viernes, 7 de febrero de 2014

Odio el cole.



Otra vez. Cuando ya parecía que íbamos superando ese mal momento de incorporación al colegio volvemos a estar como al principio.

Mi hija no quiere ir al cole. No quiere por nada del mundo. Lo detesta, lo aborrece...o como ella misma se ha encargado de hacernos saber a todos a pleno pulmón, lo odia.
¿Y cómo no va a odiarlo? si hasta yo empiezo a desarrollar hacia él sentimientos de aborrecimiento. Sentimientos por otra parte, que me guardo con mucho cuidado para no añadir más angustias e inseguridades a los que ella ya tiene.

Lo odia porque no se siente integrada. Porque su diferencia la aísla de los otros niños que se van alejando cada vez más de ella a nivel de desarrollo. Porque su carácter, sometido a tantas maletitas como lleva cargando, se lo pone difícil a todo su entorno escolar. Porque las metas académicas son para ella como escalar el Everest en cholas y con un bocadillo de panceta como todo soporte.

¿Cómo no va a odiarlo?

La profesora se esfuerza, pero la veo cansada. A estas alturas del curso la noto ya harta de la batalla diaria con la niña. Y lo entiendo porque puede ser tremendamente disruptiva para el curso de la clase. Pero no me consuela porque no puedo hacer como las otras madres, chasquear la lengua en señal de lástima y marcharme a tomar un cortadito mientras hablo del precio del pan sin volver a pensar en ella.

Y mientras tanto mi hija, apoyada en la pared del cole grita para todo el que quiera oirlo que odia el cole, que los odia a todos...y que me odia a mi. Claro. La que la lleva y la entrega cada día a esa rutina que no soporta. La que busca mil maneras para motivarla, que no funcionan. La que incita a conseguir premios si no llora, o se enfada cuando por enésima vez somos el circo que llega a la plaza del pueblo.

Si, lo reconozco. Me aplasta la mirada de todas esas madres de niños perfectos. Las que nos contemplan murmurando "la pobre", orgullosas de sus niños felices, sintiéndose mejores porque a ella eso no les pasa. Como si tuviesen algún mérito especial que las hace inmunes a la desgracia. Qué ingenuas. Las que me miran con curiosidad por tantas cosas, que ya me agoto de sentirme mirada. Las que sienten doble compasión porque mi niña es adoptada. Encima. "Con lo que lucharon por esa niña y mira..."

Y es verdad. Con lo que luchamos por ella. Creyendo que buscábamos un poco más de felicidad para una vida que ya lo era. Pensando en que ella sería un rayo más de luz en nuestro paraíso de amor.

Igual que todos los padres que tienen hijos, biológicos o adoptivos. Lo mismo que la vecina de al lado, que también luchó por sus gemelos en un duro proceso de reproducción asistida. Y que también vivió la pérdida de uno de ellos, las secuelas del otro.

Lo mismo que las madres biológicas que se encuentran con que su hijo tiene una enfermedad o discapacidad. Con lo que se lucha por ellos, el sufrimiento es brutal.

Yo luché por llegar a ella. Con uñas y dientes. Quizá me obcequé, como creían algunos. Pero yo no lo creo. A veces me pregunto qué estaría viviendo ahora si finalmente no hubiéramos llegado a ella. Y sé con certeza que viviría siempre sintiendo esa ausencia, igual que la sentía antes de tenerla. Pensaría cada día en que me falta algo. Conviviría con ese hueco en el corazón.

Hubo un momento terrible, cuando nuestros pasos acabaron en un hospital infantil, con la niña ingresada de gravedad y sin saber para dónde caeríamos, en que un pensamiento feroz me consumía: ¿porqué me ha pasado esto a mi?

No podía aceptarlo y se me removían todos los principios. Incluso me preguntaba si estaba asumiendo un trágico destino que no me correspondía.

Un día, apoyada en la pared del pasillo, junto a la puerta de la habitación donde la niña dormía, me sentía  inmensamente desdichada. Desesperada y angustiada. Era la hora de los paseítos, cuando los niños ingresados que pueden hacerlo salían al pasillo un ratito, o bajaban a la sala de juegos. Una planta de neurología infantil no es un patio de colegio. No abundan los niños que corren y saltan. Y vi a las otras madres, a las que después llegaría a conocer y apreciar, cuidando de sus hijos. Con la mirada rota y la sonrisa puesta. Jugando a llevarlos subidos sobre la percha de los sueros, convertida en un patinete para ellos. O contando chistes. O cantando.

Todos ellos eran biológicos.

Y de pronto algo cambió dentro de mi. Fue como si una pieza que no acababa de encajar en mi corazón, lo acabara de hacer de repente.

A mi no me estaba pasando nada. Era a mi hija a la que le estaba sucediendo aquella terrible enfermedad. Era ella la que sufría, la que viviría con esto toda la vida. La que debía pelear y la que más sufría. Mi hija. Y la pregunta que me mortificaba cambió: ¿Porqué le tiene que pasar esto a ella?

Quizá no le esté explicando bien, porque fue algo definitivo e inmenso para mí. Creo que durante un tiempo sentí que el hecho adoptivo era el culpable de toda la infelicidad. Y aunque nunca rechacé a mi hija, porque la amaba profundamente, si sentía alrededor de el tema adoptivo un rencor difícil de explicar. Aquel día de pronto, sentí profundamente, que la injusticia no era que me hubiera tocado una hija enferma. Si no que MI HIJA hubiera enfermado.

Igual que todas aquellas familias biológicas estarían sintiendo en esos momentos.

Ese fue el paso definitivo para anudar los vínculos afectivos que nos unen como madre e hija.
Un momento trascendental que además, creo que ella también sintió, porque después de un periodo de adaptación largo y complicado, la niña comenzó por fin a acercarse de verdad a mi. A reconocerme como madre y a confiar ciegamente.

No es la mejor manera, os lo aseguro, pero al principio de la adopción con la niña ya en casa, un profesional me dijo una vez: "Os vinculareis realmente cuando la niña esté enferma alguna vez".

Quien iba a imaginar que sería de una manera tan intensa.

lunes, 3 de febrero de 2014

Parte del clan.

Hay lugares en la vida de cada uno que son como estaciones de servicio para la energía emocional. Paradas obligatorias que hay que incluir en nuestra hoja de ruta vital si no queremos quedarnos a medio camino, sin fuerzas para continuar.

A veces esos puntos indispensables son los amigos, un lugar de vacaciones, una actividad placentera o la familia. Para nosotros, la familia es una lejana estación de servicio. Viviendo al otro lado del mar, la proximidad es obligadamente virtual. En ocasiones, no es suficiente.

Cuando emigramos no pensamos nunca en lo que eso implicaba. Vivir solos, tan lejos de todos los seres queridos era algo solo relacionado con la nostalgia. Una emoción con la que, cuando se cambia de escenario para emprender una vida distinta, se aprende a coexistir. Como decía Isabel Allende "la nostalgia es el vicio de los desterrados". Pero esa nostalgia se torna imposible de soportar si además de añoranza significa otras cosas: la ausencia de una mano que ayude a levantarse, de unos hombros sobre los que apoyarse cuando se esté extenuado, de unos oídos que escuchen sin juzgar...

Hacía año y medio que no íbamos a casa. Porque aún es eso lo que pensamos cuando viajamos hasta allí. A casa. El hogar donde crecimos, donde criamos nuestros sueños y anhelos más felices. El pueblo en el que aprendimos a vivir, la gente entre la que jugábamos a ser mayores. Un año y medio en el que han pasado tantas cosas... Lo habíamos deseado tanto sin poder hacerlo que ya parecía que daba igual. Que de todas formas, ir o no ir no supondría diferencia alguna respecto a la realidad en la que flotamos. Seguramente era algún tipo de mecanismo mental de defensa, como aquello que decía la zorra que no alcanzaba las uvas en la fábula de Esopo: "Bah, total...están verdes".

Y de pronto todo se volvió insoportable. Y nos montamos en el primer avión rumbo al hogar de la infancia. Los niños felices, impacientes por abrazar a los abuelos, a los tíos, a los primos, a los tios-abuelos, a los primos de papá y mamá...Por disfrutar de los nuevos miembros de la familia, por recrear los momentos especiales que crean para ellos sus abuelos: las chuches a escondidas de mamá, las tardes eternas de peinar a las muñecas, la propina por ser tan mayor, la visita mañanera para despertar al abuelo...

Llegar a casa...y descansar. Quizá no tanto físicamente, pero sí emocionalmente. Y sobre todo por la constatación una vez más de la importancia del clan en la vida de los niños. El clan, el círculo afectivo que rodea a los niños es como una red. En ella se entremezclan todo tipo de interacciones afectivas y sociales. Diferentes personalidades y modos de ir por la vida. Pero un sentimiento de pertenencia claro y evidente que incorpora a los niños de forma natural.

A mi todo esto me resulta mucho más palpable porque habitualmente carezco de ello. Pero desde que mi hija se ha convertido en un miembro vulnerable de la familia la sensación de Clan se ha vuelto muchísimo más real. De manera sutil, se tejen alrededor de ella interacciones especiales que antes no lo eran tanto. Y que hacen mucha falta. A ella y a nosotros.

Y yo que siempre siento que tiro de un carro lento y pesado, me siento entonces aliviada. Veo como los niños se nutren de otros afectos diferentes, reciben otras formas de ver la vida, absorben enseñanzas tácitas que no proceden de mi, son consolados, dirigidos, confortados, alentados, instruidos desde el reconocimiento de pertenencia que supone formar parte de un grupo familiar cohesionado. Crecen, en cada viaje, aprenden a ver con nuevos ojos, a verse a si mismos también de otra manera.

Mi hijo mayor, partido por la doble nacionalidad de su corazón, sufre y disfruta por igual de cada viaje, deseando renunciar a su esencia canaria de nacimiento cuando está allí. Incapaz de separarse de su tierra natal cuando la tiene cerca.

Y mi pequeña, se sumerge de lleno en el afecto blandito de los abuelos. Aprendiendo a ser parte de una familia. No solo hija y hermana, sino nieta y sobrina, prima y vecina, amiga y paisana. Y yo respiro hondo por un ratito. Dejando la batalla para más tarde. Observado y aprendiendo de mis hermanos, padres también, con otras formas de educar, otros recursos...Enseñando también a ser familia con mi propia forma de ser hija, hermana, prima, vecina, amiga y paisana.

Y sobre todo creando una idea sólida de pertenencia a un grupo en el que se es aceptado como igual, respetado y sobre todo amado. Referentes diferentes en los que mirarse y desde los que mirar.

Y a nivel personal, poder de nuevo ser una misma sin tener que explicarse, sin esperar juicios de valor ni análisis...Sentarse ante las amigas de la infancia después de año y medio sin siquiera haberse hablado por teléfono y sentir que ayer estuvimos en esa misma mesa de ese mismo bar, compartiendo el mismo café y riéndonos de las mismas cosas. Cuidar de tus padres un poquito, abrazar a tus hermanos que ya visten canas y descubrir en tu sobrina una adolescente increíble que te llena de orgullo y te emociona... Saber que te entienden aunque tú no lo hagas, que te quieren aunque estés hecha un erizo.

He recolectado para el largo invierno, calor y amor, esperanza y aliento. Qué buen, buen viaje.