martes, 25 de febrero de 2014

No solo amor



Hace poco leía el comentario de una madre adoptiva en el blog de una compañera (alotroladodelhilorojo.blogspot.com). Ella, madre de un joven ya, es hija adoptada también. Y estaba indignada. Indignada con nosotras, que hablamos de nuestros hijos adoptados como si fueran diferentes a los demás niños.

Y la entiendo. Entiendo su malestar y su punto de vista. Lo entiendo muy bien porque yo también lo he compartido.

Cuando emprendimos nuestra forma de ser familia no había nada que me enervase más que los comentarios que nos colocaban de alguma manera en la diferencia. Me empeñaba en reivindicar nuestra igualdad. Proclamaba que el hecho biológico no era imprescindible y que no marcaba ninguna diferencia. Creía que todo era, como ella dice, cuestión de amor.

Después llego ella. Y algo cambió.

Nosotros llegamos a nuestra hija con un ingente cargamento de amor. Sin prejuicios. Sin expectativas limitadas o sesgadas. Sin desesperación porque ya éramos padres y no teníamos fijados en ella todos nuestros sentimientos paternales. Se suponía que eran las condiciones ideales.

Y ella llegó con su maletita. La famosa, la tan traída y llevada maletita que todos habíamos escuchado que traían consigo. Pero pensábamos que con amor iríamos sacando fuera todo ese equipaje de desamor.

Lo que pasa es que no se trataba solo de una maletita. Lo que los niños traen son cicatrices. Y esas, son realmente, mucho más difíciles de tratar. Mucho antes de haber tenido conocimiento de cómo la falta de atenciones, de abrigo afectivo o de cuidados determinan incluso el desarrollo cerebral de los seres humanos, ya habíamos descubierto que no era todo tan simple.

Cuando un niño llega herido de soledad, de deprivación, de miedo o de tristeza las cosas no se solucionan de un día para otro. Ni, en muchas ocasiones, solo a base de amor.

Dicen los expertos de la vida, esos que te encuentras por la calle y te regalan su sabiduría de dos por uno, que cuando los niños no recuerdan su etapa de institucionalización no hay problema. Ellos no recuerdan su pasado sin padres así que ¿dónde está el problema?

El problema está en las secuelas emocionales, madurativas, cognitivas, sensoriales y motrices que esta situación ha podido dejar en ellos.

No soy una proselitista del etiquetado de los niños en ningún sentido. Me molestan profundamente los catálogos de personas en los que cada uno tiene que cuadrar en su categoría. Pero me ha tocado descubrir que realmente hay cuestiones comunes que ponen piedras similares en el camino del desarrollo de nuestros niños.

En el caso de mi hija, cuando enfermó se me borró todo el tema adoptivo. Puedo asegurar que fue como si de un plumazo todo aquello quedase en un plano tan poco relevante que lo aparqué por completo. Sentía que la enfermedad eliminaba cualquier otra cosa y que la niña también lo habría dejado atrás.

Hoy de nuevo la cuestión ha vuelto a estar presente de forma cotidiana. Porque sus heridas antiguas siguen ahí, necesitando atención específica. Y después de mucho tiempo a base de amor, comprensión, paciencia y métodos convencionales de los que una madre pone en juego cuando educa, tuvimos que reconocer que hacía falta algo más. Y cuando descubrimos que todo lo que nos desasosegaba era común a muchos, muchísimos de los pequeños que comparten su origen. Tanto que los profesionales han desarrollado ayudas específicas para estas necesidades.

Es cierto que lo que ellos manifiestan no es único ni exclusivo de ellos. Que hay mas niños que también tienen estos problemas y han nacido en su propio hogar. Pero eso no hace que se den de forma exacerbada entre nuestros pequeños llegados por adopción a nuestros brazos.

Reconocer que hay un problema es el primer paso para buscar soluciones. No significa menos amor. Quizá al contrario. Hay que amar mucho para estar siempre dispuesto a buscar ayuda para ellos, incluso reconociendo que no somos capaces de hacerlo solas.


El refugio primigenio

"Era un niño pequeño. Con esa pequeñez absoluta de los bebés tristes. Tenía los ojos negros, brillantes como puntas de estrellas. Y el pelo de suave hilo de algodón. Tenía miedo. Miedo de aquella nada grande que le rodeaba. Y frío. Un frío duro que se le clavaba en las costillas.
Lloró entones con toda la fuerza de su pequeño pecho. Con esperanza, con rabia, con desolación...lloró hasta que ya no le quedaron fuerzas. Hasta que el cansancio le venció. Otra vez.. Después no lloró más. El dolor se volvió ajeno y el miedo se volvió delgado como una mantita, pegándose a su piel".


Cuando nacemos lo hacemos con pocos mecanismos de defensa. Apenas terminados de hacer nos lanzamos al mundo tan inmaduros y vulnerables como pocos mamíferos en el planeta. Dependemos de nuestras madres para sobrevivir en un entorno hostil. Nuestra única arma es la voz. Un mecanismo de alarma que pone en movimiento a nuestro alrededor a nuestros proveedores de alimentos, calor y amor. Nuestra madre en primer término y nuestro padre. Después, todo el clan.

Cuando lloramos, sobrevivimos. Cuando un bebé lloraba en una cueva primitiva, era atendido y cuidado. El llanto equivalía a leche tibia. Un bebé que no llorase, probablemente moriría. Claro que, un bebé en una cueva, nunca habría sido relegado a un rincón, por muy calentito que este fuera. Un bebé primitivo sólo, habría llorado y atraído a los depredadores. Habría muerto quizá de frío o devorado. Y las madre primitivas nunca se plantearon nada más.

Ahora a nuestros niños no se los comen los dientes de sable si los dejamos en la cuna. Pero su instinto les dicta que la cercanía es seguridad. Por eso la reclaman. Y por eso se la damos. Un bebé que crece con la tranquila certeza de los brazos protectores es un bebé confiado y feliz.

¿Pero qué pasa cuándo ese refugio primigenio falta? Nuestros hijos adoptados en muchos casos, han tenido que sobrevivir a fuerza de autosuficiencia. Consolando sus miedos con arrullos propios. Aplacando su necesidad de contacto succionando sus propios dedos de forma compulsiva, meciéndose... Olvidando qué era lo que esperaban y nunca llegaba.

Después, aprenden a no querer consuelo, ni contacto. A no esperar refugio ni brazos amorosos. Y se cubren de un caparazón duro y pesado. Se curten en la desesperanza. Programan su cerebro para no necesitar. Y van eliminando los patrones de reconocimiento de refugio y paz que los abrazos significan.

Un día, llegan a casa. Y de pronto todo cambia. Su férrea barrera de protección contra la realidad se ve invadida por extraños que llegan con otra forma de estar cerca. Invadiendo sus corazas. Bañándoles en atenciones y afectos inusitados. Y los niños, desprovistos de su instinto primario, no saben qué hacer con ellos.

Hay pocas cosas más tristes que un bebé, un niño, que pasa por la vida sin refugio. Sin el calor primigenio de unos brazos en los que todo consuelo es posible. Son nuestros niños que lloraban hasta la extenuación sin brazos que los acunasen y aprendieron a conformarse en su dolor, en su hambre o en su miedo.

Todavía hay quien cree que todos los niños son iguales, independientemente de cómo han llegado a nnuestra vida. Pero no es verdad. Es una triste y enorme equivocación. Nuestros niños son como los supervivientes de un naufragio: valientes y fuertes, los que soportaron y vivieron. Pero también los que llevan las cicatrices de todo lo pasado.

Yo solía pensar que la adopción podía traer asociados algunos problemas que el amor, la atención y el cuidado podrían soventar. Pensaba que serían los asociados a la constatación del abandono en algún momento de su vida; al reconocimiento de la pérdida cuando fueran capaces de darse verdadera cuenta de ello. Pero no sabía apenas nada de las otras heridas.

Mi hija ha tardado cuatro años en reconocer mis brazos como refugio. Cuatro largos e interminables años en los que he sentido el hueco entre mis brazos y he visto su soledad sin poder hacer nada para remediarla. Ahora la mezo. La mezo porque sí, sin razón ni motivo. Sólo tratando de aplacar alguna llaga de soledad que aún le sangra. Y ella, al fin, se deja hacer, riéndose encantada y divertida de jugar a ser aquel bebé que no fué amado. Y a mi, aquel tiempo cada día me duele más...