viernes, 1 de noviembre de 2013

Pequeñas bendiciones




A veces nos empeñamos en ir por la vida buscando tesoros. En plan Indiana Iones. Caminamos mirando hacia arriba, vislumbrando a lo lejos, escudriñando entre callejones oscuros. Queremos los grandes premios de la vida. Salud, dinero y amor, vamos. Y a veces, ni con nuestro látigo y nuestro sombrero de aventureras aguerridas conseguimos el lote completo.
En la peli, si no damos con la contraseña correcta y no averiguamos donde se oculta el lo que sea de oro y rubíes, caeremos seguro al abismo negro de debajo del puente. Con sus cocodrilos y todo. Sobre todo si somos el gordito gracioso, ya se sabe.
Pero en la vida es otra cosa. Si la contraseña no funciona, el puente ese de madera, que hay que tener ganas de cruzarlo todo hay que decirlo, se rompe y el tesoro se lo traga un dragón escamoso, la peli no se acaba y aquí paz y después gloria. Toca cambiar el sombrero por un cómodo gorro de lana, el látigo por crema para los callos y echarse a andar. Porque ahí empieza la verdadera búsqueda. La del nuevo camino, sin mapas y sin pistas.

Y resulta que cuando caminas por el desierto se suda la gota gorda. Se pasa calor y frío. Y se pierde la capacidad de ver más allá. Hasta que un día se te cruza una nube. Y un ratito de sombra te acompaña. Te alivia, te refresca, te conforta.

Son las que yo llamó pequeñas bendiciones. Esos regalitos de la vida que nos llegan sigilosos, humildes, pequeños...no siempre son fáciles de reconocer porque pueden requerir un esfuerzo. Pero si abres bien los ojos y los reconoces...entonces al dibujo de tu sol le pones un rayito más.

 Yo soy recolectora de pequeñas bendiciones. Me he entrenado para reconocerlas y pelarlas, cuando toca. Porque a veces son como las castañas. A primera vista pican.

Una de las más recientes es Pepo. Llegó a mí vida sin permiso, cuando lo último que me apetecía era cargar con la responsabilidad de un perro. Apareció una mañana, con sus ojos de caramelo dulces y serenos y sus pelos de golfo callejero. Asustado y perdido como lo que era. Un chuchillo abandonado.

Un cordel y un trozo de queso más tarde estaba en casa, esperando a ser entregado en casa del veterinario que lo llevaría a un refugio. Ese era el plan. Pero las cosas no salieron exactamente así. Cuando los niños llegaron a casa y lo vieron las cosas se complicaron. Perro y niños encajaron a medida, Pepo, apenas un cachorro todavía mostraba todas las virtudes del perrito perfecto. Y mis niños desplegaron toda la artillería infantil...ruegos, llantos, chantajes, disertaciones sobre lo mala que sería cualquier mamá que echase de su casa a un perrito taaaaaan bueno. Dos noches sin dormir más tarde, hablando y repasando la decisión con mi costillo que estaba literalmente horrorizado ante la idea, Pepo fue bautizado y adoptado por nuestro pequeño y heterogéneo grupo.

Lo único fácil fue el tema del nombre. La pequeña llevaba todo el fin de semana chapurreando en inglés y preguntándonos sin parar, are you Pepo? Así que cuando llegó pensamos que al fin teníamos la respuesta. Asi que este es Pepo...

 Nuestra pequeña bendición es el adalíz de la pequeña en toda circunstancia. Se sienta ante ella cuando ve la tele protegiéndola siempre. Si los hermanos discuten, si llora o se enrabieta, si le toca oír una regañina...ahí está el, lamiéndole las lágrimas, con abrazos peludos llenos de ternura. Siempre alegre, siempre con ganas de jugar. Pepo, golfo, pillo y perro al fin, nos trajo risas cuando no sobraban. Y como todos los que tienen perro saben, es un alma transparente, una fuente de energía positiva inquebrantable, que no entiende de agobios ni problemas. Una pequeña bendición que exige a cambio amor y compromiso y que obliga a vivir.

Yo reconocí mi pequeña bendición a duras penas, porque me pesaban más las ganas de no comprometerme más. Pero este torbellino con pelos que me llena la casa de pelotas y huesos de fibra, se sube a la cama sin permiso y hace piña con mis niños para camelarme cuando quieren, me ha recordado que los pequeños regalos pasan de largo si no apretamos bien los dientes y nos lanzamos a por ellos.

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Cosas que he aprendido en este periplo:

Si te parece que no tienes nada, o que lo que tienes no es suficiente, quizá estás olvidando el valor de las cosas pequeñas, que por modestas, se quedan esperando en el fondo del cajón. A  veces son tan bonitas...






miércoles, 30 de octubre de 2013

Viaje a la memoria 2


Cada día es como una montaña. Me pongo las botas y miro hacia arriba tratando de distinguir la cumbre. Hay veces en que el sendero está liso y despejado y lo recorro como si tuviese activada una fuente de energía inagotable. Otras veces, las nubes se apretujan arriba con aspecto de estar esperando, ominosas y grises.
En ambos casos el camino espera. Podemos demorarlo, ignorarlo un tiempo, pero seguirá ahí, esperándonos. Es como una lotería cotidiana. Si sale cara, tendremos un buen día. Si cruz, botas de monte y a trepar.

Hoy es un buen día. Su sonrisa esta mañana ha encendido el sol y ha barrido sombras desconocidas. Y sin embargo mi dolor de cabeza, que últimamente parece perpetuo, decidió aparecer. Un oportunista que reconoce los momentos de baja adrenalina para hacer su visita. Ella, tan atenta y observadora siempre se acercó a poner su manita en mi frente. A ofrecerme agua o un cacharro por si tenía que vomitar. Era el mundo invertido, cuidandome ella a mi con expresión atenta. Al volver del cole tenía algo que contar. "Mamá hoy lloré en el colé. Estaba tan pocupada por ti..."
Un pequeño detalle que la define muy bien y que me catapulta de nuevo a mi recorrido de búsqueda de recuerdos. Mientras me mira con sus ojos redondos de almendra madura y sus mejillas llenas, de manzana de cuento, me asalta una oleada de amor. Y vuelvo a buscarla, para construir de nuevo nuestra historia. Ahora con un nuevo conocimiento. Con su mano en la mía.

Llegar por primera vez a Kazajstán, el primer contacto con el lugar fuera ya del aeropuerto fue una metáfora de lo que sería después nuestra vida.
La sala de llegadas era la mímina expresión de un lugar público. Una habitación diminuta en la que las maletas aparecieron como teletransportadas antes de que fuéramos conscientes de que el viaje había terminado. Instantes más tarde estábamos fuera. Tras nosotros bruscamente se cerraron las puertas con un sonido sordo y definitivo. Y de pronto, allí estábamos, ante la estepa kazaja, inundados de sol y frío al mismo tiempo. Sin entender nada de lo que ocurría a nuestro alrededor. Y solos. Completamente solos.
Los pocos viajeros que habían volado con nosotros ya habían desaparecido en los coches de quienes les esperaban. Y nuestra tramitadora no había llegado aún. En esos momentos todo era tan ajeno a nosotros que no sabíamos ni siquiera cómo llamar por teléfono. Los móviles no funcionaban por alguna razón que una amable voz metálica nos explicaba en kazajo una y otra vez al intentar llamar. Como he dicho, toda una metáfora de lo que sería más tarde nuestra vida.

En aquel momento todo cobró realidad. Habíamos recorrido medio mundo confiando en que algunos desconocidos se encargarían de todo, nos cuidarían y nos guiarían. Eramos como niños perdidos. Conscientes por primera vez de la inmensa ignorancia en la que nos estábamos sumergiendo. No sabíamos la dirección de nuestro alojamiento, ni si sería un hotel o un apartamento. No teníamos ni idea de cual sería el plan al llegar. Como había sido habitual durante todo el proceso éramos espectadores pasivos de momentos fundamentales de nuestra vida. Nos habían entrenado durante años para aprender a oír sin preguntar, acatar sin poner en duda, y adaptarnos sin opción. Como ciudadanos sin cerebro ni derechos. Como si cualquier paso en falso pudiera determinar un retraso más en nuestro expediente. Buenos alumnos de la incertidumbre y el miedo. Habitantes de un país sin derechos que reinaba soberano en el proceso adoptivo.

Con la relatividad del tiempo en estos casos, después de un rato que pudo ser brevisimo o muy largo, llegó la tramitadora. La acompañaba otra familia que acababa ya su primer viaje y volvían a España. La mirábamos ávidos de detalles, de pistas de lo que nos esperaba. Pero aún el silencio seguía dominándolo todo. Nada de preguntas acerca de los niños que esperaban y de los cuales no sabíamos apenas nada. Y la impaciencia nos roía por dentro como una rata hambrienta.

 A partir de ahí el tiempo voló. Llegamos al hotel. Y después de acarrear las maletas los cuatro pisos que nos separaban de la habitación nos dispusimos a tomar contacto con la que seria nuestra casa de momento. El pequeño llegaba cansado y yo contaba con un rato de sueño que le permitiese recuperarse. Pero él tenía otros planes. Enseguida notificó que ni loco de perdía un paseo por la ciudad. Una gran idea porque la ciudad se exhibía en su soviética magnificencia bajo el sol de antes del invierno.

Me enamoré. Me enamoré de la luz, del olor acre del viento frío. De los enormes espacios que rompían la ciudad. Me enamoré de las voces calladas, de los rostros distintos, del orgullo y la sencillez de sus calles. La ciudad se me quedó pegada desde aquel primer momento. A veces, algo imperceptible me transporta de nuevo allí. Y viajo en busca de ese aire transparente y nuevo que se metió bajo la piel. Y respiro limpio de nuevo su olor...

Quedaba tan poco tiempo para verla al fin por primera vez...


lunes, 28 de octubre de 2013

DIAS DE SOL



Y de repente hay un día de sol. Un día inesperado, que llega por sorpresa y se exhibe coqueteando con nosotros sin pudor.
Nos pilló sin esperarlo y, como suele suceder, eso hizo que fuera mucho más intenso, más preciado. Un regalo denso y despacioso. No como los días del verano en que el sol te obliga y te empuja a correr tras él, aprovechando los instantes como si fuesen contados. Fue otra cosa. Un ritmo íntimo y privado hecho solo para nosotros tres.
Perezosos como lagartos recalentados nos bebimos las horas jugando en la piscina, sumergiéndosos en el agua tibia y acogedora, llenado la silenciosa mañana de risas, chapoteos, salpicaduras y saltos con doble giro y medio tirabuzón.
"Mamá, mira lo que hago". Y las voces de mis dos niños hacían relucir el agua como si se volviese de plata. "Mamá báñate conmigo". Y las penas y los miedos se me deshacían en las olas que sus manitas y los pies inquietos formaban a mi alrededor.
Con la piel brillante de humedad y los ojos relucientes de alegría. Así se bebieron mis hijos el día juntos. Sin colegio, sin médicos, sin prisas, sin obligaciones. Solo ellos para mí y yo para ellos.
Un día de sol. Simplemente eso. Pero qué grande.