miércoles, 30 de octubre de 2013

Viaje a la memoria 2


Cada día es como una montaña. Me pongo las botas y miro hacia arriba tratando de distinguir la cumbre. Hay veces en que el sendero está liso y despejado y lo recorro como si tuviese activada una fuente de energía inagotable. Otras veces, las nubes se apretujan arriba con aspecto de estar esperando, ominosas y grises.
En ambos casos el camino espera. Podemos demorarlo, ignorarlo un tiempo, pero seguirá ahí, esperándonos. Es como una lotería cotidiana. Si sale cara, tendremos un buen día. Si cruz, botas de monte y a trepar.

Hoy es un buen día. Su sonrisa esta mañana ha encendido el sol y ha barrido sombras desconocidas. Y sin embargo mi dolor de cabeza, que últimamente parece perpetuo, decidió aparecer. Un oportunista que reconoce los momentos de baja adrenalina para hacer su visita. Ella, tan atenta y observadora siempre se acercó a poner su manita en mi frente. A ofrecerme agua o un cacharro por si tenía que vomitar. Era el mundo invertido, cuidandome ella a mi con expresión atenta. Al volver del cole tenía algo que contar. "Mamá hoy lloré en el colé. Estaba tan pocupada por ti..."
Un pequeño detalle que la define muy bien y que me catapulta de nuevo a mi recorrido de búsqueda de recuerdos. Mientras me mira con sus ojos redondos de almendra madura y sus mejillas llenas, de manzana de cuento, me asalta una oleada de amor. Y vuelvo a buscarla, para construir de nuevo nuestra historia. Ahora con un nuevo conocimiento. Con su mano en la mía.

Llegar por primera vez a Kazajstán, el primer contacto con el lugar fuera ya del aeropuerto fue una metáfora de lo que sería después nuestra vida.
La sala de llegadas era la mímina expresión de un lugar público. Una habitación diminuta en la que las maletas aparecieron como teletransportadas antes de que fuéramos conscientes de que el viaje había terminado. Instantes más tarde estábamos fuera. Tras nosotros bruscamente se cerraron las puertas con un sonido sordo y definitivo. Y de pronto, allí estábamos, ante la estepa kazaja, inundados de sol y frío al mismo tiempo. Sin entender nada de lo que ocurría a nuestro alrededor. Y solos. Completamente solos.
Los pocos viajeros que habían volado con nosotros ya habían desaparecido en los coches de quienes les esperaban. Y nuestra tramitadora no había llegado aún. En esos momentos todo era tan ajeno a nosotros que no sabíamos ni siquiera cómo llamar por teléfono. Los móviles no funcionaban por alguna razón que una amable voz metálica nos explicaba en kazajo una y otra vez al intentar llamar. Como he dicho, toda una metáfora de lo que sería más tarde nuestra vida.

En aquel momento todo cobró realidad. Habíamos recorrido medio mundo confiando en que algunos desconocidos se encargarían de todo, nos cuidarían y nos guiarían. Eramos como niños perdidos. Conscientes por primera vez de la inmensa ignorancia en la que nos estábamos sumergiendo. No sabíamos la dirección de nuestro alojamiento, ni si sería un hotel o un apartamento. No teníamos ni idea de cual sería el plan al llegar. Como había sido habitual durante todo el proceso éramos espectadores pasivos de momentos fundamentales de nuestra vida. Nos habían entrenado durante años para aprender a oír sin preguntar, acatar sin poner en duda, y adaptarnos sin opción. Como ciudadanos sin cerebro ni derechos. Como si cualquier paso en falso pudiera determinar un retraso más en nuestro expediente. Buenos alumnos de la incertidumbre y el miedo. Habitantes de un país sin derechos que reinaba soberano en el proceso adoptivo.

Con la relatividad del tiempo en estos casos, después de un rato que pudo ser brevisimo o muy largo, llegó la tramitadora. La acompañaba otra familia que acababa ya su primer viaje y volvían a España. La mirábamos ávidos de detalles, de pistas de lo que nos esperaba. Pero aún el silencio seguía dominándolo todo. Nada de preguntas acerca de los niños que esperaban y de los cuales no sabíamos apenas nada. Y la impaciencia nos roía por dentro como una rata hambrienta.

 A partir de ahí el tiempo voló. Llegamos al hotel. Y después de acarrear las maletas los cuatro pisos que nos separaban de la habitación nos dispusimos a tomar contacto con la que seria nuestra casa de momento. El pequeño llegaba cansado y yo contaba con un rato de sueño que le permitiese recuperarse. Pero él tenía otros planes. Enseguida notificó que ni loco de perdía un paseo por la ciudad. Una gran idea porque la ciudad se exhibía en su soviética magnificencia bajo el sol de antes del invierno.

Me enamoré. Me enamoré de la luz, del olor acre del viento frío. De los enormes espacios que rompían la ciudad. Me enamoré de las voces calladas, de los rostros distintos, del orgullo y la sencillez de sus calles. La ciudad se me quedó pegada desde aquel primer momento. A veces, algo imperceptible me transporta de nuevo allí. Y viajo en busca de ese aire transparente y nuevo que se metió bajo la piel. Y respiro limpio de nuevo su olor...

Quedaba tan poco tiempo para verla al fin por primera vez...


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Cada día entro en Cuaderno de retazos, hoy he leido un comentario tuyo. En primer lugar, admiro a quienes aoptais un hijo, yo fui madre, por desgracia hace poco murió, y soy muy mayor para adoptar, pero mucho antes lo hubera hecho. Debe ser algo maravilloso. Me figuro mas o menos como debe ser Kajazajastán, hace 7 años estuve en Uzbekistán y me encantó, creo deben ser unos paises muy semejantes. Soy Rosa Ave Fénix, un saludo.

aialmar dijo...

Rosa, perder un hijo es el peor dolor del mundo. No te diré nada que no te hayan dicho ya, en vano. Pero me ha tocado asomarme a abismo con la enfermedad de mi hija y con la pérdida irreparable y el dolor eterno que la muerte de una niña muy querida, hija de una gran amiga nos ha dejado a todos.
Por favor, se bienvenida a mi blog. Siempre que me busques me encontrarase si lo necesitas.

Un abrazo.

Montse

Chiquita adorada dijo...

Hola Montse, Gracias por pasar a visitarme!! Me alegro que hayas vuelto, mucho tiempo sin leerte.

Lamento que estén pasando momentos tan difíciles, que esa montaña por momentos parezca tan difícil y dura de escalar. Creo que la peor parte es la incertidumbre, con un diagnóstico y habiendo trazado un camino, creo que la montaña puede parece más amigable, caminando hacia arriba con un sendero liso y despejado.

Cuenta conmigo para lo que necesites, en este camino de búsqueda he aprendido mucho sobre terapias, caminos, etc.

Un abrazo desde México.
Alejandra

aialmar dijo...

Gracias Alejandra. Voy volviendo a la comunidad que me acompañó tanto hace tiempo y me alegro de reencontrarte. Desde tan lejos tu voz me suena sin embargo tan cercana.
Ya vamos ahí, caminando más derechitos y felices de nuevo. Un abrazo fuerte y no dejes de escribirme. Me encanta.

Montse, aialar