modo batalla".
 
El modo batalla incluye varios aspectos: la batalla con el desorden que invade el territorio infantil, la batalla con las coladas que tienden inevitablemente, a la expansión, la batalla con las exigencias que el reloj impone bajo la amenaza del siguiente día de cole...Pero sobre todo y fundamentalmente, la batalla con las explosiones inesperadas con las que a veces, el proceso se va viendo salpicado.
 
Sacar adelante las obligaciones que rodean a los niños tiene un alto grado de imprevisibilidad. A veces, nuestros buenos propósitos e intenciones se ven repentinamente desarmados por la oposición de los niños que, personas con sus propias ideas y planes, pueden no estar para nada por la labor de seguir nuestras indicaciones. Esto es lo normal en una casa con niños. A nadie le gusta que interrumpan su actividad con órdenes o indicaciones por amables que sean. A los pequeños tampoco, claro. Pero hay niños a los que les resulta mucho más difícil participar de este tiempo en el que mamá o papá dirigen los aconteciemientos. Y aparece el mal comportamiento.
 
El mal comportamiento es normal. Es una parte más del desarrollo y evoluciona con el crecimiento de los niños. Eso lo sabemos todos. Pero lo que no solemos tener es un enfoque más específico del tema. Un abordaje que en psicología sí se tiene en cuenta y que da respuesta a muchas de las incógnitas de los padres enfrentados a un niño que se comporta mal: El comportamiento es un proceso cognitivo más. Es decir, igual que cualquier otro proceso cognitivo no se ejecuta solo de manera voluntaria sino que guarda, tras él, una seride de desarrollos necesarios e imprescindibles de otras áreas relacionadas. Muy frecuentemente damos explicación a los malos comportamientos de maneras popularmente muy extendidas: "está tratando de manipularte", "lo que quiere es llamar la atención", "es muy tozudo y no da su brazo a torcer", "no lo hace porque no quiere, simplemente"... Seguramente en todas ellas se puede encontrar alguna verdad en ocasiones. Pero no siempre.
 
Por ejemplo: hay veces en que un niño repite recurrentemente un comportamiento que le perjudica notablemente. Es decir, se encuentra una y otra vez con una consecuencia del mismo en forma de castigo, por ejemplo. Un momento que vive de forma muy negativa y que no le deja indiferente. Y, sin embargo, continua repitiendo esa acción o actitud. ¿Qué pasa ahí? El aprendizaje está hecho, ha vivido la consecuencia a sus actos pero no por ello deja de meterse, sigamos, en ese berenjenal. Los padres suelen quedarse perplejos. Y ahí vienen las frases de rigor: "no lo hace bien porque no le da la gana. Te está desafiando". No tiene porqué ser así. En muchas ocasiones, la memoria ejecutiva está aún sin terminar de desarrollar, tiene deficiencias y no es capaz de poner en primer término las consecuencias que se producirán después de la acción. Es una cuestión de desarrollo cognitivo.
 
Es solo un ejemplo. Pero ilustra un hecho general. Detrás de muchos de los comportamientos de nuestros hijos hay que buscar un origen cognitivo. O por decirlo de otra manera, una justificación más ligada al desarrollo de esas competencias.
Carlos, cada vez que tiene que apagar la tele para ir a ducharse consigue meterse en un lío. Parece sordo. No obedece nunca a la primera...ni a la segunda o la tercera. Y siempre acaba castigado y llorando. Luego llega el momento del arrepentimiento y de pedir perdón.
 
¿Qué pasa ahí? Pues, en el enfoque que estamos tratando ahora mismo, se trataría de la dificultad que tiene Carlos para cambiar rápidamente de actividad. Una forma de abordar el tema más adecuada sería la de ir dando avisos pacientes y firmes al niño, para que pudiera ir haciendo suya la nueva situación.
 
Observar atentamente a nuestros hijos en sus malos momentos puede darnos las claves para entender qué está pasando en esas situaciones que no podemos entender y que tanto nos disgustan. A Loreto, salir a pasar el día con sus hijos fuera de casa le resultaba cada vez más angustioso. La niña pequeña, de cinco años, hacía de cada salida una exhibición de mal comportamiento. La familia sentía que la niña estropeaba cada situación especial con sus lloros, sus berrinches y sus desafíos constantes.
 
Pero mirando detenidamente, lo que había detrás de ese comportamiento disruptivo, lo que había era mucho más que mala voluntad: a la niña se le quedaban grandes los entornos llenos de desconocidos, los ruidos ambientales y sobre todo, los paseos en los que perdía la noción segura de dónde estaban y a dónde exactamente iban. Su inmadurez cognitiva en esos terrenos se volvía inmadurez conductual. Puede pareceer que es lo mismo, ya que el resultado del tema es igual. Pero creo que hay una enorme diferencia. Es mucho más fácil enfrentar y tratar de atajar un comportamiento inadecuado cuando se elimina de la ecuación la voluntade de llevarlo a cabo del niño.
 
O dicho más claramente: si no pensamos que el niños hace las cosas mal a propósito, o al revés, que no las hace bien de forma premeditada, desaparece de la ecuación la sensación de desafío que pone a los padres en guardia. Cuando consideramos que nuestros niños están atrapados en un determinado tipo de comportamiento por carecer de las herramientas personales adecuadas para evitarlo, podremos empatizar con ellos y ayudarles a aprender el camino correcto para gestionar esa situación.
 
Los pasos para poder llegar a esto son sencillos y claros:
 
1-Empatizar con el sentimiento que invade al niño en ese momento: "Veo que estás muy nervioso porque crees que te va a costar mucho recoger los juguetes"
2-Ponerle nombre a lo que está sintiendo para enseñarle a ir identificando emociones lo que le permitirá compartirlas más adelante y manejarlas mejor: "Es un poco angustioso cuando se tiene una tarea tan difícil por delante ¿verdad?"
3-Buscar una solución conjunta en la que el niño ofrezca su propia solución y en la que se vea voluntad de ayudar, escucha atenta y sobre todo, en la que las dos partes puedan ceder en parte.
 
"-¿Qué podemos hacer? -¿Me ayudas? -Vale. Yo recojo los muñecos y tú te ocupas de los legos. ¿de acuerdo?"
 
Hay que ceder terreno para ganar espacio de comunicación. Y aprender una forma de relacionarse en la que lo que prima no es la imposición sino la empatía. Se tarda un poco más aparentemente, pero en la práctica es más rápido, porque evitamos todo ese tiempo perdido en el tira y afloja, reivindicamos nuestro papel director y nos afianzamos como figuras de confianza. Y sobre todo, ayudamos a nuestros hijos a aprender a enfrentarse a la situación protagonizándola y saliendo de ella con su autoestima intacta. Y de paso, nos regalamos un ratito más de armonía famililar. ¿No vale la pena?

martes, 14 de abril de 2015

CELOS CELOS CELOS







No importa el planteamiento previo. Ni las previsiones anticipadas. Ni la buena voluntad-intenciones-propósitos que se dediquen a priori. La llegada de un nuevo hermano a la casa es una debacle emocional para el veterano.

Es cierto que, como en todo, hay caracteres y caracteres. Y que, también es cierto, hay edades y edades. Y que no todo los casos son exactamente iguales. Pero también lo es que los celos son inherentes a la inseguridad y que hacer sitio en tu vida para un competidor directo, no es nada sencillo.

Cuando los hermanos llegan, los niños que esperan suelen estar arropados en el proceso, por una serie de sentimientos e ilusiones que giran alrededor de perspectivas muy atractivas. Los pequeños, tanto si sus padres esperan un hijo biológico, como si están adoptando, viven escuchando a sus mayores hablar de lo estupendo que será ese momento. Tendrán alguien con quien jugar, serán hermanos mayores, podrán cuidarle y le querrán mucho.

A veces, también reciben otro mensaje mucho menos tranquilizador, que no acaban de entender muy bien, en medio de un panorama tan apetecible: “Mamá y papá no van a quererte menos cuando llegue el hermanito o la hermanita. Aunque tengamos menos tiempo para ti, seguirás siendo nuestro niñito querido para siempre.” Esto siempre se dice con una intención positiva, tratando de preparar a los niños para lo que nosotros prevemos que va a suceder. Pero el mensaje que reciben es bien distinto. Sin acabar de entender porqué, ellos empiezan a percibir una amenaza escondida tras la deseada llegada. Y los nervios empiezan a nacer, poniendo sus pequeñas y perniciosas larvas en la mente de los niños que observan como las cosas, de forma sediciosa, van cambiando a su alrededor.

Sin embargo, generalmente, el sentimiento que sigue dominando es el de excitación. Y la ilusión. Como si el gran acontecimiento que se avecina fuera como un nuevo día de Reyes especial para ellos. Los pequeños, acostumbrados en buena medida a que la vida se mueva a su alrededor, se organice en torno a ellos, esperan el gran día con emoción protagonista.

Y llega el momento. Los acontecimientos se precipitan y ellos están en segunda fila, esperando con más o menos ansiedad que todo cobre sentido. Nerviosos, expectantes...


Vamos a imaginarnos el mejor de los escenarios: unos padres atentos que saben dar atención a los dos hijos, que conservan tiempo en exclusiva para los dos, que no han dejado que la vida se vuelva demasiado diferente para el primogénito. Los padres se desviven por demostrar que siguen amando incondicionalmente a su hijo y sin embargo, los celos aparecen, a veces subrepticiamente y se dejan sentir con todo su peso.

Y es que, te lo vendan como te lo vendan, el fundamento único e inevitable de la formación de una familia es compartir. Hay que compartir a mamá, que pasa mucho tiempo con el recién llegado. Hay que compartir a papá, que tiene que repartir el tiempo que antes era solo para él, con el pequeño invasor. Hay que compartir la casa y respetar normas que antes no existían, porque el nuevo duerme a la hora de jugar y no se puede hacer ruido, porque no se puede entrar en esa habitación si está descansando, hay que hacerse un poco más mayor un poco más rápido porque el nicho de bebé que antes se seguía ocupando de vez en cuando, ahora está ocupado permanentemente...Mil pequeños o grandes cambios que marcan de forma dramática el devenir de los días.


Otras, son grandes nubes oscuras que acompañan a los pequeños haciendo que su vida les parezca menos luminosa que antes.

Para los padres puede ser muy doloroso ver cómo su hijo sufre por una situación que para ellos debería ser un precioso momento de felicidad. Cuando los niños son pequeños parece que en nuestras manos están todas las claves de su bienestar y de su felicidad. Sabemos cómo calmarlos cuando lloran, cómo hacerlos reír cuando están tristes y cómo conseguir que se sientan tranquilos y protegidos. Pero al crecer, cuando son capaces de elaborar sentimientos más complejos, esta capacidad se va diluyendo. Hay una parte de nuestro hijo que queda fuera de nuestro control. Ellos comienzan a ser responsables de sus propias emociones y a nosotros nos queda el trabajo de enseñarles a gestionarlas.

Los celos son una emoción muy humana. Muy dolorosa y, ciertamente en algunos momentos, inevitable. Pero los celos, como todas las demás emociones humanas también pueden ser una herramienta de crecimiento. Es duro ver a nuestros padres compartir con un recién llegado lo que hasta entonces solo era nuestro.



Los celos pueden regalarnos regresiones, tristezas o furias incomprensibles aparentemente, hiperdependencia, terrores nocturnos, eneuresis o encopresis, cambios en el apetito... todo síntomas del malestar por el que atraviesan nuestros hijos.



Y se pueden manifestar en momentos inesperados. Incluso pueden aparecer cuando ya pareciera que todo está superado, renaciendo con mayor intensidad.
Además, aunque lo más habitual y los más exacerbados suelen ser los manifestados por los hermanos mayores hacia los más pequeños, hay que recordar que también puede suceder en la otra dirección: los pequeños pueden tener celos devastadores hacia los hermanos mayores. Ya decíamos que es una de las emociones humanas por antonomasia.

Y ante este panorama, ¿qué podemos hacer?

Lo primero y más importante es enseñar a los niños a ponerle nombre a sus emociones. A reconocerlas y aceptarlas sin reproches. No es malo sentir celos. Es solo humano. Un sentimiento más que hay que aprender a distinguir y admitir.

Si enseñamos a los niños el camino para enfrentarse a ese sentimiento sufrirán menos. Por una parte, hay que hacerles ver que incluso en los momentos en que el protagonista de lo que sucede es el nuevo pequeño, ellos siguen teniendo su lugar. La necesidad de sentir que siguen perteneciendo intensamente a esos momentos es muy poderosa y si no es satisfecha puede crear mucha frustración. Los niños pueden aprender que, sin necesidad de protagonizar los momentos del hermanito, pueden seguir siendo parte de ellos. Por ejemplo, hacer que colaboren de alguna manera, darles alguna responsabilidad si lo desean puede ser una buena idea.

Algunos niños no quieren este tipo de inclusión. Es ese caso, creo que lo mejor es enseñarles a esperar su propio momento, y sobre todo, a saber verbalizar lo que les está pasando acompañándoles en ese aprendizaje.

<“Cuando sientas celos, puedes decirme lo que te está pasando y, en cuanto termine, te daré el abrazo que necesitas”

A veces, algunos niños se avergüenzan de sentir celos, seguramente porque han escuchado muchas veces ese término de manera negativa y como reproche. Entonces, se puede utilizar otro tipo de expresión. Si les explicamos bien qué son los celos, ayudándoles a entender que no son malos por sentirlos y que todo el mundo los siente alguna vez, los niños estarán dispuestos a reconocerlos. Y cuando los reconozcan, el objetivo es que sepan solicitar ese plus de atención que necesitan en ese momento sin enfados, berrinches o conductas poco apropiadas:



“Mamá, estoy sintiendo un poco de pena. ¿Me das un abrazo?”

Estas cosas no harán que los celos desparezcan, desengañémonos. Pero sí harán que el proceso hasta acomodarse en la nueva forma de ser parte de la familia, sea más sencillo para los niños, menos doloroso. Y que se sientan comprendidos y no apartados por sus sentimientos negativos.

Pero ¿qué pasa cuando el hermanito que llega no lo hace de forma biológica?

Pues la verdad, es que, como en tantos otros aspectos de la formación de nuestras familias, tampoco los celos son lo mismo.

Cuando un bebé recién nacido llega a casa ocupa un lugar muy concreto, muy predecible y físicamente muy pequeño. Su cuna, su carro o los brazos de papá y mamá son el espacio en el que siempre está: ubicable, predecible. Para cuando crezca y ese nivel de “intrusión” se amplie, el bebé no será ya un desconocido.

Pero cuando un hermano llega después de un proceso de adopción, en la mayoría de los casos es mucho más mayor. Y cuanto mayor es esta edad, más amplio es su ámbito de influencia, el espacio en el que se moverá.

No es lo mismo compartir la casa con un bebé inmóvil en una cunita, que con un niño que recorre nuestro espacio haciéndolo suyo, toca nuestros juguetes, se interpone en nuestra actividad y es del todo incontrolable para nosotros. Además de la invasión emocional que siempre conlleva el hermano, se añade una gran invasión física.

Sin ir mucho más allá en el análisis, ni entrar en los casos más especiales y complicados, también es cierto que la adopción suele entrañar complejidades añadidas en el proceso de inserción en la familia que los niños viven en primer grado.

Es más fácil aceptar y querer desde el primer momento a un bebé indefenso y diminuto, dispuesto a reír con nuestras pedorretas que hacerlo con un niño desconocido que coge nuestras cosas, se sube encima de nuestros queridos y hasta entonces privados padres y al que, probablemente ni siquiera entendemos cuando habla.


Es más difícil, más repentino y más intenso. Pero el proceso es igual. El sentimiento de inseguridad y celos es el mismo. Y la necesidad de entenderlos y controlarlos también. A nosotros, como siempre, nos toca acompañar, ayudar y comprender. Y esperar que, con el paso del tiempo, se conviertan en algo manejable e inofensivo.