jueves, 7 de junio de 2012

Niños robados. Vidas robadas.

Ayer, cosa extraña en mi, me quedé muy tarde viendo un reportaje de investigación acerca de las actividades de la monja imputada por el robo de niños para adopción en España. No hace tanto tiempo de aquello. Ya éramos un país con ganas de arrancar. Teníamos al naranjito en la pantalla del televisor, funcionábamos con la joven democracia que habíamos estrenado hacía poco, Felipe González ganaba las elecciones, ... No eran tiempos tan lejanos cuando ocurría todo aquello.

Vi todo el reportaje con el corazón estremecido. Analizando cada gesto, cada palabra de los implicados. Tratando de escudriñar detrás de los datos, de la información, de los triviales detalles que llenaban el tiempo del reportaje en algunos tramos.

Y al terminar, me quedé con una imagen. Con casi total seguridad, no la misma que habrá impactado a la mayoría de los espectadores, pero sí la que a todas nosotras nos habría resultado más cercana. El reportaje se centraba en la historia en concreto de una chica que, a través de un programa de tv, encontró a su madre biológica. Ella fue una de las niñas a la que Sor María entregó en adopción. Y, según el testimonio de la madre biológica, contra su voluntad, mediante amenazas y coacciones.

No quiero entrar ahora a analizar el terrible drama que supone ver cómo te arrebatan a un hijo. Como madre, ese desgarro me he hace evidente con solo imaginarlo un instante. Me retuerce las entrañas y me hace comprender bien ese dolor y esa angustia.

Pero la imagen que a mi se me ha quedado pegada es otra. En el programa, cuando la hija y la madre biológica se encuentran, análisis genético de por medio, se produce una escena muy conmovedora y de gran intensidad. La madre y la hija biológicas se abrazan, el padre adoptivo las arropa a las dos entre sus brazos y todos lloran emocionados, embargados de alegría y agradecimiento. Las hermanas biológicas entran entonces en el plató y se suman a la emoción general, abrazando a su recién encontrada hermana biológica.

Y allí, en primera fila del público, con una expresión desolada en el rostro, se limpia las lágrimas sola, la madre adoptiva. Ella no llora entre sonrisas. No se levanta a celebrar, ni se abraza extasiada con los desconocidos que acaban de entran en su vida. Ella contempla la escena y llora discretamente, con los ojos llenos de pena. A su alrededor la vida parecía detenerse.

Me quedé con su rostro y su mirada preguntándome tantas cosas, imaginando tantas otras...Esperaba la frase que nunca llegó a pronunciarse en ese momento: "me alegro de haber conocido al fin a mi madre biológica pero mi madre es ella y nadie podrá sustituirla". O algo similar. Algo que diera a esa mujer el lugar que en justicia le correspondería.

Poco después, un psiquiatra comentaba como al desgaire: "lo biológico pesa".

Desconozco las circunstancias concretas de esta familia. La chica vivía con su padre desde que el matrimonio se separó. Quizá su relación con su madre adoptiva no fuera buena. Quizá fuera la decepción en esa relación la que la empujó a buscar una madre "mejor"...No lo sé.

Pero esta situación, unida a la de tantos hijos adoptados que emprenden la búsqueda desesperada de sus padres biológicos ponen en marcha en mi cabeza todas esas dudas y temores que acompañan en muchos casos la maternidad adoptiva. Sabemos que no todos los adultos que fueron adoptados tienen el impulso de buscar sus orígenes biológicos. Y también que entre los que sí lo hacen, no siempre se busca una nueva madre o padre, sino conocer el origen de su propia existencia, responder a algunas preguntas quizás. Pero también sabemos que en muchas ocasiones, los hijos adoptados emprenden un camino sin retorno hacia una nueva realidad.

Cuando adoptamos, de forma consciente y realista, sabíamos que debíamos convivir con la presencia de una historia anterior a nosotros en la vida de nuestros hijos. Una historia que, a lo largo de sus vidas, reaparecerá y desaparecerá de forma recurrente, presentándose en forma de preguntas, de dudas, de miedo, de rabia, de decepción...Sabemos que deberemos estar ahí siempre, acompañando, comprendiendo, consolando.

Pero ¿qué ocurre en esos casos en que, de pronto, la presencia del hecho biológico adquiere un peso y una envergadura tan grande como en el que comentaba más arriba?

Cuando empezamos el camino de la adopción, pensaba que el amor puede con todo. Pero con el paso del tiempo, creo que a veces, no es suficiente. Igual que hay heridas que nuestro amor no puede curar, quizás haya dolores, ausencias o huecos que todo el cariño del mundo no puedan remediar. Y la pregunta es ¿somos lo bastante fuertes como para compartir a nuestros hijos a ese nivel? ¿para ver que nuestro rol de padres adoptivos se cuestiona y pierde valor frente al "peso de lo biológico"? En el caso ideal, soñamos con que nuestros hijos no sentirán la necesidad de conocer su origen biológico. O en el caso de que lo hagan, sea desde una perspectiva distante, buscando respuestas a sus dudas, no el afecto o la relación con unos padres imaginados que nunca han castigado, reñido o censurado y mantienen abiertas así las posibilidades ideales de unos padres a medida.

Porque también me imagino ahora, cómo será la relación de esa chica que encontró a su madre biológica con ella y con su madre adoptiva. Su relación será de adultas. La madre biológica se aprenderá a su hija como es; una mujer adulta, responsable de sus propias decisiones, definida y formada. No tendrá la responsabilidad de hacer de ella una persona competente, capaz de abrirse paso por la vida y de buscar su felicidad. Será una relación adulta. Y eso eliminará seguramente las fricciones más comunes en la relación materno-filial. La invitarán a los cumpleaños, conocerá a sobrinos y primos, irá de compras con sus hermanas...Será como encajar en la familia de un novio, de un marido... Sin control, sin exigencias, quizás.

Y frente a eso, estará la relación de la chica con su madre biológica. La que la acompaño en sus noches de fiebre, la que la llevaba a las actividades extraescolares y le enseñó las tablas de multiplicar. La que la esperaba levantada cuando, adolescente, llegaba tarde a casa. La que la castigaba por fumar y la reñía cuando hacía pellas. La mujer que, en algún momento, se alejó de su hija quién sabe porqué razones.

Me pregunto si todo lo que se construye en una vida en común, con la inmensa entrega que supone ser madre, las incontables horas y minutos compartidos, el amor... se queda pequeño cuando, en algún lugar del camino surgen los problemas. Tan pequeño como para ser sustituido o apartado. Tan liviano frente al "peso de lo biológico".

Cuando llegue el momento, mi hija preguntará más. Y sus dudas serán más certeras, más ávidas, más necesitadas de respuestas exactas. Nuestra promesa es acompañarla también en ese camino. Nuestro deseo, llegar cogidas fuertes de la mano, al final de las dudas. Nuestro sueño, que nadie pueda sustituirnos nunca en el corazón de nuestra hija.

miércoles, 6 de junio de 2012

Para mi Flor de Luna

Hoy me dirijo a tí, mi niña del alma. Te hablo en público para hacer volar mis palabras y darles alas. Porque hablo de mil cosas de la vida cotidiana, de lo que creas con tu fuerza y tu presencia, y sin embargo...Sin embargo nunca te he escrito cuánto te quiero. No le he puesto palabras dibujadas a estos sentimientos que me embargan. Porque me arrastra la vida y me sumerjo en el deber olvidando a veces el querer. Porque me quedo pequeña a veces ante el peso que a menudo nos echa encima la vida. Porque se me agota la energía y me quedo en el camino hacia tí sin llevarte en las manos, evidente, el amor que siento por tí. Y de pronto, cuando de nuevo algo ocurre en este devenir nuestro, siempre convulso, siempre alerta, me quedo suspendida en un pulso, contando los segundos sumergida en el miedo. Y te veo tan chiquita, con tus ojos de noche y tu nariz diminuta; tu sonrisa de pilla y tus idioma personal, con tu media lengua y tu mirada larga, larga, que traduce mi alma y la reescribe de nuevo. Tan pequeña y tan grande. Hoy, mi amor, te escribo mi amor en el aire, y me duelen las ganas de abrazarte enseguida y de saberte segura de nuevo.
Mi niña de luna, mi flor de luz. Te quiero Aigul. Te quiero y nunca te lo diré lo bastante alto, lo suficientemente fuerte.