viernes, 29 de abril de 2011

El niño real

Tú no eres quien yo necesito que seas.
Tú no eres el que fuiste.
Tú no eres como a mí me conviene.
Tú no eres como yo quiero.
Tú eres, como eres.


Jorge Bucay. Cuentos para pensar.

Cuando los hijos llegan todo un cataclismo se produce en nuestras vidas. Nuestras existencias sufren cambios definitivos, giros violentos hacia otras formas de existencia. Entramos en crisis, en el sentido profundo del término: cambio. Y eso conlleva muchos ajustes personales.

Sin embargo, la motivación emocional y sentimental suele ser lo suficientemente grande como para lubricar ese giro de forma que se produzca de forma suave y fluida. Al menos, la mayor parte del tiempo. El resto, es el paso de los días, de la vida, el que va haciendo que las cosas que llegaron como nuevas, con sus nuevas exigencias y demandas, se conviertan en antíguas, conocidas e integradas de forma natural.

Pero hoy, de la mano de Jorge Bucay quisiera hablar de un momento fundamental en el nacimiento de una familia. El reconocimiento del hijo real.

Esto es algo que ocurre de la misma manera en las familias biológicas y adoptivas. Algo, que puede sueceder en diferentes momentos de la vida, del crecimiento de los niños, de la evolución personal de los padres.

Cuando esperamos a nuestros hijos, independientemente del camino escogido para llegar a ellos, creamos en nuestra mente todo un universo de ilusiones, expectativas, emociones, esperanza. Un molde demasiado complejo para que nadie pueda encajar perfectamente en él. Incluso si sabemos, si somos conscientes de que quien llegue será un ser complejo con sus lados y claroscuros, con sus aristas y sus colinas, alojamos también la esperanza de que nuestro hijo nos hará felices, nos aportará una serie de emociones positivas que emanan de las ilusiones que tenemos creadas.

¡qué enorme responsabilidad para los pequeños que llegan!


Sin embargo, la vida se va ocupando de sustituir poco a poco el modelo imaginado por el modelo real.

Esto ocurre siempre. En mayor o menor medida. Pero este cambio no tiene porque suponer una decepción. Es un paso imprescindible en la creación y consolidación de las relaciones verdaderas entre padres e hijos. La aceptación y el reconocimiento de nuestros hijos tal como son, con sus defectos y virtudes, incluso con los que quizá les alejen de lo que fueron nuestras espectativas es un hito insustituíble en la formación de los lazos familiares sólidos y verdaderos.

Cuando el bebé llega a casa suele ser sencillo sentirse orgulloso de él. Pequeñito y frágil, mostrando parecidos más o menos dudosos, dejándose querer y solicitando cuidados simples y entrega absoluta, es un ser desvalido que mueve a protección de forma automática. Es una reacción atávica.

Es difícil que un bebé sano pueda decepcionar a sus padres. pero con el crecimiento, los padres irán descubriendo realmente quien es la nueva persona que ha llegado a su hogar. El carácter, el temperamento, la habilidad, la inteligencia y otros rasgos se van desempaquetando y dejándose ver. Y a veces, los descubrimientos no son muy positivos.

"Mi marido siempre soñaba con un chico con el que compartir sus aficiones. Se moría por tener un hijo con el que jugar a fútbol, salir a pescar, ver partidos...Y resulta que Luis es totalmente distinto a él. No le gustan los deportes, es tranquilo y apacible y prefiere leer a ver la tele. Se quieren con locura, pero mi marido tuvo que aprender a respetar que el niño no es como él esperaba. A veces me pregunto si mi hijo también sentirá que su padre no es como a él le hubiera gustado..."

"Cuando mi hija era pequeñita era tan bonita que me paraban por la calle a fecititarme. Era una bebé tranquilita, que comía de todo y dormía de un tirón. Me sentía muy orgullosa de ella. Cuando cumplió dos años, sin embargo, todo cambió. Seguía siendo preciosa, pero pegaba a todos los niños que tenían el infortunio de caer en su área de acción. Un día me sorprendí a mí misma pensado en lo mucho que la quería y lo poquito que me gustaba en ese momento. Por suerte, la racha pegona duró poco y nunca más me he vuelto a sentir así."



Estos sentimientos, como tantos otros que vamos viviendo los padres adoptivos, pueden aparecer de forma más repentina o acusada en las nuevas familias. Los niños llegan grandes a casa. No tienen con nosotros, parecidos reales o supuestos en los que parapetarse del escrutinio físico (una terrible nariz, se asume más fácil tras la frase: ha sacado tu nariz. Un mal carácter: tienes el genio de tu madre).

Y en ocasiones, sus comportamientos nos resultan totalmente ajenos. Normalmente en las familias hay patrones de comportamiento que se van inculcando desde que se nace. Cuando eso no ha ocurrido, a veces, nuestros hijos llegan con otro repertorio de actitudes, a veces desagradables y extrañas. Como en casi todo en la adopción, básicamente es lo mismo, pero más deprisa, más intenso y más desconcertante.

Cuando los rasgos o los comportamientos indeseados o incomprendidos por nosotros aparecen, puede haber un momentos de sorpresa y decepción en los padres. De repente, nuestro hijo adorado no nos gusta. O eso es lo que creemos sentir. En realidad, lo que no nos gusta es el comportamiento o actitud en concreto. Discernir con claridad ese matiz es probablemente una de las tareas más importantes en la labor educativa de los padres. Nuestros hijos son mucho más que su comportamiento, más que su carácter o su coeficiente intelectual. Cuando un niño se porta mal, es su comportamiento el que nos decepciona, no él.

Saber diferenciar la esencia de nuestro hijo de su comportamiento nos permitirá seguir fieles a nuestra sensación de orgullo con respecto de él, incluso en los momentos más complicados de la educación.

El otro día, en una serie de televisión, una madre y una hija norteamericanas tenían un diálogo demoledor. La hija preguntaba a su madre acerca de su diferencia de trato respecto de ella y su hermana. Y la madre, una mujer retratada de forma dura y seca, contestaba: es que ella me cae mejor.

Esta frase me ha hecho pensar. ¿Podemos llegar a sentir que nuestros hijos nos caen mal? DEbo decir que, independientemente de lo que en este post quiero explicar, acerca de la realidad de nuestros hijos, estoy convencida de que esto no es posible cuando hablamos de familias normalizadas. Cuando se quiere a un hijo se le aprende de memoria. Se bucéa en su interior con todo el respeto y el cariño de un tesoro por descubrir. Se le asume y se le reconoce con todos sus matices. Y todo eso se envuelve de forma segura en un paquete de amor incondicional. Nunca podrá caerte mal tu hijo, igual que nunca te cayeron mal tus padres. Quizá tengas que enfrentarse a actitudes que no te gusten, costumbres que aborrecerías, quien sabe... Pero siempre será todo mucho más fuerte, mucho más profundo, mucho más incondicional.


Y un pequeño apunte más. Ocurre algo mágico con esto del amor. ¿Y quien no ha sentido que sus niños son los más maravillosos? ¿Quién no es capaz de mirarlos con los ojos enamorados del que solo sabe ver el lado brillante de la vida?

Había una vez un campesino gordo y feo
que se había enamorado, como no,
de una princesa hermosa y rubia...
Un día, la princesa-vaya usted a saber porqué-
dió un beso al feo y gordo campesino...
y mágicamente, éste se transformó
en un apuesto y esbelto príncipe.
(por lo menos así lo veía ella...)
(Por lo menos así lo sentía él)

(Jorge Bucay. Cartas para Claudia. RBA.2005)

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