jueves, 6 de octubre de 2011

De llantinas, berrinches y otros momentos intensos.

Hace tiempo me escribía Rocío, una compañera para contarme su experiencia acerca de las rabietas y las llantinas con su hija pequeña. Y aunque ya habíamos hablado de este tema, es un asunto que suele presentarse cíclicamente en algunos niños. Así que, cíclicamente también, vale la pena pensar de nuevo en ello. Y sobre todo, cuando se trata de ofrecer nuevas maneras de reorientar la situación.

No cabe duda de que las rabietas son un difícil momento que pone a prueba la paciencia hasta de los padres más curtidos. Sobre todo, porque suelen tener la mala costumbre de aparecer en su mayor virulencia, en espacios públicos.

Rocío lo cuenta muy bien. Ella encontró la forma de enfrentarse a las rabietas de su hija pequeña. Y consiguió transformar un estado de frustración y decepción en momento perfecto para reafirmar la relación con su hija. Esta es la historia:

" He de decir que durante los primeros meses sus rabietas me hacían gracia, pensaba que era muy listilla, que estaba aprendiendo rápidamente, ya que antes en el orfanato no mostraba este comportamiento, pues sabía de antemano que no le serviría de nada actuar de esta manera.
Tras un tiempo sus rabietas me causaban, he de confesarlo, un sentimiento muy extraño hacia ella. Era como si tuviera la seguridad de que lo estaba haciendo para fastidiarme A MÍ. era como si comprobase con cada grito y aullido que ésto SÓLO lo hacía conmigo, y me preguntaba inconscientemente porqué se portaba MAL conmigo, con su madre, si antes no lo había hecho con sus cuidadoras... Y la verdad es que me hacía sentir mal, hasta llegué a pensar que no la quería lo suficiente, ya que con esta actitud yo no podía...

En fin, tras un año de comportamiento más o menos normalizado, hace unos meses empeoró, y mucho. Hasta un punto en el que cada día, a cada hora, y no exagero, TODO lo pedía llorando y gritando. Hemos pasado unos dos meses terribles. Yo me preguntaba a diario porqué Elena se comportaba de esta forma. Obviamente estaba intentando transmitirnos algo, quería algo de nosotros, pero ¿Qué?

He estado acudiendo a una escuela de padres (mejor dicho, madres) en el colegio de mis hijos mayores durante este curso. Nunca antes me había atraído esta actividad, pero parece que los problemitas con los hijos se acumulan y me de decidí a buscar la ayuda y opiniones de otros, de lo cual no me arrepiento, pues se aprende mucho no sólo de la pisicóloga sino de las demás madres. La consulta de qué hacer ante una rabieta la planteé sabiendo la respuesta de antemano: tratar de ignorarlas, no escuchar y hacerle saber que mientras llore, grite o patalee no conseguirá nuestra atención. Y eso es lo que hacíamos, además de esperar a que dejara de comportarse de ese modo para decirle que muy bien, que estábamos muy contentos de que hubiera dejado de gritar, y que le escuchábamos y le queríamos mucho. Pero nada. Más y más veces lo repetía.

La situación se estaba volviendo insufrible. El camino de vuelta desde la guardería a casa lo hacía llorando y gritando, bien porque quería que alguno de sus hermanos le diera lo que tenía en la mano, o bien porque quería parar en el kiosco a comprar chuches, cualquier razón era válida. Eso unido al cansancio, el hambre, el calor, me hacían replantear sus horarios, habrá que recogerla del COLE más temprano, pobrecilla, o habrá que acostarla antes la siesta...

Los gritos y llantos de Elena tienen un tono tan elevado que parece que te van a romper el tímpano cuando la escuchas, es desesperante, comienza con tres gritos que van aumentando su volumen hasta que llega el estallido final, y sigue, y sigue... El vecindario ya la conoce muy bien, se ha hecho oír de lo lindo. Cuando no la recogía yo del COLE la escuchaba llegar desde mi mesa de trabajo, inconfundible.

Un día le comenté mi frustración a una gran amiga, psicóloga y madre, para ver si me recomendaba algo diferente, alguna estrategia de libro en la que no hubiéramos caído. Ella me repitió lo mismo de siempre, ignorar las rabietas y esperar a que se le pase, e incluso ponerse tapones en los oídos como símbolo de que no la escuchamos. Y después, cuando deje de hacerlo, volver a hablarle, escucharle. Pero si eso es lo que hacíamos, ¿por qué no funcionaba? si ella sabía que llorando NUNCA conseguía nada de mí ni de su padre, ¿por qué continuaba con este comportamiento? Será que sus hermanos, para no escucharla, a veces, y desoyendo mis instrucciones, le dan lo que les pide llorando, pensaba yo, o será la chica que la cuida en casa, que también lo hace...
Al día siguiente me llamó mi amiga a casa. He estado pensando en lo de Elena, me dijo, y creo que puedes intentar algo que te va a funcionar. Verás, es muy importante que en cuanto deje de llorar y gritar, en ese mismo momento, no sólo le DIGÁIS que la queréis mucho, que estáis contentos con ella, sino que se lo DEMOSTREIS. Es decir, tras su mal comportamiento, abrazadla, besadla, haced con ella lo que más le guste, para que ese momento le resulte lo más placentero que haya tenido, y desee estar siempre así, y por tanto, dejar de llorar. me dijo que era una actitud a cambiar de nuestra parte, y que no funcionaría a corto plazo, que al menos necesitaríamos un par de semanas o más, pero que veríamos sus frutos.

Tras escucharla y prometerme que lo intentaría me dí cuenta de que cuando Elena dejaba de llorar, tras habernos hecho sufrir esa angustia, y haber creado, al menos en mí, ansiedad, rabia y enfado, lo que menos me apetecía era abrazarla. Es duro pero es así. Es complicado, estás tirándote de los pelos, te sientes frustrada, pensando que que no sabes cómo afrontar esa situación ni hacer reaccionar a tu hija, estás agotada psicológicamente, y muy muy enfadada, con la situación, y con ella por comportarse así.

Bueno, he de decir que tras hablar con mi marido y acordar la estrategia, fuí yo la que empecé a aplicarla, y después de tan sólo UN DÍA, Elena cambió, se transformó. A principio me miraba con incredulidad, como diciendo esta no es mi madre, no me está riñendo, y se quedaba expectante a ver mi reacción. Y entonces yo le hacía una broma, la distraía con cualquier cosa, jugábamos un poco, y ella me abrazaba, me daba besos, reía. Y no lloraba, no gritaba. Y así el día siguiente, y el otro...

Como me comentó mi amiga cuando se lo comenté: EL AMOR TODO LO PUEDE.

Y así es, posiblemente Elena necesitaba saber que le queríamos incluso comportándose mal, o simplemente estaba llamando nuestra atención porque le reñíamos demasiado, y necesitaba más cariño, no más atención. Y nosotros estábamos tan enfadados con ella y tan desesperados que no podíamos dárselo.
Ahora la tengo tendida a mi lado, mientras se toma su biberón y me acaricia viéndome escribir.
Y estoy contentísima.
Estos días cuando vuelve del COLE de verano, yo la espero trabajando desde casa, y entra riéndose a darme un beso mientras me dice: "mami, ma portado mu bien". Y es verdad, se ha portado muy bien."

Adoptando niños mayores/ recogiendo información

Hace poco me escribía una antigua compañera de penurias preadoptivas. Una amiga virtual que caminó conmigo por el arduo camino de la espera y que, hace tiempo, colmó su deseo de ser madre. Y me pedía que ofreciese un espacio a un tipo diferente de adopción: el de los niños mayores. Una forma diferente de abordar la maternidad que se convierte en una segunda oportunidad para muchas personas, a ambos lados del proceso.

Cuando hablo de adopción de niños mayores quisiera comenzar aclarando muy bien a qué me refiero. Cuando se habla de adopción, es común escuchar de propios y extraños el deseo: "a ver si te lo dan pequeñito, que traen menos problemas": Y con "pequeñitos" se refieren a bebés de poquitos meses. Desde ese punto de vista, un niño de dos años o tres es "muy grande". Pero, sin embargo, no lo son. Continúan siendo niños muy pequeños, más aún teniendo en cuenta que habitualmente, su edad mental, emocional, intelectual y social está por debajo de la que les correspondería.

La gran diferencia, que es la que quisiera recoger aquí, es la que marca desde mi punto de vista, una frontera invisible entre los dos tipos de adopción: la consciencia que tienen los niños mayores del proceso adoptivo.

Este es un tema fundamental. Crear una familia, en este caso en concreto, se basa en un consenso emocional, logístico e intelectual. Las dos partes tienen que aprender a latir en sintonía. Y no siempre será sencillo. Hay un largo camino a las espaldas que los niños ya han recorrido sin sus padres recientes y que han forjado lo que será una parte importante de su experiencia vital y de su personalidad.

Sin embargo hoy, no me detendré más en este tema. Una vez más, os pediré que compartais conmigo vuestra experiencia para poder hacer de ella un elemento de apoyo para otras familias. Os doy las gracias de antemano y espero poder compartir pronto con todas esta información.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Educar en pareja

Cuando llegan los hijos a una pareja todo el mundo la felicita. Los niños, dicen, llegan "con un pan bajo el brazo". Es decir, que traen prosperidad y buenos tiempos a la casa. Los niños son la alegría, la vida, la ilusión...Pero entonces ¿porqué en tantas ocasiones son el detonante de los fracasos de pareja?.

"Luisa y Carlos emprendieron la adopción como un emocionante reto de pareja. Un nuevo paso en su vida en común que transformaría su pareja en una familia. Juntos pasaron las numerosas pruebas a que les sometió la administración. Y más tarde, las que la adopción internacional trajo añadidas. Juntos sufrieron los desvelos, y lal ilusión, los vaivenes y la impaciencia que el proceso lleva consigo. Se sostuvieron y se alentaron el uno al otro en los malos momentos...y finalmente llegaron a él. Un bebé de nueve meses, sano y sociable. El sueño de su vida. Una personita que llegaba, como decían todos a su alrededor, a completar su vida.

Sin embargo, cuatro meses después de la llegada del bebé, todo se desmoronó. La ilusión dejó paso a la decepción. La sintonía con la que latían se transformó en dos melodías disonantes, que no componían ya ninguna melodía. Cada uno vivió la llegada del pequeño de una forma diferente. Poco más tarde, de la pareja sólo quedaba unos papeles que dividían por la mitad aquella que fue una vida compartida. Y un hijo en común que, paradójicamente, les mantendría vinculados el resto de su vida. "

Este no es un caso excepcional. Todos conocemos situaciones similares, más o menos dramáticas, más o menos sorprendentes, pero todas igualmente dolorosas.

La realidad es que la llegada de los hijos a la pareja supone una serie de cambios vitales de suma importancia. Dejando aparte los más evidentes, relacionados con el cambio de rutinas, el abandono de la libertad social, la modificación del ocio e incluso de las relaciones personales y tantas otras cosas, la paternidad se revela como el reto más importante al que una pareja se puede someter en su desarrollo.

En la educación y el cuidado de los hijos se ponen en juego muchas de las facetas personales más complicadas. La paciencia, la capacidad de entrega, la capacidad de sacrificio, la necesidad de empezar a cada momento una página en blanco...y muchas otras. Muchas veces, la ausencia de estas características personales pasa desapercibida incluso para los propios interesados. Pero la maternidad o la paternidad, las ponen de relevancia con mucha facilidad.

Cuando dos adultos deciden compartir la vida, están dispuestos a sobrellevar las características poco deseadas que a veces se descubren en la otra persona. O al revés, asumen las incapacidades que algunos aspectos tendrá nuestra pareja. Es algo humano, es un tributo natural que se concede a la vida en pareja. Es, lo que todos reconocemos con aceptación del otro y que se mueve, por supuesto, en un marco de normalidad. No hablamos de grandes carencias que harían la convivencia imposible. Un adulto puede convivir con otro aparentemente incompatible, consiguiendo una forma de coexistir armoniosa si no existen grandes retos en los que la cooperación profunda y fluida sea imprescindible: o sea, cuando de educar a los hijos se trata.

En ese momento entrarán en juego las capacidades personales de cada progenitor de forma independiente y las habilidades que como pareja hayan adquirido los dos juntos.

En el caso de la maternidad-paternidad biológica, el recién nacido llega a la casa con un puñado de necesidades bastante claras y precisas: alimentación, higiene y afecto. Parece sencillo a priori. Pero sin embargo, en la realidad las cosas suelen ser algo más complicadas. Si es el primero, al menos no habrá que atender además al resto de los hijos, pero tampoco se dispondrá del bagaje de la experiencia. En cualquier caso, durante los primeros meses, la necesidad constante de atención, las tomas nocturnas, los frecuentes cólicos del lactante, la dentición y otros muchos aspectos de la crianza pasan factura. Y la vida de pareja pasa, por decirlo así, a otro nivel. A veces, uno muy parecido a la hibernación emocional.

Este momento requiere de un esfuerzo de paciencia y optimismo por parte de la pareja para convertirlo en una anécdota que pasará a la memoria de una vida compartida. Cuando los nevios de la nueva situación, el cansancio de los exigentes horarios del principio, y las tensiones de la nueva configuración familiar dan paso a la rutina, la vida comenzará a fluir por nuevos cauces.

Es ahí cuando la pareja debe encontrar otros momentos de encuentro distintos a los que tenían, otras formas de ocio, otras maneras de ser dos, en el conjunto de tres.

En la maternidad-paternidad adoptiva concurren además otro tipo de factores que lo hacen, si cabe, aún más complicado. Cuando la adopción se culmina, en muchas ocasiones, los padres y madres se encuentran en un estado emocional de desgaste. Además de la larga espera y los vaivenes que ello conlleva, en adopción hay que afrontar largos y a veces, atemorizantes viajes que ponen a prueba los recursos personales de los padres y madres. Los nervios de los participantes no suelen estar en su mejor momento cuando el hijo soñado llega por fin.

Al volver a casa, la realidad se impone. Ahora, no tendremos que abordar la necesidades logísticas que un recién nacido trae consigo. Sin embargo, tendremos que tratar de descifrar y atender las que una persona con entidad propia y definida nos presentará, a veces, de forma inesperada. Hay que reconocer en el desconocido que llega, a nuestro hijo, el que lo será para siempre. Hay que conciliar el sueño con lo real. Todo un desarrollo que hay que vivir individualmente como padre y como madre. Pero que además, hay que vivir también en pareja, como progenitores y responsables de ese hijo desconocido.

Aquí pueden aparecer emociones de todo tipo. Se habla de la depresión post-adopción, igual que se habla de la depresión post-parto. En ambas situaciones, hay una dificultad para conciliar lo que tenemos con lo que deseábamos. Se produce una ruptura entre lo que imaginábamos que tendríamos al conseguir nuestro objetivo de ser madres, y lo que finalmente tenemos. No cabe duda de que, en el caso de la maternidad biológica, hay una serie de cambios hormonales que colaboran de forma importante a los vaivenes emocionales de la madre. Pero en ambos casos, la tensión, la fatiga mental y el estrés pueden ser igualmente responsables de esta situación.

Sin embargo, al contrario que en la biológica, la depresión post-adopción puede afectar a los dos progenitores. Es decir, la sensación de desmotivación, de desilusión, de decepción o de desolación puede invadir a cualquiera de los dos padres.

Este puede ser el primer escollo que, como padres, tenga que enfrentar la pareja adoptante.

Y aquí aparecerán de forma reveladora, los elementos de sustentación que la pareja haya creado hasta ese momento: el diálogo, la comprensión, la empatía, la capacidad de perdonar, la aceptación de los límites del otro y sobre todo, el amor. Todos estos, son los ladrillos con los que se cimenta el edificio familiar. Unos cimientos sobre los que debe apoyarse la vida en común de todos los miembros de la familia.

He mencionado de forma somera, el tema de una posible depresión post, simplemente para ilustrar cómo la paternidad puede partir de un difícil momento. Pero en realidad, durante toda la vida, ser madre o padre, nos enfrentará a la necesidad de construir juntos, en pareja. Cada fase de la infancia nos hará redefinir nuestras estrategias, nos obligará a buscar nuevos caminos, nos impulsará a tender nuevos puentes. Y no siempre será fácil.

Antes de tener hijos, es bastante normal, considerarse un padre capacitado y tranquilo. DEspués de tener hijos, es bastante común, descubrirse a veces, hablando igual que lo hicieron nuestras madres o abuelas. ¡Horror! Quién nos iba a decir que acabaríamos con un "porque yo lo digo", en la boca, por ejemplo. Y si ya nos cuesta conciliar nuestra imagen a priori de nosotras mismas como madres, con la que la realidad nos devuelve, más difícil puede ser, enfrentar la que esperábamos de nuestras parejas, con la que realmente tenemos en ocasiones.

En toda familia hay colinas y llanos. Y cuando nos toca subir una colina hay que tratar siempre de recordar que, detrás de nosotras, hay otras personas que suben también la misma cuesta y a las que, seguramente también les está suponiendo un esfuerzo.

La diferencia de criterio y de forma educativa es uno de los grandes problemas que pueden surgir en la pareja. Como ya he mencionado, estas divergencias en la forma de afrontar la paternidad no quedan de manifiesto hasta el momento de la verdad. Ante la teoría, es común que los padres y madres crean y manifiesten estar a favor de una forma educativa democrática, dialogante y paciente. Sin embargo, en la práctica esta postura puede resultar no ser la que se lleva a cabo. O justamente al contrario.

Si uno de los miembros de la pareja se siente defraudado ante el cambio del otro, surgirán los problemas. También puede ocurrir que uno de los padres sienta que la forma educativa del otro interfiere con la suya propia, o que, directamente, no es la correcta.

Ante estas situaciones la pareja tiene que hacer un esfuerzo para reiniciar la relación, igual que se reinicia un ordenador. Hay que dejar atrás las ideas preconcebidas y analizar tranquilamente la nueva situación. Un reto en el que hay que evitar reproches, acusaciones o maniqueismos que no llevarán más que a enquistar los problemas.

Lo importante no es compartir exactamente la forma de educar, sino mantener unos criterios básicos comunes: límites respecto a los niños, normas generales a transmitir, premios y consecuencias que ambos miembros tienen que consencuar y llevar a cabo.

El estilo educativo, en cambio, será el que la personalidad de cada uno determine. Pero tanto si la fórmula es más autoritaria, más democrática o alguna otra, lo fundamental es la coherencia.

Aquí aparecen también los límites personales que cada uno debería poner sobre la mesa: una madre suave y cariñosa, no soportará un estilo demasiado riguroso o exigente. Y quizá un padre controlador, no pueda sobrellevar un trato demasiado laxo con sus hijos. Encontrar un punto intermedio en el que el respeto a los niños y a sus necesidades afectivas sea lo más importante es imprescindible.

Al final, solo hay un indicador de que las cosas funcionan: unos niños felices y una familia que disfruta junta. Cuando ese termómetro está lleno, es que las cosas se están haciendo, indiscutiblemente bien.